domingo, 15 de mayo de 2016

Una lectura de Impedir que el mundo se deshaga, de Alicia García Ruiz. Libros La Catarata, 2016.




Casi como cualquier actividad humana, la movilización política puede basarse en dos tipos de motivaciones. Por un lado está la reacción, como los famosos motines del Antiguo Régimen, o el representado de manera canónica por Eisenstein en El acorazado Potenkim o en la revuelta de los esclavos de Espartaco de Kubrick. Es el grito, muchas veces incontrolado y sin objetivo claro, de los que están oprimidos. La otra motivación es la de las aspiraciones, los valores y objetivos, la utopía.
Precisamente hoy celebramos el aniversario del movimiento 15M. Las asambleas coincidieron con la aparición del famoso manifiesto ¡Indignaos!, de Stéphane Hessel. La indignación fue tomada como revulsivo, como motivación principal para la acción política. El sentimiento de indignación también era importante como sentimiento moral para Adam Smith, permitía la identificación con la víctima y era un control para la acumulación desaforada de riquezas
En el volumen de García Ruiz, la motivación política no aparece como respuesta a una injusticia, sino como una serie de valores a los que aspirar. Su propuesta consiste, según el subtítulo, de proponer una “emancipación ilustrada”, y parte, por supuesto, del famoso opúsculo de Kant, ¿Qué es la Ilustración? La liberación del hombre de su culpable incapacidad para servirse de su inteligencia sin la guía de otro. El gran acierto de Alicia García Ruiz es superar una cuestionable visión que entiende la Ilustración como el despotismo de la Razón.
La famosa crisis de los valores está, evidentemente, desenfocada. Quizás no haya existido un periodo de tiempo en el que los valores políticos estuvieran tan claros como después de la Revolución Francesa. La libertad, la igualdad y la fraternidad. La historia de las ideas políticas tras estas revoluciones liberales es, en cierta forma, la historia de las redefiniciones sucesivas de estos tres conceptos.
La libertad es analizada a través de las aportaciones de Hannah Arendt. La intención primigenia de los revolucionarios americanos consistía en la posibilidad de que cada hombre pudiera actuar sin los impedimentos y las constricciones del poder. Es la llamada libertad negativa, que la define como un espacio de acción fuera del control del Estado. García Ruiz intenta aprovechar la aportación teórica de Gramci y Lefort para desarrollar el pensamiento de Arendt. Lo realmente movilizador es la ilusión por lo nuevo, la denominada “ideología revolucionarista” que concebía la libertad como una conquista colectiva, no una liberación individual respecto a las opresivas formas políticas del Antiguo Régimen. Se trataba de fundar un sistema político a partir de la voluntad colectiva, una libertad en común. El problema es que no se han articulado espacios comunes y se ha recluido al individuo en la esfera privada. Es decir, se considera a las personas como propiedades. El aspecto de lo común es fundamental, “no es lo mismo amar la libertad que odiar al amo”, decía lúcidamente Arendt. Como hemos sostenido alguna vez, necesitamos a los demás para poder-hacer: los demás pueden ser los enemigos de nuestra libertad y, a la vez, los instrumentos para lograrla.
Foucault dio buena cuenta del poder creador y no meramente represor del Estado. Sus enseñanzas han sido bien aprovechadas en el plano microsocial, pero también son aplicables a escala macro. No sólo se trata de estabilizar la libertad conquistada, no es sólo la liberación respecto del poder opresivo, se trata de instituir nuevos poderes del pueblo, crear más poder. La Constitución no debe tener el sentido negativo, sino ser la fundación y distribución del poder, como decía Jefferson, poder controla a poder. La experiencia comunitaria tiene, o debería preservar, el derecho de interpelación de la comunidad hacia las instituciones, las demandas dirigidas a los delegados en las asambleas legislativas. Sin embargo, la consolidación de las estructuras de poder lleva a la propia y mera conservación de las mismas que se consigue gracias a la gran mentira política, la también llamada falsa conciencia o autoengaño
La disidencia de las minorías se convierte, entonces, en uno de las piezas claves para la salud del sistema por cuanto escapa a esa gran mentira global. El problema consiguiente es organizar y legitimar la desobediencia civil como acto supremo de libertad y soberanía individual. Es muy difícil encajar en las leyes la desobediencia civil y la objeción de conciencia, puesto que se supone que la propia ley se basa en la aspiración común de los ciudadanos pero es necesario el disentimiento. Como decía el gran Juan de Mairena, el diablo no tiene razón, pero tiene razones, y hay que escucharlas todas en una república democrática.
El segundo valor clave es la igualdad, bastión esencial de la llamada izquierda política. Pero, como decía Lenin, ¿para qué queremos libertad si antes no nos hemos asegurado la igualdad de los ciudadanos? Ambos conceptos, realmente están tan ligados que Balibar prefiere el término egaliberté. En el origen de las revoluciones burguesas estaba la propiedad, no sólo como derecho inalienable, sino también como justificación, como condición básica, para la participación política. La expresión común “hablar con propiedad” tendría ahora otro sentido, porque el que no tiene propiedades no puede hablar, sólo puede interpelar el propietario, el que ya tiene el poder. Las prácticas de igualdad se basan en la visibilización de casos concretos de desigualdades para, precisamente, acabar con ellas. Es la visión “en positivo” que Rancière aplica a la igualdad: No es que queramos ser iguales, sino “somos iguales y vamos a actualizar este enunciado”.
Sin embargo, Balibar sostiene que en la Declaración del hombre y del ciudadano, ambos términos son considerados equiparables. Intenta demostrar que precisamente la separación de ambos, hombre y ciudadano, es lo que acarreó efectos de dominación, precisamente lo que ha sucedido tras la Revolución Francesa. Hay que plantear, a partir de la Declaración, la politización de la libertad e igualdad, los marcos de una reivindicación constante de derechos, por muy frágil que sea el sistema.
El término fraternidad, por último, es el menos reivindicado por los partidos políticos. Es más, su ámbito ha sido sustituido por la solidaridad. Sin embargo, en esencia son distintos enfoques. La solidaridad consiste en crear un vínculo duradero, in solidum, mientras que la fraternidad parte de la consideración de que todos compartimos el afecto por ser hermanos. Rawls también concede a la fraternidad una concepción política,más allá de su dimensión emotiva. Este concepto entronca con las llamadas éticas del cuidado, una especie de corrección del azar que coloca a unos y a otros en desventaja natural. A pesar de las teorías pretendidamente bio-psico-evolucionistas de Steven Pinker, el ser corregible no es un defecto, sino una virtud, en principio porque todos somos vulnerables, como individuos y como grupo, que es a lo que se refiere el término sostenibilidad. La etimología del individuo absoluto en el sentido de “carente de relación” es una construcción social sobre la que gira nuestra civilización. Hay que proponer otro imaginario, mucho más basado en la realidad de interrelación comunal. Como podría decir Sloterdijk en un sentido algo distinto, nunca somos uno, somos varios, incluyendo cada daimon que está a nuestro alrededor.
Mirando la sociedad casi desde el margen, el pensamiento feminista ha logrado detectar las exclusiones en nuestra tradición intelectual. Así se amplían el continente de derechos, incluyendo mujeres, pobres, marginados, enfermos, incluso aquellos que carecen de racionalidad, dotándoles de una dignidad. Como dice Brugère, “hacer recíproco un mundo asimétrico”, no sólo desde el voluntarismo de la caridad individual, también implicando políticas públicas. El capitalismo está expropiando, dice García Ruiz, esa riqueza colectiva por sustituir las políticas del bienestar social con el voluntariado.
Lo que sí debe quedar claro es que los tres conceptos, libertad, igualdad y fraternidad no son principios abstractos, sino que, se deben entender como prácticas. No se reclama la libertad, se actúa libremente, como el movimiento, que se demuestra andando. Un volumen este que aboga por una emancipación en la que el “pueblo” concepto constantemente reinterpretado, sea capaz de tomar la iniciativa en un debate político nunca totalmente clausurado.

viernes, 13 de mayo de 2016

Reseña de Marina Casado: Los despertares. Ediciones de la Torre. 2014

Marina Casado (Madrid, 1989), licenciada en Periodismo, leyó su tesis doctoral sobre Rafael Alberti, tiene publicado un volumen sobre la influencias literarias en el rock (El barco de cristal) y a punto de salir su nuevo libro de poemas: “Mi nombre de agua” (Ediciones de la Torre, 2016). Es también especialista en los poetas de la generación del 27 y se advierte en las citas a Salinas, Cernuda, Lorca, Alberti o Dámaso Alonso. Jim Morrison es el otro puntal poético sobre los que bascula la lírica de Marina Casado.

Estos poemas son una colección reunida a partir de dos grandes núcleos temáticos, de dos despertares. El primero el de la Bella Durmiente y el segundo el de Alicia. Como explica en el Intermezzo, de la primera sabemos qué pasó antes y después de dormir, mientras que ignoramos el contenido del sueño. En el caso de Alicia, lo que Lewis Carroll nos cuenta es precisamente el mundo onírico del País de las Maravillas, dejando bajo el velo lo que le sucede antes y después de entrar en la madriguera del Conejo Blanco. Los despertares sirven como metáfora del fin de un sueño que puede ser real, puede ser una enfermedad, un símbolo del periodo de latencia, puede ser el fin de la infancia…

Una de las características principales del estilo de Marina Casado es la narratividad inmersa en su poética, la creación de un personaje protagonista, aún cuando vaya mutando de la Bella Durmiente a Alicia. La revisitación de mitos infantiles, como la Bella Durmiente, las princesas, los muñecos y los cuentos es, en cierta manera, una evocación y actualización del Modernismo, pero también una especie de perversión de esas imágenes, despojándolas de la cursilería para contrastar con la realidad que hay detrás., jugando con la ambigüedad de lo tópico propio de la posmodernidad.

Los despertares se divide en dos partes: “Soledades de la Bella Durmiente”, con un “Prólogo”, “Soledades” y un “Epílogo”; después un “Intermezzo”, y la segunda parte, “Retornos del espejo”. Cada uno tiene su propio tono, en el primero el ritmo es más pausado, casi modernista (La edad de los cisnes, Praga). En el segundo, más extrovertido, más críptico y onírico, más surrealista (Mientras tanto, en el espejo).

En la primera parte, es un hospital el ambiente buscado para situar la narrativa del poema. El prólogo consiste en tres poemas: Planteamiento, Nudo y Desenlace, que inciden en esa característica narrada de la poesía de Marina Casado. Después sigue otro grupo de poemas, “Soledades”, en los que, apoyándose en la mitología y los tópicos de la infancia y la adolescencia, plantea cuestiones vitales, especialmente el miedo y la incertidumbre, apoyándose en un velo algo críptico, y coherentemente onírico: “Qué haré yo con el miedo que se instala / en susurros temerosos del ocaso” (Inevitable mar).

La segunda parte del volumen se basa de manera muy sólida en el relato de Lewis Carrol, precediendo los poemas de citas del libro del País de las Maravillas, pinceladas que resaltan los principales puntos de interés sobre los que reflexiona esta nueva Alicia. El otro foco lo aportan las canciones de The Doors, que también sitúan el discurso poético. El desconcierto de una Alicia (“Alicia ya no sabe si quiere ser Alicia”, Losing Alicia) pasada por el tamiz psicodélico de Jim Morrison es símbolo del desconcierto existencial de la neurosis y la soledad del personaje poético, pero también de toda una época. Es una Alicia updated, actualizada, preocupada por las fiestas de mañana: “Ahora, Alicia, procura no llorar demasiado / para evitar correr el rímel de sus pestañas” (Alicia en los mundos sin lluvia). Este desconcierto, en cambio, es afrontado desde la esperanza:

      “El mundo es tuyo y ni siquiera acordabas” (Sobre las alamedas).

El componente onírico es mucho más fuerte, y el ritmo del poema ha dejado la musicalidad pausada del endecasílabo de factura clásica para pasar a un ritmo más sincopado, más cercano, por así decirlo a Salinas. Alicia/Marina huye de la soledad como quien escapa de un país desolado y absurdo: “Todos estamos locos” le confiesa Jim Morrison a Alicia. El cantante de The Doors es un buen compañero para reflexionar sobre los problemas de identidad: “You're lost, little girl”, cita en Losing Alicia, aunque Alicia al final “… eligió despertarse” (El País de Alicia).

Con un dominio notable del verso, el vocabulario poético usa conscientemente un lenguaje convencionalmente lírico, hablando de experiencias, amores, sueños, promesas, espejos, la melancolía del otoño, cuentos y muñecas:

      “otra vez te me escapas a tu mundo infantil
      de princesas dormidas, de muñecas de trapo,
      de sueños de papel” (Al borde de tus ojos)

Poemas muy notables son Nocturno de mayo, o Cian, Al borde de sus ojos, Esta luz, con una musicalidad extraordinaria.

      “Por un beso de Alicia, un ramo de luceros,
      un arco-iris desteñido y una baraja antigua
      en la que falta un naipe.
      Por un beso de Alicia, un brillo pasajero
      de la mirada abstracta de su amor imposible,
      aquel que no se para a buscar en las nubes
      las tardes de diciembre, a quien ella persigue
      de manera inconsciente en los labios insomnes
      de personas sin rostro, desenterradas del Espejo” (Alicia enamorada)

La muerte en la adolescencia (La Bella Durmiente) y los sueños de Alicia, la madurez y el desengaño, la búsqueda de la identidad son los temas principales de estos despertares que Marina Casado comparte con nosotros. Ahora esperamos con impaciencia que comparta también su nuevo poemario.


miércoles, 11 de mayo de 2016

El cinismo



La libertad es un concepto extraño. Es una palabra talismán y tabú al mismo tiempo. Quienes defienden la absoluta libertad de disponer de su dinero -los que lo tienen- fuera del alcance de las garras del Estado son los que claman contra el libertinaje de las relaciones sexuales, de la ligereza en las costumbres y de las innovaciones en las relaciones sociales. Quienes reclaman la libertad de expresión pretenden apoyarse en la fuerza del Estado para controlar las publicaciones. Son complicadas las relaciones con la libertad. ¿Tiene alguna posibilidad el gobierno elegido por los ciudadanos de servir a estos mismos ciudadanos o es un arma más de los poderosos para controlar a las masas? En el primer caso es el último reducto de los que no somos nadie, en el segundo, es el tirano más grande, el Leviatán más absoluto. Bakunin tenía razón.

Los que nos criamos con las advertencias de Foucault vivimos en la certeza de que no hay escapatoria, luchar contra la opresión es el mismo juego. Oponerse y estar a favor es la misma ola. Otros deciden el campo de lucha y las condiciones. No hay libertad posible, todas las opciones están contempladas. Por eso muchas resistencias parecen infantiles pataletas. No hay libertad a efectos prácticos. Uno de los problemas que suscita la lectura interesada de Foucault y los posmodernos es el cinismo, el igualar todas las opciones y constatar su fracaso. Abandonad toda esperanza.

A veces, si nos fijamos un poco, atisbamos a ver la tramoya de los aparatos del poder, del macro y del micro. Como en los deja vu de Matrix, puede uno ser consciente de las trampas y argumentos falaces que se idean y transmiten para minar las esperanzas de liberación. Uno de los más potentes es el que identifica la libertad con la individualidad.

Es curioso que sólo nos sintamos libres cuando estemos solos, como si los demás nos impidieran realizar nuestros sueños. Es lo que dejaba marcado Freud con su Malestar en la cultura. El hombre, lobo solitario, decía Nietzsche, debe renunciar a la compañía para, no sólo poder realizar acciones, también para poderse realizar a sí mismo. El precio de la libertad es la soledad. Ahora, incluso no consideramos la soledad un precio a pagar por ser libres, sino una ansiada meta en sí misma. Ojalá estuviéramos solos porque así podríamos…

Una cosa es que nos pleguemos a los deseos de los demás, y que siempre subordinemos nuestros deseos a los del resto, y otra, muy distinta, que sea la comunidad la que nos impida la libertad. Pero, ¿qué es la libertad? Así, apresuradamente, para entendernos, la libertad es hacer lo que queramos. Bueno también debería ser querer lo que queramos, pero eso lo dejamos para otra ocasión. Para hacer lo que queremos en bastantes ocasiones necesitamos de los demás. Como en la preciosa escena de Único testigo, tantas veces imitada, de la comunidad Amish ayudando a levantar el granero. Necesitamos a los demás para llevar a cabo nuestros deseos.

Esta obviedad, que Aristóteles enunciaba como la animalidad política del hombre, está socavada por un gusano que identifica interesadamente la libertad con el egoísmo psicópata, convirtiendo en héroes a empresarios codiciosos, médicos insensibles, detectives autistas. Los placeres de la compañía se consideran debilidades, se tergiversan las enseñanzas de hombres tan lúcidos como Henry David Thoreau y se ensalzan poemas como el de R. Kipling (ese que viene a decir que sólo serás un hombre si te da igual ocho que ochenta).

Nos obligan a considerar a los demás como enemigos, como competidores, como si estuviésemos, como mínimo en una olimpiada perpetua o en una guerra continua. Las opciones políticas están en lucha, se ridiculiza cualquier cooperación, se sustituye el trabajo en comunidad por el concepto de sinergia, que convierte en fuerza invisible los intentos egoístas coordinados en el que todos ganan. Terminaremos por convencernos de que es imposible la acción en común salvo que todos tengan el mismo interés, como muchedumbres egoístas. Ni siquiera se libran los deportes de equipo, marcados por la aparición de jugadores estrella, rivales en su propio equipo, a los que deben plegarse los demás.

La historia es la historia de la lucha de clases, el enfrentamiento es el gran creador de la historia de la humanidad. Pero enfrentamiento no tiene por qué ser violento, los conflictos acaban siendo resueltos mejor o peor, pero siempre acaban por incluir a vencedores y a perdedores. Es verdad que mis intereses pueden chocar con los de otros, es cierto que uno tropieza constantemente con la incomprensión y la estupidez que pone zancadillas por el propio placer de frustrar a los demás, pero es más cierto que todos convivimos gracias a la colaboración constante de los demás. Y lo dice alguien que disfruta de la soledad y que abomina de las celebraciones masivas.

El pesimismo es una de las armas más poderosas para acabar con la resistencia. Las prácticas personales acaban siempre por escaparse del control. Los que nos dedicamos a dar clase somos muy conscientes de la imposibilidad de tener todo vigilado y reglados los comportamientos. Por mucho que intentemos mantener el silencio, siempre hay conversaciones y cuchicheos, y las personas normales que son nuestros alumnos, se escapan como el agua entre las manos. Pesimismo es la dolorosa certeza de que no somos dueños de nuestro destino y que éste siempre llegará al peor de los mundos posibles. Y puede llevarnos a la desesperación y a la inacción. La justificación que nos damos para no dedicarnos con más esfuerzo a cambiar las cosas es el cinismo, que intenta convencernos de que nada sirve para nada.

Si nada sirve para nada, si nada tiene sentido, si todos los esfuerzos son inútiles, decidamos libremente, optemos por la alegría. Si al final intentarán doblegarnos, nunca lo podrán del todo, siempre querrán ir a más, nunca estarán satisfechos con el control, siempre estarán con miedo de que escapemos. Disfrutemos unos al mismo lado de otros, unos junto a otros, unos frente a otros, escapemos y que no nos venza el cinismo.

viernes, 6 de mayo de 2016

Pasarlo bien



Son fechas de ferias y fiestas. Hemos pasado por la Semana Santa y el clima, una vez que pasen estas tormentas primaverales, provocará salir a la calle y a dar paseos por la naturaleza. El fin del invierno ha dejado paso a estas temperaturas que incitan a dejar piel descubierta. La vida bulle y los espíritus se muestran inquietos. Pero más allá de todos estos condicionamientos climáticos está la fiesta, la tradición y la costumbre.

De sobra es sabido que no soy muy aficionado a los deportes de riesgo, como el puenting, el running o los cacharritos de la feria. Incluso soy fieramente combatiente contra los deportes, esos que hacen que las multitudes lleguen al éxtasis cuando su equipo pasa de fase en un campeonato o aquellos otros que fascinan sólo a una minoría de fieles que se congregan religiosamente en cada evento deportivo. Las multitudes tampoco me hacen chiste, las miro con curiosidad académica, como si viniera de un planeta de marcianos solitarios que abren los ojos incrédulos ante las calles abarrotadas como ríos pausados con pancartas o con cirios.

En principio, es habitual decepcionarse cuando has puesto demasiadas expectativas en una celebración. Llevas meses pensando en la fiesta del final de curso, en el crucero para el que llevas ahorrando varios años, en el festival de verano o en la boda de tu mejor amigo. Pero, cuando llega el momento, las cosas no salen como habías previsto. El vestido no es tan deslumbrante, las conversaciones se vuelven sosas, no hay oportunidades de ligar, bebes más de la cuenta y lo único que consigues es la boca pastosa y el consabido dolor de cabeza. Una ruina total. Las fiestas de fin de año arrasan en el palmarés de frustración post traumática. Entre otras cosas, porque hay una al año, hay una oportunidad anual de sobrepasarte en las expectativas.

Las vacaciones poseen, además, el aliciente de que se comparten en familia y duran mucho tiempo. ¡Si ya las celebraciones familiares son complicadas! Podemos decir que hay un género cinematográfico. Hay películas del oeste, de catástrofes, comedias románticas, de zombies y de cenas familiares. De género trágico o comedia, con finales sangrientos o con reconciliaciones milagrosas, el caso es que intentar pasarlo bien con la familia por obligación es un deporte de riesgo. Uno espera reírse con los cuñados y saltan a la luz los piques y las deudas que se arrastran desde que Noé desembarcó con su arca.

Poner expectativas y la familia es mala combinación que sólo puede acabar fatal. No significa que todas las reuniones familiares sean siempre un desastre, hay veces que se entretiene uno, incluso que puede haber alborozo con la compañía de los tuyos. Pero, normalmente sucede por casualidad. Sin buscarlo. Predisponer al entusiasmo es casi siempre sinónimo de falta de júbilo.

La feria o la playa son momentos preparados para el goce, desenfrenado uno, pausado y relajado otro. Pero requieren, casi como condición sine qua non, pasar muchísimo tiempo a la espera, como el cazador o el surfero que está al acecho del momento perfecto. Siete horas de recinto ferial, de caseta en caseta, para que, en un instante mágico, alrededor de un plato de pimientos fritos, encuentre uno la felicidad. Unos bailecitos, un montaíto de filete y un rebujito bastan para alcanzar el paraíso caduco de la alegría. Si no fuera por estos ratitos...

Uno de las puñeterías, si me permiten la expresión, de estos puntos espacio-temporales es la tendencia paradójica que une el final con lo mejor. Si tenemos que terminar el jolgorio a una hora determinada, ese será el mejor momento de la fiesta. Aunque llevemos en una playa paradisíaca desde las nueve y media de la mañana, lo mejor está a las diez menos cinco de la noche, cuando tenemos, sin falta, que recoger los bártulos porque no vemos un pimiento. Ahora es cuando se está bien aquí. La cenicienta y los adolescentes con toque de queda saben a lo que me refiero.

Y, por supuesto, la paradoja también funciona al revés. Igual que siempre llueve cuando planeas una excursión, hay un tiempo espléndido cuando te pones enfermo o tienes deberes a los que no puedes faltar. El fin de semana que te quedas en casa, saboreando el pijama con la goma gastada y la camiseta ancha, ese es el que tus amigos te sitúan en el top ten de la juerga. Ese fin de semana conocen a alguien famoso, a un nuevo amigo increíble que sólo está esa noche, sucede lo inesperado y te regalan chupitos de bebida. Justo cuando decides abandonar la estúpida costumbre de salir los fines de semana por obligación. La vida es paradójica, y no me vale el consuelo del sesgo cognitivo del que hablan los psicólogos. No es que sólo me acuerde de los malos momentos propios y de los buenos de los demás. Es que sucede así.

Sé que no soy el único al que le molesta la idea de que la diversión tiene que venir en unos días señalados. Somos legión los que nos sentimos coartados en esa obligación de gastar dinero, energías e ilusión en fechas señaladas. Esparcimiento y jolgorio por decreto. Además, pasarlo bien es carísimo. Hay que compensar la falta de oportunidades con dosis cada vez mayores de alcohol u otras sustancias que suponen un peligro para el equilibrio mental y físico.

Imagino que será el snob que llevo dentro, pero es que muchas de las celebraciones se me antojan de un catetismo rancio, que supongo que sólo me pasa a mí porque las veo de fuera. Pero es que todas estas fiestas tan organizadas, con tanta tradición a cuestas, se suelen acompañar de una música infame, repetitiva, cansina. Y si no tienen música propia, entonces es la catástrofe, llega el reggaetón. Y lo peor de las catástrofes: que se solapen ambas músicas.

No sé, estoy empezando a creer que no me gusta la diversión. Pero no quiero que se malinterprete, no me molesta que los demás disfruten. No soy un puritano que goza con el sufrimiento ajeno. Al contrario, me parece genial que los demás sean capaces de pasarlo bien en cada minúscula oportunidad, solos o en compañía. Quizás con el tiempo me acabe convirtiendo en el típico viejo cascarrabias al que le hierve la sangre cuando ve a alguien que está riéndose o disfrutando de la vida. En realidad, para eso ya tengo mi oficio, el de profesor, en el que se me exige ejercer el control y se aconseja dosificar el sufrimiento como método de trabajo, que nadie puede pasarlo medianamente bien y no pueda hacer otra cosa que aburrirse.