Juan Peregrina (Granada, 1978) es poeta, narrador y ensayista. Ha publicado los poemarios A deshoras (2001), Soledad amante destino (2006) y Estigma y artificio (2014); y el en prosa poética Libro carmesí de las XXI cantatas sacrílegas (2014) y Brandewijn (2018). Su obra transita entre la confesión íntima y la exploración de los márgenes de la experiencia humana, con un estilo marcado por la intensidad lírica y la crudeza emocional, abundando en imágenes que buscan el corazón antes que la racionalidad. La crítica ha destacado en su obra su capacidad para conjugar la tradición literaria —de Vallejo a Panero— con una mirada radicalmente moderna, profundamente humana y alérgica a cualquier forma de impostura. Emerge como un libro de intensa carga emocional, un mosaico de voces, homenajes y confesiones que articulan una visión descarnada de la existencia. Con un lenguaje de raíz lírica profunda y una estructura fragmentada en secciones temáticas (Mítico Silencio, Esta familia como otra cualquiera, Homenaje incompleto, Avíos del espectáculo, entre otras), Peregrina nos ofrece no un simple poemario, sino un verdadero descenso a los abismos del alma humana. Cada una de estas constelaciones temáticas despliega un mosaico de imágenes donde la traición, el olvido, el deseo y el dolor se intercalan en versos que fluctúan entre la desesperanza y una sutil nostalgia.
Desde los primeros versos, el autor marca un tono de crudeza y belleza trágica que se mantendrá a lo largo de toda la obra: “brota el castigo como surge el ímpetu / de la traición: devora / el cuchillo la herida” (Desierto I). Aquí se insinúa ya uno de los temas centrales: la herida como matriz de la vida y de la escritura. Lejos de ocultar las cicatrices, Peregrina las convierte en signo y sentido. En Mítico Silencio, la primera sección, el dolor es una fuerza viva que, paradójicamente, impulsa al poema. Como afirma en Desierto II: “Los anhelos esquilman el olvido” (Desierto II). Esta tensión entre anhelo y memoria, entre amor y pérdida, se manifiesta también en un agradecimiento ambiguo, casi desesperado: “por lo tanto, gracias, Wendy, gracias por dejarte extirpar indecorosas arterias de tu insobornable cuello para que nuestro clown pudiera insinuar nuestra historia. Gracias” (Fallen). Más que una memoria personal intransferible, para el poeta “somos producto del error, / unas cuantas historias que Paul Auster / robó a Calvino haciéndose pasar / por la mujer que quiere del pasado” (Una cierta esperanza en el futuro). Un juego de espejos e intertextualidad. El clown —figura central y símbolo de toda la obra— se configura así como un ser entre el dolor y la representación, entre la tragedia y el arte de sobrevivir a través de la máscara. En Esta familia como otra cualquiera, Peregrina explora el desarraigo personal, el desapego afectivo, siempre con versos donde la emoción late, a menudo de manera contenida pero violenta: “perdona diferente / a la cruz del olvido / y noches talegueras / con chupitos de lágrimas” (Personal I). O en el crudo aprendizaje de la soledad: “No me busco ni quiero ser buscado / dejadme aquel mal corazón de enebro. /…/ Pero aprendí a perder por el tiránico / fin de quedarme solo: no hay receta / mejor que desistir desde la cuna” (Personal III).
La sección Homenaje incompleto reúne poemas dedicados a figuras tutelares de la poesía: César Vallejo, Constantino Kavafis, Leopoldo María Panero, J.A. Valente. Cada texto capta la esencia de su homenajeado, sin caer en la imitación servil. Así, el tributo a Vallejo revela una ternura desesperada: “Entre estas cuatro estúpidas paredes / se encuentran mis preciados tres amores: / mi mujer, mis poemas y unas flores / que adornarán la muerte que me acecha” (Soledad y trance poético). Mientras que, en el caso de Panero, se subraya su incorruptibilidad: “contagia y pudrirse al ser clausura / de quien no se vendió ni el que cede / su alma a otra cosa que no sea el Arte” (En el sanatorio de las hojas que se hunden). De Kavafis nos quedamos con la herida de la belleza (“Mayor, me dejo hendir por escalpelo / tan húmedos que mi interior vileza / se disuelve a su tacto entre mis heces”, (contemplación de la belleza); y de Valente, la capital importancia de la palabra: “La palabra en los cónclaves perfectos / tu mano fiel y acariciante espera / del purpúreo silencio los latidos”, (De la palabra y su esencia).
Las secciones posteriores, como Avíos del espectáculo o en Orgías de antaño, alternan entre la reflexión amarga y la celebración efímera del cuerpo y del deseo. Está presente el oficio de poeta como un modelo de vida: “Una de las consecuencias del aprendizaje en cualquier aspecto de la vida es el no volver la vista atrás /…/ Pasa página a tanto perjuicio nos cicatriza” (Rima interna). En Declamación, Peregrina ofrece una visión de la poesía y de los marginados del mundo: “Hay también punkis del desconsuelo y manos que acarician las sonrisas de las niñas tristes y provocan carcajadas en el silencio y la incomprensión” (Declamación). La palabra metapoética no es sino un referente vital que se mira a sí mismo, como buscamos en el espectáculo del clown: “Anochece y me embarga el deseo de continuación, de amanecida” (Metáfora). A modo de contrapunto, vuelve en Poetas y otras especies a asumir otras voces como propias. Pueden ser nombres más desconocidos como Narzeo Antino (“Laberintos añoran los zagales / poníamos por las rosas y narcisos, / esas tardes de aroma que conciso / interrumpen la luz de los fanales”, Fiel amante de la búsqueda); universales como Cernuda (“Cerrar heridas para restañar el cuerpo. Educar en la historia para reconocer dolores: ser de España como del cielo que nunca veremos”, Español); y más cercanos como Antonio Carvajal (“Los musicales versos aprendices / de cíngaros acentos no aplaudidos / ni busca sol ni la lunar presencia”, Il Miglior tabbro).
Y en Orgías de antaño, la sensualidad aparece filtrada por el tiempo y la nostalgia: “Apología del deseo en estado animal, / y de vez en cuando, un reproche de celos o amor deshojado por unos muslos prietos de cerveza y corales que trae la marea roja de la memoria”. El poeta va buscando elementos del paisaje para situar el deseo y la añoranza: “esa noche la luna se divierte / pues mis gruñidos van amaneciendo / dando gracias a mi inexperta suerte”. Todo un universo de referencias, de aventuras (“Descubrimos palabras pretendidos / con aquel joven de Bombay: / veía cómo su morena tez / embriagaba los ojos de mi amante”) o una hibridación en la que Bowie reescribe el Cantar de los cantares (“Libres somos gacelas por un día”). El impulso biológico, puro, se retuerce entre las exigencias de la vida humana: “Apología del deseo en estado animal, / y de vez en cuando, un reproche de celos o amor deshojado por unos muslos prietos de cerveza y corales que trae la marea roja de la memoria”. Amor, carnalidad (“labios atrapan lengua que perversa / busca entre la corriente el caramelo / y la luna prepara la batalla”) y trascendencia (“bajamos hacia el Hades muy deprisa, / un latido sin nombre nos conduce / hasta un mar elevado muerto y bello”). Es, en definitiva, una poesía exigente pero profundamente conmovedora en sus múltiples capas. Juan Peregrina destaca por su valentía para explorar las zonas más oscuras del ser humano sin perder el pulso poético.
En Junto al abismo, la voz poética ya no se disfraza: asume su derrota, su disolución inevitable: “Al igual que se disuelve / estas palabras que escribo, / se convierte nuestra historia / en ceniza en viento en frío” (Los volantes de tu estilo). A modo de balance o de confesión, el poeta declara que “He llevado una vida disipada, / armónicos silencios que persiguen / enajenados huesos. Y prosigue / mis lechos, mis fobias y mi nada” (Mis lecturas, mis fobias y mi nada); “De alcohol y drogas y completo amante / si un talle me mantiene enamorado / y un amigo me auxilia de mi intento” (Poema para recitar entre humo y copas). El amor del clown se distingue por una apuesta mucho más oscura y visceral, Peregrina elige el abismo como escenario y la herida como materia prima: “–Nací entre dudas y por el balate / me olvidarán, incómodo accidente: / no tengo prisa por pedir perdón” (Despedida del clown). Su lenguaje es más arriesgado, su ritmo más fragmentario, su imaginario más perturbador, sin autocompasión: “Porque me dieron todo / sin merecerme nada” (El otro). No obstante, este carácter sombrío no implica ausencia de belleza. Peregrina logra destellos de lirismo puro, donde la esperanza se filtra como un hilo de luz entre las ruinas: “Mi fortificación, tu anatomía / precisa: haga tu vientre sin el cual / todo es confuso, amor, todo es confuso” (Otra geografía). El cierre de la obra reafirma esta aceptación serena del fracaso vital, pero también del triunfo íntimo de haber vivido fiel a uno mismo: “No me arrepiento, pensó el clown, del carnaval ni de la orgía. El maquillaje se funde en agua para muchos: otras lo llevamos de por vida” (El amor del clown). Una poética de la herida y la máscara, Peregrina convoca el vértigo y la crudeza. El amor del clown es un monstruo tangible, casi obsceno, que acompaña cada verso. Su imaginería es más sucia, más física, más extrema. Trabaja con una orfebrería verbal minuciosa. El amor del clown es un libro exigente, incómodo a veces, pero profundamente honesto. Es un testimonio de que la poesía aún puede ser un lugar para la confesión brutal y la belleza imperfecta. Juan Peregrina ha logrado en este volumen capturar el pulso de las heridas humanas sin complacencias ni imposturas.