domingo, 15 de junio de 2025

Reseña de Sol Gómez Arteaga: ‘Memoria de las mujeres’. Marciano Sonoro. 2025

 MEMORIA DE LAS MUJERES


Memoria de las mujeres, de Sol Gómez Arteaga, no es solo un libro de entrevistas: es un acto de justicia, un ejercicio de resistencia narrativa y un homenaje urgente a aquellas cuyas voces fueron silenciadas durante décadas. Con un compromiso constante, la autora ha participado en numerosos actos relacionados con la Memoria Democrática y ha ido reuniendo los testimonios de veinticinco mujeres publicados entre octubre de 2021 y septiembre de 2024 en el periódico digital Nueva Revolución, nace, pues de una iniciativa comprometida, que resulta siempre un motor fundamental para recuperar las voces ocultas del pasado.

Estas historias nos cuentan la represión franquista, directamente por ser familiares de víctimas, o indirectamente por su labor profesional como investigadoras, forenses o periodistas, activistas todas. Esta represión que cayó en un silencio de tres generaciones, la que sufrió el terror franquista y sabía que el silencio era impuesto y también inevitable para sobrevivir. Luego llegó la siguiente generación que guardó el secreto de lo que apenas conocía, de lo que se ocultaba en casa. Y, por último, la de la “modélica” transición que quiso correr un telón de olvido. Es también interesante remarcar cómo el silencio afectó también a los victimarios que se cuidaron muy mucho de alardear de la “justicia” que se habían tomado por su mano.

Gómez Arteaga, con una sensibilidad periodística depurada y un firme compromiso con la causa, ha sabido sostener el difícil equilibrio entre el rigor documental y la empatía narrativa. A través de una estructura ágil, en la que las entrevistas conservan su tono cercano y su cadencia propia, la autora permite que cada testimonio respire con libertad, sin forzarlos a encajar en un discurso homogéneo. Aquí no hay víctimas estereotipadas ni heroínas idealizadas, sino mujeres reales que recuerdan, lloran, denuncian, reflexionan y, sobre todo, se reivindican. El objetivo, además de la reparación y encontrar la verdad, es advertir ante el futuro. Y, por supuesto, pagar la deuda histórica con aquellas mujeres que lucharon por conseguir mejores condiciones de vida. Porque, a pesar de lo que cierta prensa y tantos tertulianos intentan transmitir, la lucha de estas mujeres –y tantos varones– no era cuestión de gustos políticos como si fueran hooligans de ciertas ideologías izquierdistas. La cuestión era mucho más urgente, aquellas eran situaciones de vida o muerte, de hambrunas, de miseria que hacían indispensable una reforma agraria, unas decisiones políticas, una valentía que, en nuestra sociedad más o menos cómoda del bienestar, no podemos asumir ni siquiera.  Pero es de justicia recordar que este estado del bienestar es heredero de aquellas luchas.

No se trata tampoco de una exhibición de atrocidades, las entrevistas tejen un relato poliédrico de situaciones donde la injusticia estuvo en los tiempos de la represión y también en la actualidad con todas las trabas y desprestigio que intentan volcar sobre las asociaciones memorialistas. El volumen comienza con una declaración de intenciones de la Fundación Jesús Pereda de CC.OO. de Castilla y León, que apoyó la creación de este libro.  Continúan una serie de poemas, como el de Carlota O’Neill, desde la prisión de Victoria Grande en Melilla y el de la propia autora. Precisamente en el prólogo apunta a la radicalidad del proyecto. Radical significa desde la raíz, lejos de posicionamientos violentos o extremistas. Este es un asunto que conviene, que es imprescindible, tratar desde la raíz. Sobre todo porque hay que tener en cuenta lo que se ha dado en llamar el franquismo sociológico, del que hemos heredado el desinterés por ciertas cuestiones que tienen que ver con la política entendida en sentido amplio y nos centremos en los asuntos más cotidianos, obviando lo que sería un elefante en una habitación.

El volumen destaca por la diversidad de perfiles: hijas y nietas de represaliados, como Susanna Toral, quien abre el volumen, o Pera Miranda, María Eugenia Castiello, Hedy Herrero, Camino Alonso, Maribel Luna; militantes antifranquistas como la cantautora Isamil9; la editora Cristina Pimentel, también familiar de represaliados… Son importantísimas las representantes de Asociaciones de Memoria Histórica (caso de Luisa Vicente, Tere Rivas López o María Huelva Salas), que aportan la perspectiva de la dificultad institucional para llevar a cabo las exhumaciones, y su labor lenta de bases de datos y documentación. Investigadoras como Ruth Sanz Sabido,  Beatriz García Prieto, Neus Roig, María Jesús Izquierdo, Ana Cristina Rodríguez Guerra, Yaiza Alonso Beltrán no solo son importantes a la hora de sacar a la luz los relatos, también ejercen la labor de divulgación de esta oscurísima época, ayudadas por periodistas como Ana Gaitero o María Antonia Reinares, escritoras como Fermi Cañaveras, María Torres Celada o la expolítica y documentalista Eloína Terrón Bañuelos. Muchas echan de menos que se traten estos temas en las clases de colegio e institutos, como hace Silvia Traversa, que es un testimonio sobre la dictadura argentina. Imposible de valorar el trabajo de las voluntarias como Laura Martínez Panizo. Todas con hambre de verdad.

La represión no solo consistió en la cárcel o la muerte, fueron interminables años de miedo cotidiano, de humillación, de censura, de exilio interior… Todo el silencio ha tenido que esperar varias generaciones y una lucha común para romperlo. Uno de los logros del volumen es visibilizar cómo la violencia franquista no solo fue una cuestión política, sino una violencia estructural que atravesó cuerpos y generaciones. Este trabajo es imprescindible para denunciar los relatos oficiales, y especialmente con la perspectiva de género. No es un libro cómodo. Tampoco busca serlo aunque su lectura sea clara. Cada página interpela, remueve y obliga a enfrentarse a preguntas fundamentales: ¿quién escribe la Historia? ¿Por qué el dolor de unas mujeres ha sido considerado menos legítimo que el de otros? ¿Qué implica realmente la reparación? La labor que aquí sale a la luz no es solo tristeza, hay mucha luz en el trabajo, en la recuperación de fotografías, de cuerpos, de vidas. Como dicen muchas de las participantes, colaborar en una exhumación “engancha”, es gratificante trabajar en derechos humanos.

Memoria de las mujeres no solo recoge lo que muchas mujeres vivieron y viven; recoge también lo que muchas otras, hoy, siguen necesitando escuchar. En un contexto donde la Memoria Histórica continúa siendo objeto de disputa, este libro se convierte en una herramienta política y pedagógica imprescindible. Porque recordar, como nos enseñan estas 25 voces, no es solo un derecho: es una forma de justicia.

 

sábado, 7 de junio de 2025

Reseña de Florencia Defelippe: ‘La falla en el fuego’. Ediciones Liliputienses. 202

 

Florencia Defelippe, autora argentina de Buenos Aires, es autora de Parrhesia (2009), Las malas decisiones (2014), La falla en el fuego (primera edición de 2018), Nadie vive en esta casa (2024). En cierta forma La falla en el juego es un grado de madurez poética que combina delicadeza y precisión, ternura y conciencia crítica. En esta obra, la autora se inscribe en una tradición contemporánea de poesía íntima y evocadora, sin sentimentalismos, a la vez que instala un tono propio, hecho de imágenes súbitas y de una atención aguda al paso del tiempo, a las fisuras del recuerdo, a la experiencia de lo irreparable. En el prólogo señala Claudia Marina: “Este libro habla del tiempo de lo que no alcanza a ser, del reino de lo que se insinúa, pero no se despliega, de la promesa incumplida, y también del tiempo en que algo, alguien comienza a declinar”. De hecho, es ese abanico de interpretaciones lo que dota al libro de matices, de perspectivas diversas y de acierto.

La falla en el fuego se organiza en diferentes secciones en las que el lector recorre las ruinas de lo vivido: la infancia, el deseo, la pérdida, los vínculos y la memoria que se trenzan sin jerarquías, con una voz que no impone certezas sino que bordea lo ausente. La atmósfera que recorre los poemas se detiene en los que los gestos mínimos y las escenas domésticas se vuelven señales de una fragilidad persistente. La vida tranquila es la primera sección: “Completamos de memoria algunos hechos / sin saber si fueron ciertos o nos inventamos esos años /…/ Pienso en cómo haré / para regresar a la calma / propia del nido, cómo haré con esta furia / que viene desde el mar. / Sería igual a separar a dos amantes / que eligieron mal el tiempo de su amor” (La vida tranquila). Defelippe explora la tensión entre lo cotidiano y lo fatal. El hogar, espacio tradicionalmente asociado al refugio, se convierte aquí en un lugar de inquietud: “Mi cuerpo quedó solo / bajo la luz del sol / igual que un niño que dejó escapar / su única idea posible del mundo” (La playa, un sábado). El cuerpo aparece como lugar de inscripción del tiempo y del despojo. En el poema Jardín, una enumeración nostálgica de plantas y flores desemboca en una pregunta inquietante: “¿Y esa maleza? / ¿Cuándo creció así? /…/ ¿cuándo desaparecieron todas las flores: / el rosal ahí, trepándose a la reja con sus garras / de león, las hortensias en aquella esquina / para que no se casen las chicas solteras / el jazmín y su frescura más acá y a mis pies / los pensamientos. /…/ ¿No vieron que acá / había una nena despistada y rubia / con su camperita roja? // ¿Dónde está?” (Jardín). Esta súbita irrupción de la pérdida, casi fantasmática, atraviesa buena parte de la obra y le otorga un espesor emocional que excede la mera evocación en primera persona.

Defelippe aborda el paso del tiempo a la vez que lo considera como circular, y esa dualidad de repetición y de destino es lo que recupera lo trágico en lo cotidiano: “Bastaba que se borren / esas huellas en el cuerpo y todo / volvía a comenzar: el viaje, el sauce, / el auto y la tierra, otra vez. / El tiempo y la brea / harían todo lo demás” (La tierra otra vez). Lo cierto es que dirigiendo la mirada a las nuevas generaciones, hay constancia de que puede cambiar el destino: “nadie puede sacarles la rabia, / esa idea salvaje en los ojos” (La rabia). Las imágenes de la infancia remiten no solo a la etapa, sino al instante fundacional de toda pérdida: ese momento en que algo escapa sin retorno.

Encontramos un poema de gran ternura y belleza, Izumi: “Para ella el mundo empieza ahí, nosotros somos esas / dos adultas cansadas que hablan / sobre el tiempo y el calor. La historia de la casa es / ese primer año de su vida que recordará / porque nada hubo antes: su memoria es un dios a punto de nacer”. En él se contraponen el presente y el pasado y, a la vez, el presente y el futuro, tres generaciones a las que se enfrenta la vida. Una vida que no es siempre agradable, pero que continúa latiendo: “esta agonía de saber que conmigo / hay otras cosas / que han perdido vigencia” (Otras cosas).

La voz poética reivindica el amor que nunca termina de perderse: “¿En el centro de qué cofre, en qué hueco / rosado y suave seguirá latiendo tu corazón?” (Perlas). Una nueva esperanza queda siempre para buscar: “Se abre frente a mí / una cadena de fuegos artificiales / arañas grises acaparan todo el cielo / y esa ausencia / permanece por más tiempo / que el instante luminoso” (Año nuevo). El amor también es tematizado como un espacio precario, en donde la belleza y la amenaza coexisten. En Los días que pasamos encendiendo el fuego, Defelippe escribe: ““Hicimos todo  / con el amor de quien hace las cosas para siempre, / porque no hay / muerte en la naturaleza y lo que el fuego se llevó / sigue su curso como las raíces se abren paso / entre la tierra o la última respiración de un pájaro / que sigue latiendo en la palma de mi mano”. Estos versos encierran una de las claves del libro: la vida como insistencia, como una corriente que persiste incluso en medio de la devastación. El fuego, más que una metáfora del fin, es aquí símbolo de transformación: destruye pero también ilumina, calienta y purifica.

La sección titulada Un mecanismo de supervivencia refuerza esta noción. El poema El desastre condensa la sensación de naufragio afectivo: “Nos quedaremos ahí / en el medio del naufragio / sin la pasión necesaria de tierra / sin un punto cero donde regresar”. La ausencia de un “punto cero”, es decir, de un origen o refugio al cual volver, se transforma en una condición existencial. No hay retorno posible; solo queda la posibilidad de seguir, con una ternura endurecida por la pérdida. La continua, pero casi imperceptible pérdida del amor, de tanto usarlo, que diría Manuel Alejandro, está descrita con una sensibilidad precisa: “Así que era esto, dijimos: / los días sin música / se adueñaron de la casa como una víspera / de algo que no veremos /…/ En qué momento abandonamos / esta guerra contra el mundo” (La víspera). Y También en el poema Los objetos: “hacemos el amor / con movimientos blancos y pausados / crecemos valientes un instante y podríamos ir ahora: / decir al mundo sobre el miedo, esa mentira”.

Uno de los grandes logros de La falla en el fuego es la capacidad de Defelippe para conjugar lo íntimo con lo universal. Sus versos, aunque anclados en experiencias personales, no caen nunca en el hermetismo. Por el contrario, abren resonancias amplias en el lector, gracias a una dicción que combina lo conversacional con lo lírico, lo concreto con lo simbólico. Así, en Paseo yugoeslavo leemos: “Abrazados, nos atamos a una forma / tranquila del amor. // No hay fotos de ese día”. La imagen —tan sencilla como poderosa— revela que hay momentos cuya intensidad escapa a cualquier registro, y que su valor reside precisamente en esa imposibilidad de fijarlos. Está también la contraposición con lo inerte, con los objetos, que permanecen donde los afectos se han perdido: “no es posible regresar y las cosas / que simplemente abandoné y dejaron / de ser mías para siempre un tender, el balde, / las macetas vacías y apiladas”. Y es que la obra de Defelippe también pone en diálogo el lenguaje poético con las materialidades del mundo: la seda, el fuego, las macetas vacías, el tender, el balde. Son objetos que no son meros decorados, sino que portan memorias, cicatrices, gestos cotidianos que se elevan a categoría poética. En Seda, la escritura se asemeja a un acto de cuidado extremo: “y calcar del otro lado / esa fina seda que tomás de los puntos / con el cuidado de un monje / que contempla el secreto / de su propia fragilidad”.

La falla en el fuego no ofrece respuestas, pero sí múltiples miradas con calculada sinceeridad. Cada poema funciona como una habitación abierta, un lugar donde el lector puede detenerse a habitar el silencio, la memoria, la pérdida y el deseo. La poesía de Florencia Defelippe conmueve desde lo esencial. Y en tiempos de ruido y urgencia, esa es, sin duda, una forma valiente de resistencia.

lunes, 2 de junio de 2025

Reseña de Nicolás Corraliza: ‘El mar que nos salva’. El sastre de Apollinaire. 2025

EL MAR QUE NOS SALVA 


En El mar que nos salva, Nicolás Corraliza Tejeda nos entrega  una cartografía emocional y existencial. Ofrece un despliegue lírico de madurez, una reflexión poética depurada que oscila entre lo íntimo y lo colectivo, lo material y lo espiritual, lo histórico y lo personal. El mar se ofrece como metáfora doble: salvación y amenaza, espacio de tránsito y de hundimiento, de memoria y de olvido. Los poemas van construyendo un universo fluido, sensorial, donde la palabra es a la vez salvavidas y oleaje. Lo que salva, parece decirnos Corraliza, no es la estabilidad de las certezas, sino el movimiento, la búsqueda.

La estructura del poemario se organiza en secciones que funcionan como estaciones del alma: Crece el verano en la luz, Playa de los estoicos, El artilugio del reloj, Lírica y liturgia, El cuerpo y el viaje. Esta disposición responde a una voluntad compositiva que va más allá del fragmento individual y aspira a construir una suerte de liturgia contemporánea. Nicolás Corraliza aprovecha los materiales poéticos como teselas purificadas: “Nuestra clase es sagrada: nuestra ceremonia carece de doctrina”. Uno de los grandes aciertos de El mar que nos salva es su capacidad para conjugar lo sensorial y lo simbólico con una economía verbal eficaz y una imaginería vívida. En el poema La noche en fuego, por ejemplo, Corraliza escribe: “Sea un incendio la pena: / una lumbre mayor / en la llama de los días.” Aquí la pena se convierte en llama, en materia transformadora, en luz que arde desde dentro. Esta relación entre fuego y afecto recorre el poemario como un eje temático constante. El dolor es parte del ciclo cotidiano, una llama que arde constantemente, implicando la inevitabilidad de la pena como parte de la experiencia humana. El uso del fuego, como el mar, símbolo dual, destructor y elemento de vida y renovación, es característico del poemario.

También el tiempo es una presencia ineludible. El poemario no teme explorar el desgaste y la pérdida, pero tampoco cae en el lamento: lo trasciende con una mirada serena, madura. En Compás de espera, el poeta sentencia con resignación lúcida: “El acto de vivir cada día / implica a lo monótono / en el origen del amor. / No hay lluvia al otro lado. / Nadie vuelve para contarnos el paraíso”. Frente a la imposibilidad de certezas trascendentes, el lenguaje se convierte en refugio, en “hogar donde la palabra cobije y reconforte / cuando el ruido nos alcance” (Una promesa). El artilugio del reloj aporta los poemas más directamente relacionados con el tiempo como un abstracto: “Vivir en el lenguaje y habitar en él /…/ Existe un fuego acertado en el silencio” (Una promesa); “En un estambre de dos cuerpos / nosotros y el mundo a solas” (Anotación floral). A veces el ser consciente del paso del tiempo no es más que un memento mori: “Mi ángel de la guarda / acuerda con la muerte un nuevo tiempo” (La primera piedra). La sabiduría que encierran estos versos es la que navega entre el pasado y el presente, entre el futuro cierto de la muerte y la conciencia que hace disfrutar de la vida: “Quizás nunca nos fuimos: /nuestro litoral es de tierra y ocaso” (El camino inverso).

Ofrece un respiro de optimismo en medio de la reflexión sobre el dolor y el desasosiego. La superación del miedo se presenta como un estado alcanzado, y en ese contexto, la vida se transforma en un milagro "continuo”. La sencillez del verso refuerza la idea de que lo milagroso es inherente a la vida cuando se ha dejado atrás el miedo. El lenguaje se presenta como una morada, un espacio en el que se vive, no solo como un medio de comunicación. En este sentido, la poesía de Nicolás Corraliza es, en su concisión, muy conceptualista a la par de agarrada a lo material y los sentidos. También es un espacio donde puede haber verdad o revelación, el "fuego acertado". Esto sugiere que el silencio, puede ser una carencia, y puede ser una forma intensa y significativa de experiencia. Cuando sentencia “El lenguaje es un viento en ruinas / que calla. / Ya no ríen los amantes / cuando se cruzan” (Umbrío), los versos más que la belleza, evocan una sensación de deterioro, de pérdida. El silencio que sigue a esa imagen resalta la imposibilidad de expresar, una distancia emocional, una reflexión melancólica sobre el agotamiento del lenguaje y la pérdida de la intimidad.

El compromiso con la naturaleza y la ecología es otro de los ejes relevantes. Lejos de una retórica panfletaria, el autor deja que la imagen poética hable desde lo esencial: “Arden islas metales y plásticos, / arde el mal fuego / hosco y desbocado en su hálito de humo. / Un sol insano como nosotros… / El amor es el mar volviendo” (Caudal de ceniza). La degradación del mundo no es aquí una queja externa, sino un espejo del deterioro interior, de una humanidad perdida en su propia combustión. La naturaleza aparece como un elemento que alimenta mientras que el poeta aporta la memoria, el puente entre lo pasado y lo presente.

En lo formal, Corraliza opta por el verso libre, conciso, casi lacónico, aunque no abandona el ritmo ni la musicalidad. Hay cadencia, hay oído, pero también hay libertad en el fraseo. El poema “Club de lectura” ofrece una clave para entender su concepción de la poesía: “Un libro es siempre una evasión: / una victoria frente al tiempo / para que no se vaya del todo”. Así, su obra se presenta como un intento de fijar algo de lo evanescente, de lo que el tiempo arrastra sin remedio. Algunos textos destacan por su belleza epigramática, como Equilibrio: “Sucede siempre en la belleza. / Cerca del árbol / se ha posado en el aire / un colibrí, ocupando / su justo sitio”. La imagen es clara, serena, y sin embargo cargada de una simbología que remite a la armonía, la fragilidad y el asombro, a cierto espíritu zen. Los versos exploran la interacción entre el tiempo, el amor, el lenguaje y la experiencia humana con una profundidad y una sensibilidad que invita a la reflexión. El lenguaje poético, a menudo cargado de imágenes poderosas y simbólicas, logra transmitir una serie de emociones complejas, desde la angustia y la pérdida hasta la esperanza y el milagro. Las referencias al fuego, el silencio, la naturaleza y el lenguaje como elementos simbólicos recurrentes refuerzan la temática de la transformación y el ciclo continuo de destrucción y renovación, características inherentes a la condición humana. Estos versos invitan a un diálogo constante entre lo efímero y lo eterno, lo tangible y lo espiritual.

En otros, la crítica social emerge con mayor contundencia, aunque siempre desde una voz poética contenida. En “Compromiso”, el autor nos lanza una advertencia: “Nos hacemos los dormidos / para que nadie perturbe / este sueño tan real”. No es un reclamo militante, sino un murmullo revelador sobre la inercia moral y la complicidad pasiva de nuestra era que va más allá de lo concreto o personal: “Pobres héroes, siempre soles / en el calor de la historia” (La ceniza de los astros). El mar que nos salva no pretende ofrecer respuestas definitivas, sino acompañar al lector en la formulación de nuevas preguntas. Hay en sus versos una invitación constante a mirar, a sentir, a detenerse en el detalle. En El sol en las primeras aguas, la mirada se afina: “No enturbies el recuerdo. / Deja que fluyan las corrientes / sin mezclarse, para que lo visible / sea la piedra sumergida”. El poema exige atención, profundidad, una lectura que no se quede en la superficie del lenguaje: “A veces tomo un rodeo / para no pasa cerca de un tiempo / que ya no sé” (Fluxus).

Mención especial merece el tono elegíaco y al mismo tiempo vitalista que atraviesa el libro. En Crece el verano en la luz se advierte claramente esa mirada hacia la belleza. Es una especial manera de entender el epicureísmo que acepta como regalo lo que se nos ofrece: “Nos da de beber la nube. / La memoria lo enroca / en los días de fuego” (Brindis). Sin embargo, en la sección Playa de los estoicos es otra la tendencia, que, por otro lado, es la predominante en la poesía de Nicolás Corraliza: “El amor de la lluvia en su ternura. / Esperar la claridad en nuestro oficio”; “Nos hemos distanciado. / Hemos dejado que la primavera se aleje / y hemos abrazado / a predicadores y a tormentas”. Estos versos reflejan un lamento por lo perdido, el distanciamiento físico y, sobre todo, emocional, frente a fuerzas opresivas y destructivas de lo cotidiano. Habrá otros versos que rediman la pareja y la alejen de las tormentas del mar y los predicadores de tierra. En realidad, la propuesta vital de estos versos navega entre la aceptación y el gozo: “Antes del alba / despertábamos. El campo se desplaza / en su extensión, y la luz se hacía visible. / Olvidamos aquella bendición, / por una celda confortable”. O más claramente: “El miedo ya se fue, / y el milagro es continuo”. Lejos del patetismo, el poeta acepta la finitud como condición de la belleza. En Últimas voluntades, afirma: “Nuestra gran oración / es una plegaria principiante. / Una aventura en el caos: / un modo de vida”. Lo caótico no es obstáculo sino campo de juego. La poesía, entonces, puede no redimir, pero sí acompaña. En cierta forma, Nicolás Corraliza se mueve en un contraste entre la vitalidad de lo natural y la opresión de lo moderno o lo artificial. Y su posición siempre apuesta por no olvidar "aquella bendición" por "una celda confortable" que es la cotidianeidad deshumanizadora.

Otro de los temas, el homo viator se relaciona directamente con el concepto de ese mar que nos salva y se centra, especialmente en la sección El cuerpo y el viaje: “Sobre el arpa del mar / la ola que nos lleva” (Adónde). El viaje abunda en la problemática, en los avatares de la odisea: “El tempo es un sol enorme. / La llama, premio y castigo” (Días de verano). Que, además, nos confiesa, no siempre avanza: “De nuevo el combate: / en defensa propia, la huida” (Balcón del vértigo). Y es el cuerpo porque el viaje es sobre todo una experiencia amorosa: “Lo real es porque el corazón así lo late” (Zona franca); “Sumergido: / encajado a tu boca / por los labios” (Náutica fina). En este sentido, el viaje de la vida tiene un destino (“La vida que fue ya nos pasó. / Ahora la luz. Aquí contigo”, A estas horas) que es un desafío definitivo: “Surge de la vida y de la muerte, / pero la muerte no cuenta” (Cabotaje).

Lírica y liturgia incluye poemas en los que el oficio, ya sea de poete, de profesor (Qué tristeza / las aulas en verano /… / una tristeza /enjaulada hasta septiembre”; “Es el aire la escuela más capaz”, Armario);  de la vida (“Ha pasado el tiempo: / no hay distancia en nuestros cuerpos” (Adagio sangre cuando el crepúsculo; “Así es la vida en lo aparente. / Lo que empuja hacia afuera busca la verdad”, La gestación de los disfraces), es el protagonista. Puede ser entendido como una propuesta poética: “Con el hambre adelantado, / un porvenir, una extinción / de luz en demasía” (Hueso); “Por amor y por desbordamiento, / honra la poesía” (Dulces temblor en los frutales); “La voz ingobernable del poema. / Aproximación al destello / de una luz definitiva” (De una luz definitiva). Una manera de entender la poesía que busca la mirada y luego destila sobriamente las palabras que encierren el misterio: “Al otro lado del mundo / camina un hombre. / Su ruina parece mi zancada, / y en sus ojos, / veo clavada mi astilla” (La nieve del amor). Además de palabra en el tiempo, puede ser un fogonazo (“No es la palabra. / Son sus deslumbramientos / la luz que guía”, Monumental de fe) y es medicina: “Renacer la sanación: / la cura en el centro / en los paisajes de la piel” (Medicina natural). O, dicho de otro modo: “La ceniza es el final de la escritura” (Ritual de los deseos). La escritura es un proceso que culmina en lo que ha sido consumido y destruido.

Nicolás Corraliza nos entrega un poemario sólido, profundo y necesario. En tiempos de velocidad, ruido y banalidad, su palabra se ofrece como una pausa iluminada, una zona franca donde todavía es posible pensar, sentir y, sobre todo, resistir con belleza. El mar que nos salva es un acto de fe en el lenguaje, en su poder para devolvernos a lo esencial: “Palabra por palabra, / una nobleza nueva para construir / otro mar en forma y fondo” (Dulce temblor en los frutales). Una obra para releer, para escuchar en voz baja, para dejar que nos salve, aunque sea por un instante.

domingo, 25 de mayo de 2025

Reseña de Amanda Sorokin: ‘De Revolutionibus’. BajAmar Editores. 2024

 De revolutionibus


De Revolutionibus es el segundo poemario publicado bajo el heterónimo de María Esteban Becedas en BajAmar. El primero fue Las alas de las polillas (2021) siguieron Los restos de la Fiesta (2022) y Dinosaurios de pelo rosa (2023), con prólogo de Luis Alberto de Cuenca. El título evoca el tratado fundacional de Copérnico y, como señala en el prólogo Miguel Ángel Hoyos, “No os dejéis intimidar por el latinajo, en este libro hay carne. Hay carne en el mejor sentido literario, o sea, hay verdad”. Efectivamente, este libro orbita sobre cuerpos, recuerdos, ciudades y deseos, y sus revoluciones son más íntimas que astronómicas. El yo lírico se presenta expuesto, contradictorio, profundamente humano. De Revolutionibus es símbolo de vulnerabilidad, deseo, y también de lucha: “Cuando vuelvo a ti / y soy diez años más virgen, / y te encuentro enterrando tesoros / casi tan lejanos / en tu provocación pirata” (Cuando vuelvo a ti).

Amanda Sorokin toma el camino de la sciencia nuova para hablar de lo cíclico de la existencia, del eterno retorno de los recuerdos: “Hay mañanas más lúgubres que cualquier noche /…/ Dios es el término creado / para convertir el mundo en algo abarcable” (Las mañanas de reyes). Es una puesta en cuestión del progreso y la ciencia: “Voy a intentar explicarte que la civilización no funciona. / Que algo en nosotros reclama el estado natural / y la ciudad es poco más / que una casa de espejos / en una feria cerrada / al final del verano” (St Nicholas Parla). Como este, no faltan los poemas de corte existencial. Esta crítica sutil, aunque afilada, muestra la capacidad para destilar filosofía en pocas líneas. En La cultura ofusca se vuelve aún más explícita: “Recuerda que la verdad no nace de la literatura, / ni los ladrones dicen «Arriba las manos»”. La poeta desconfía de los relatos prefabricados, ya vengan de la religión, el arte o la cultura popular. Sorokin construye su poética a partir de una fusión de imágenes urbanas, evocaciones personales y referencias culturales. El desencanto con la modernidad se enfoca en la imagen de la feria cerrada, tan evocadora como desoladora, encierra la idea de un progreso ilusorio, una modernidad agotada.

El cuerpo y su devenir están presentes en muchas de las piezas. En No fumes, Irene, el deseo y el desencanto se cruzan: “Me haces pensar, Irene, / en la corrupción de los cuerpos, / el relajo de las costumbres, / los imperios decadentes”. Aquí, el cuerpo no solo es biología, sino también metáfora de una civilización en crisis, de un mundo donde las estructuras simbólicas comienzan a deshacerse.

Gran conocedora del mundo de los cantautores, hay numerosos guiños que también inciden, por su juventud, con un retomar lo que ya no está de moda: “Llevo una rosa en la mano / y el pelo muy corto y la falda muy corta, / y llueve en todos los lugares de paso /…/ Esta rosa es la promesa de una metáfora válida. / La busco –ya siento el agua en los zapatos–. / La busco, y se me ocurre…” (Rosas en el mar, o en la lluvia); “Un posible delfín /…/ Y en la concha de Venus, / una canción protesta, / probablemente arrugada de recuerdos americanos” (Un posible delfín). O la literatura que se acerca a los fantasmas de la modernidad más inquietante: “Desperté / como en las peores fiebres de julio, / creyéndome muerta. / Luego recordé que el muerto eras tú” (Sueño Lovecraftiano).  De la misma forma que bordea la más ingenua de las resistencias literarias en El desastrito: “Fuiste mi primera rosa. / Luego intenté domesticarte, / cuando en verdad el zorro era yo /…/ Al final me saliste baobab / Y así, con la bobada, / me has reventado el planeta”. Hay, pues, también espacio para el humor ácido. El poema juega con referencias a Saint-Exupéry para hablar de una relación fallida, y lo hace con una ligereza que no es superficialidad, sino inteligencia emocional.

Otras referencias vienen del cine, concretamente de la Nouvelle vague, cuando Alicia sustituye a Zazie en el Metro de Louis Malle: “Ayer me quedé mirando / tu nuca mientras se aleja el metro. / Pensaba que ahora, probablemente, / eres lo más parecido a la verdad / que pueda encontrarme por la calle” (Alicia en el metro). El encuentro cotidiano se eleva a epifanía, y lo amoroso se redefine como una forma de acceso a lo real. Es una de las imágenes más potentes del libro. El amor —torpe, apasionado, ambiguo— es otro eje de esta constelación.

Son comunes las imágenes de la nostalgia: “Hace sol triste de final de la tarde / y hoy eres menos que el nombre de la rosa” (Mi lista de contactos);  “No esperaba verte en una playa. / No era este un escenario para los dos. Y sin embargo, aquí está /…/ Y así, en la roca, te has hecho sirena posmoderna” (Ángeles en la roca). La primera persona es la voz que habla, aunque no necesariamente tenga que basarse en una autobiografía real o fingida: “Era la edad de ya no ser niños / y jugar en secreto, todavía” (Instituto II). El cuestionamiento de la madurez comienza a aparecer en poemas como Maleficio, cargados de ironía: “Que tus ídolos de infancia se vuelvan ridículos a tus ojos /…/ Que las fiestas empiecen sin ti, terminen sin ti / y no tengas el poder de estropearlas”. No es tanto una cuestión personal, es casi un paradigma generacional: “Son jóvenes, dicen, y casi siempre guapos /…/ A ellos no se les ha escapado el segmento vital que a mí me falta” (Fantasmagoría).

Lo autobiográfico no se limita a la nostalgia. La autora sabe mirar hacia atrás sin romantizar el pasado. En Instituto I se lee: “Será que hemos crecido algo, / Por eso sabemos ahora / que ni son frágiles los trajes de papel / ni triste, o tan triste el recuerdo / de unos zapatos feos sobre estos mismos adoquines”. La infancia y la adolescencia son revisadas sin condescendencia, como espacios de aprendizaje abrupto y belleza áspera: “Un día nos miraremos la infancia / y explicaremos por fin / qué hay en nuestros ojos cuando nos miramos /…/ Un día nos miraremos las infancias / y, de golpe lo entenderemos todo. / Entonces lo sabremos con tanta luz / que nadie podrá decir lo contrario: / Solo ese será el momento / de volver a encontrarme” (Un día nos miraremos las infancias).

De Revolutionibus juega con los contrastes, de la ciencia y sus fracasos (“No sé en qué momento te convertiste en una categoría abstracta / sobre la que construir”, Sinécdoque confusiva), de la historia y el presente (“Aunque siempre me gustó vivir al revés /…/ Cuando sea joven, / devoraré cerezas a dos manos”, Anacronismos), de lo personal a lo grupal (“Tú y la masa turística / y mi boca cerrada, / y la Historia del Mundo, que descansa dentro. / Ahí termina nuestro alcance vital. / Más allá, el infinito”), de la seriedad al humor (“Estate quieto, / que al final me has roto la tarde del viernes / y si me descuido, el suelo y los esquemas, / y me dejas sin nada que comer”, Monello). Funciona tanto a nivel conceptual como siendo una herramienta en cada poema: “Dos años sin vosotros, casi, / y a la vez, / dos años de ti que eras malo / y yo así quiero acompañarte. Deja de quererme, niñato” (Otra vez otoño); “Te sigo queriendo a lo bestia, // no pienses que te haya odiado ni siquiera por un rato” (Carmen Consoli). Igual vuelve el gesto hacia la infancia (“Duerme, Pirata, /…/ Lo que pase afuera ya no va contigo /…/ Ahora duerme, Pirata, / Despertarán mañana / y contigo se abrirán las latitudes. / Los soles mediterráneos, / los ilimitados mapas”, Nanas para un marinero insomne); que hacia la obstinada madurez: “Tú y yo compartimos un gesto involuntario / que ilustra nuestra terca sapiosexualidad /…/ En fin, que nos tocamos en público para pensar más rápido” (Sapiosexualidad).

En la última sección del libro, marcada por poemas como Epílogo o íncipit, se abre una puerta hacia la intimidad más descarnada, donde el regreso al hogar se convierte en acto de resistencia silenciosa: “Volver de verdad a la vida de casa, / en lo posible, / soltar la maleta, desmaquillarme, / poner la mesa, besar a mis padres. / Dormir y callar, / dejando una estela de humo”. Aquí la autora no cierra el libro con un punto final, sino con una especie de exhalación, una rendición sin derrota.

De Revolutionibus es una obra de madurez, que sabe moverse entre lo lírico, lo filosófico y lo cotidiano sin perder la voz propia. Amanda Sorokin demuestra que es posible habitar el lenguaje con ironía y con fe, a la vez; que la poesía puede seguir siendo un mapa para los que buscan el camino en medio del ruido. Como reza los versos de Aéropostale: “Somos nube, Aire, Deseo.  / Aviadores en Concordia, / en mapas dibujados en nuestra pared. / Lenguaje. Obstinado aprendizaje. // Nos hicimos pilotos porque no sabemos hablar / sin mordernos todas las lenguas”.

domingo, 18 de mayo de 2025

Reseña de José María Higuera: ‘Manzanas’. Elenvés. 2025.

 MANZANAS


José María Higuera compone en este libro, que ha merecido el XXXVII Premio de Poesía Joaquín Lobato Ciudad de Vélez Málaga, una cartografía del origen y del derrumbe de lo humano, encarnado en la figura de Lucy, fósil de Australopithecus afarensis. Lucy es el nombre que recibió un esqueleto de una hembra bastante completo encontrado en Olduvai, en la tierra de los Afar, por el equipo del paleoantropólogo D. Johanson. En su momento fue considerado el primer antepasado del Hombre –ese fue el subtítulo del libro que escribió Johanson para narrar su azaroso descubrimiento aunque fuera una mujer–[1].El autor asocia a esta figura todas las connotaciones que asumió bíblicamente Eva, la primera caída simbolizada en la manzana. Este es un poemario reflexivo y ontológico y está organizado como un mecanismo donde cada pieza pulsa al ritmo de una misma intuición: la de la caída como condición de conocimiento y belleza.

Manzanas gira en torno a las perplejidades de Lucy, sus emociones y sus paradojas son también las nuestras. Desde la anónima manzana que abre el libro hasta la manzana de Newton que aparece en el poema final, todo el texto se apoya en la idea de la caída constante y sus múltiples referencias culturales, científicas y personales: la propia Lucy, Eva y el pecado original, la gravedad, el descenso inevitable hacia la muerte o el peso físico y moral de los objetos. La primera parte se titula ¿Qué buscaba Lucy? José María Higuera entreteje lo material, lo observado y lo vivido con el lugar que los humanos ocupamos en el cosmos, a través de un lenguaje de contrastes, metáforas de asombro y rupturas de significado abiertas a la interpretación, a través de un objeto tan cotidiano y polisémico como una manzana: “Qué simple / y qué redonda esta manzana /…/ Y, sin embargo, eterna, / su esfera tan precisa permanece / por siempre en la memoria de la boca” (La manzana). La manzana, símbolo tanto de pecado como de epifanía científica, aquí se convierte en una forma de sabiduría: no la que se impone, sino la que cae despacio, cuando uno ha aprendido a esperar. Esa misma manzana regresa en La manzana, donde se resalta su eternidad en lo sensorial.

Si la expulsión del paraíso fue la caída del hombre, la caída es lo que nos define: “Me quiero definir en lo que cae, / en lo que se resiste a ser estela, / en la sed, en el antes y el después / que existe en la tinaja / ¡Qué forma más exacta de saberse! / Ser la mujer de barro que gravita / dotando a la belleza de esqueleto” (Lo que en el barro gira). La mujer de barro que gira ofrece una síntesis perfecta de la poética de Higuera. La caída ya no es solo derrota, sino identidad. La belleza, para ser real, necesita esqueleto: necesita soporte, historia, incluso dolor. Y esa mujer de barro, como Lucy, cae no porque sea débil, sino porque está hecha para gravitar.

Y precisamente la caída de la manzana puede simbolizar la ciencia como punto de inspiración para Newton y su teoría de la gravitación: “Me entristece saber que lo sensato / dicta su condición de servidumbre /…/ Visito lo profundo, / libera de las piedras mi esqueleto /…/ si fuera necesario, / sembrar una locura” (Centro de gravedad). El poeta juega tanto con lo más mítico como con lo científico, convencionalmente frío (“Un número define lo perfecto / y nos ofrece en lo íntimo el arrullo / que dignifica al astro y la pupila”, Phi, el número áureo) o lo cotidiano (“Acaso lo que importe sea el cómo / del lento abrirse paso de un te quiero /…/ Entonces pasa, ocurre aquella luz. / Las manos de mi padre / aquella luz que nunca olvido”, Ibertrén), que es uno de sus momentos más conmovedores, cuando evoca un instante de luz en medio del recuerdo. Ciencia, antropología, marcas… son elementos menos poéticos usados sabiamente para incardinar en la actualidad los poemas y el mensaje. Aquí, la poesía deja de pensar para simplemente sostener un momento. No hay tesis, solo la luz y unas manos: el amor, como último refugio ante lo que cae.

El desconcierto y, sobre todo, la ignorancia son también nuestras señas de identidad: Lucy no conocía la gravedad. Tampoco que era un homínido. Ese es el título de la segunda sección. Como el eterno femenino, José María Higuera salta de lo particular a lo general, de la anécdota al mito, de lo abstracto a lo muy concreto: “Atenta a cada instante, esta mujer, / precisa en primaveras y en heridas, / anota cuánto tiempo emplea / y la distancia que recorren / hasta llegar al beso” (Cinco centímetros por segundo). Puede parecer que los poemas son filosóficos puesto que plantean grandes interrogantes, pero se amarran a la realidad cotidiana con una consistencia tan grande como la poesía social: “Todos los días no te vas de igual manera. / Hay mañanas en que te sorprende la rutina / y nada es ya lo mismo, ni lo parece. /…/ Te preguntas por las alcantarillas, / hacia dónde se irá cada despojo /…/ si existe algún lugar donde sentirse a salvo” (Agujeros negros). “Nunca fue tan sincera la belleza / que declara su voz desvanecida /…/ Nunca fue tan sincera la intemperie / tratando de mostrarse” (Señales). Aquí, la belleza no es un atributo ornamental, sino una entidad que se desvanece mientras habla, que se vuelve más sincera cuanto más precaria, más visible cuanto más se expone a la intemperie. Esta sinceridad quebrada marca el tono del libro: lo bello no se esconde, pero tampoco permanece.

Otra de las ramas en las que se bifurca el poemario, concretamente en la titulada  Se sabe que Lucy no tuvo hijos tiene que ver con la descendencia, la herencia y la evolución. En Sobras evolutivas, la voz poética asume una mirada científica cargada de angustia metafísica: “Me gustaría conocer, si existe, / la autopsia que descubre / dónde los versos, dónde los abrazos, / qué glándula permite los decesos /…/ Necesito saber / dónde se regenera un corazón, la víscera / que nunca sospechó que acaso sobra, / si es posible insistir en un futuro, / saber si es por siempre esta querencia / o solo mata por un tiempo razonable”. Aquí, el cuerpo se convierte en un mapa del dolor, y el amor en un fenómeno casi patológico. Hay una desesperación por conocer los mecanismos del afecto y la pérdida, como si se pudiera rastrear en los órganos la historia de un sentimiento. No se trata tanto de los fenómenos biológicos, es más bien una reflexión más amplia: “La ley del engranaje y del juguete roto / vertebra los espacios / y ensaya la humedad bajo su firma” (Jardines distópicos). Y a la vez, como decimos, más concreta: “La vida compartida con las cosas / pronuncia susurrando nuestro nombre” (Cosas). Asume la voz poética la herencia cultural y la científica hibridándose los términos, los vocablos, los enfoques como hacen, por ejemplo, Daniel Cotta Lobato, consiguiendo así una actualidad radical: “Mis ancestros rezando mientras tanto / y una parte de ti para mañana” (El árbol y la sangre).

La figura de Lucy actúa como símbolo fundacional. No solo es la homínida de la evolución biológica; también la mujer arquetípica, ignorante aún de su caída, del peso de la historia y de la gravedad que arrastrará sus descendientes. Lucy aún sigue cayendo sirve como título de la siguiente parte, como si su caída nunca se hubiera detenido, como si en cada mujer, en cada cuerpo, persistiera ese gesto de descenso primigenio. “Persiste ese tictac de aquel goteo / es la niña que fui” (Una gota de agua). El tono sombrío y lúcido de De espanto y hueso intensifica esta mirada: “Siempre toda derrota / es anterior a su pobreza / y permanece oculta a simple vista /…/ Quizás ya sea tiempo / de cosechar lo poco que nos quede /…/ que la soga que cuelga de la viga / no apriete más su nudo”. El poema no teme acercarse al abismo. La pobreza, la derrota, la soga: no son solo imágenes del suicidio, sino del despojo existencial, del límite donde ya no hay símbolos que sostengan el cuerpo. Y sin embargo, en la misma imagen se percibe una súplica mínima: aflojar el nudo, recoger “lo poco que nos quede”, persistir: “En lo cierto del pan y de las rosas, / el tacto de lo eterno, tan bien hecho, / se deja caer sobre ti. El origen / reclama lo que es suyo / y asienten con la vida, tan despacio” (Vértigo).

La relación entre lo humano y lo cósmico, entre la ciencia y el deseo, tiene en El manzano de Newton una de sus metáforas más logradas: “Hay que zarandear el árbol suavemente, / ayudar a que caiga la manzana / sobre nuestra cabeza y saber esperar / que se nos ocurre algo interesante, / ese conocimiento que, maduro, / nos valga para siempre. Lo eterno no es lo absoluto, sino lo íntimo. La memoria de la boca, más que la del cerebro, es la que conserva el eco del conocimiento: saborear es saber. La manzana sabe, de sabor y de saber: “Lucy pudo buscar una manzana. / Yo creo que buscaba una flor para el pelo”. Con Lucy como símbolo universal de la humanidad incipiente y vulnerable, y con un lenguaje que oscila entre lo científico, lo metafísico y lo profundamente emocional, José María Higuera construye una obra que no teme pensar el dolor, la caída y la belleza como parte de un mismo gesto vital. Este libro no responde a las preguntas fundamentales: las reabre, las sacude, y nos deja, como a Lucy, cayendo con conciencia.





 



[1] No deja de ser curioso que fuera bautizado por la canción que John Lennon compuso inspirado en un dibujo de su hijo, Lucy in the Sky with Diamons. El rock entró en la prehistoria con una sospechosa referencia al ácido lisérgico.