domingo, 4 de mayo de 2025

Reseña de Juan Peregrina: ‘El amor del clown’. BajAmar. 2024

 El amor del clown


Juan Peregrina (Granada, 1978) es poeta, narrador y ensayista. Ha publicado los poemarios A deshoras (2001), Soledad amante destino (2006) y Estigma y artificio (2014); y el en prosa poética Libro carmesí de las XXI cantatas sacrílegas (2014) y Brandewijn (2018). Su obra transita entre la confesión íntima y la exploración de los márgenes de la experiencia humana, con un estilo marcado por la intensidad lírica y la crudeza emocional, abundando en imágenes que buscan el corazón antes que la racionalidad.  La crítica ha destacado en su obra su capacidad para conjugar la tradición literaria —de Vallejo a Panero— con una mirada radicalmente moderna, profundamente humana y alérgica a cualquier forma de impostura. Emerge como un libro de intensa carga emocional, un mosaico de voces, homenajes y confesiones que articulan una visión descarnada de la existencia. Con un lenguaje de raíz lírica profunda y una estructura fragmentada en secciones temáticas (Mítico Silencio, Esta familia como otra cualquiera, Homenaje incompleto, Avíos del espectáculo, entre otras), Peregrina nos ofrece no un simple poemario, sino un verdadero descenso a los abismos del alma humana. Cada una de estas constelaciones temáticas despliega un mosaico de imágenes donde la traición, el olvido, el deseo y el dolor se intercalan en versos que fluctúan entre la desesperanza y una sutil nostalgia.

Desde los primeros versos, el autor marca un tono de crudeza y belleza trágica que se mantendrá a lo largo de toda la obra: “brota el castigo como surge el ímpetu / de la traición: devora / el cuchillo la herida” (Desierto I). Aquí se insinúa ya uno de los temas centrales: la herida como matriz de la vida y de la escritura. Lejos de ocultar las cicatrices, Peregrina las convierte en signo y sentido. En Mítico Silencio, la primera sección, el dolor es una fuerza viva que, paradójicamente, impulsa al poema. Como afirma en Desierto II: “Los anhelos esquilman el olvido” (Desierto II). Esta tensión entre anhelo y memoria, entre amor y pérdida, se manifiesta también en un agradecimiento ambiguo, casi desesperado: “por lo tanto, gracias, Wendy, gracias por dejarte extirpar indecorosas arterias de tu insobornable cuello para que nuestro clown pudiera insinuar nuestra historia. Gracias” (Fallen). Más que una memoria personal intransferible, para el poeta “somos producto del error, / unas cuantas historias que Paul Auster / robó a Calvino haciéndose pasar / por la mujer que quiere del pasado” (Una cierta esperanza en el futuro). Un juego de espejos e intertextualidad. El clown —figura central y símbolo de toda la obra— se configura así como un ser entre el dolor y la representación, entre la tragedia y el arte de sobrevivir a través de la máscara. En Esta familia como otra cualquiera, Peregrina explora el desarraigo personal, el desapego afectivo, siempre con versos donde la emoción late, a menudo de manera contenida pero violenta: “perdona diferente / a la cruz del olvido / y noches talegueras / con chupitos de lágrimas” (Personal I). O en el crudo aprendizaje de la soledad: “No me busco ni quiero ser buscado / dejadme aquel mal corazón de enebro. /…/ Pero aprendí a perder por el tiránico / fin de quedarme solo: no hay receta / mejor que desistir desde la cuna” (Personal III).

La sección Homenaje incompleto reúne poemas dedicados a figuras tutelares de la poesía: César Vallejo, Constantino Kavafis, Leopoldo María Panero, J.A. Valente. Cada texto capta la esencia de su homenajeado, sin caer en la imitación servil. Así, el tributo a Vallejo revela una ternura desesperada: “Entre estas cuatro estúpidas paredes / se encuentran mis preciados tres amores: / mi mujer, mis poemas y unas flores / que adornarán la muerte que me acecha” (Soledad y trance poético). Mientras que, en el caso de Panero, se subraya su incorruptibilidad: “contagia y pudrirse al ser clausura / de quien no se vendió ni el que cede / su alma a otra cosa que no sea el Arte” (En el sanatorio de las hojas que se hunden). De Kavafis nos quedamos con la herida de la belleza (“Mayor, me dejo hendir por escalpelo / tan húmedos que mi interior vileza / se disuelve a su tacto entre mis heces”, (contemplación de la belleza); y de Valente, la capital importancia de la palabra: “La palabra en los cónclaves perfectos / tu mano fiel y acariciante espera / del purpúreo silencio los latidos”, (De la palabra y su esencia).

Las secciones posteriores, como Avíos del espectáculo o en Orgías de antaño, alternan entre la reflexión amarga y la celebración efímera del cuerpo y del deseo. Está presente el oficio de poeta como un modelo de vida: “Una de las consecuencias del aprendizaje en cualquier aspecto de la vida es el no volver la vista atrás /…/ Pasa página a tanto perjuicio nos cicatriza” (Rima interna). En Declamación, Peregrina ofrece una visión de la poesía y de los marginados del mundo: “Hay también punkis del desconsuelo y manos que acarician las sonrisas de las niñas tristes y provocan carcajadas en el silencio y la incomprensión” (Declamación). La palabra metapoética no es sino un referente vital que se mira a sí mismo, como buscamos en el espectáculo del clown: “Anochece y me embarga el deseo de continuación, de amanecida” (Metáfora). A modo de contrapunto, vuelve en Poetas y otras especies a asumir otras voces como propias. Pueden ser nombres más desconocidos como Narzeo Antino (“Laberintos añoran los zagales / poníamos por las rosas y narcisos, / esas tardes de aroma que conciso / interrumpen la luz de los fanales”, Fiel amante de la búsqueda); universales como Cernuda (“Cerrar heridas para restañar el cuerpo. Educar en la historia para reconocer dolores: ser de España como del cielo que nunca veremos”, Español); y más cercanos como Antonio Carvajal (“Los musicales versos aprendices / de cíngaros acentos no aplaudidos / ni busca sol ni la lunar presencia”, Il Miglior  tabbro).

Y en Orgías de antaño, la sensualidad aparece filtrada por el tiempo y la nostalgia: “Apología del deseo en estado animal, / y de vez en cuando, un reproche de celos o amor deshojado por unos muslos prietos de cerveza y corales que trae la marea roja de la memoria”. El poeta va buscando elementos del paisaje para situar el deseo y la añoranza: “esa noche la luna se divierte / pues mis gruñidos van amaneciendo / dando gracias a mi inexperta suerte”. Todo un universo de referencias, de aventuras (“Descubrimos palabras pretendidos / con aquel joven de Bombay: / veía cómo su morena tez / embriagaba los ojos de mi amante”) o una hibridación en la que Bowie reescribe el Cantar de los cantares (“Libres somos gacelas por un día”). El impulso biológico, puro, se retuerce entre las exigencias de la vida humana: “Apología del deseo en estado animal, / y de vez en cuando, un reproche de celos o amor deshojado por unos muslos prietos de cerveza y corales que trae la marea roja de la memoria”. Amor, carnalidad (“labios atrapan lengua que perversa / busca entre la corriente el caramelo / y la luna prepara la batalla”) y trascendencia (“bajamos hacia el Hades muy deprisa, / un latido sin nombre nos conduce / hasta un mar elevado muerto y bello”). Es, en definitiva, una poesía exigente pero profundamente conmovedora en sus múltiples capas. Juan Peregrina destaca por su valentía para explorar las zonas más oscuras del ser humano sin perder el pulso poético.

En Junto al abismo, la voz poética ya no se disfraza: asume su derrota, su disolución inevitable: “Al igual que se disuelve / estas palabras que escribo, / se convierte nuestra historia / en ceniza en viento en frío” (Los volantes de tu estilo). A modo de balance o de confesión, el poeta declara que  “He llevado una vida disipada, / armónicos silencios que persiguen / enajenados huesos. Y prosigue / mis lechos, mis fobias y mi nada” (Mis lecturas, mis fobias y mi nada); “De alcohol y drogas y completo amante / si un talle me mantiene enamorado / y un amigo me auxilia de mi intento” (Poema para recitar entre humo y copas). El amor del clown se distingue por una apuesta mucho más oscura y visceral, Peregrina elige el abismo como escenario y la herida como materia prima: “–Nací entre dudas y por el balate / me olvidarán, incómodo accidente: / no tengo prisa por pedir perdón” (Despedida del clown). Su lenguaje es más arriesgado, su ritmo más fragmentario, su imaginario más perturbador, sin autocompasión: “Porque me dieron todo / sin merecerme nada” (El otro). No obstante, este carácter sombrío no implica ausencia de belleza. Peregrina logra destellos de lirismo puro, donde la esperanza se filtra como un hilo de luz entre las ruinas: “Mi fortificación, tu anatomía / precisa: haga tu vientre sin el cual / todo es confuso, amor, todo es confuso” (Otra geografía). El cierre de la obra reafirma esta aceptación serena del fracaso vital, pero también del triunfo íntimo de haber vivido fiel a uno mismo: “No me arrepiento, pensó el clown, del carnaval ni de la orgía. El maquillaje se funde en agua para muchos: otras lo llevamos de por vida” (El amor del clown). Una poética de la herida y la máscara, Peregrina convoca el vértigo y la crudeza. El amor del clown es un monstruo tangible, casi obsceno, que acompaña cada verso. Su imaginería es más sucia, más física, más extrema. Trabaja con una orfebrería verbal minuciosa. El amor del clown es un libro exigente, incómodo a veces, pero profundamente honesto. Es un testimonio de que la poesía aún puede ser un lugar para la confesión brutal y la belleza imperfecta. Juan Peregrina ha logrado en este volumen capturar el pulso de las heridas humanas sin complacencias ni imposturas.

domingo, 27 de abril de 2025

Reseña de Antonio Rivero Taravillo: ‘Un invierno en otoño’. BajAmar. 2025. XXV Premio de Poesía ‘Paul Beckett’

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Antonio Rivero Taravillo, poeta, traductor y ensayista sevillano, vuelve con el intenso Un invierno en otoño, obra galardonada con el XXV Premio de Poesía ‘Paul Beckett’ y publicada por la editorial BajAmar en 2025. El jurado destacó “el oficio y los logros estilísticos; su diálogo con la tradición hispánica y anglosajona; y la reflexión metafísica sobre la enfermedad”. Desde el primer verso, Riviero Taravillo nos introduce en un escenario introspectivo, donde la fragilidad humana más radical, el proceso de una enfermedad vivida en primera persona, se convierte en el centro de una meditación poética. “Con el miedo de un pájaro me adentro / en el proscenio de lo desconocido. / Mucho contra el pánico escénico / como un autor bisoño sobre tablas / que jamás ha pisado, / y en los que definitivamente querría / no haber estrenado jamás” escribe en Biopsia, marcando así el tono general del libro: una búsqueda de sentido en medio del desconcierto que provocan la enfermedad y el paso del tiempo. A lo largo del poemario, la voz lírica se enfrenta al cuerpo como territorio invadido: “Ahora habita / un extraño mi cuerpo. Se ha infiltrado / y ya no queda rastro de los límites. / Soy coto en el que caza ese furtivo” (Intenso), imagen que convierte la experiencia de lo físico en un espacio de tensión existencial. Otras imágenes cursan la visión paradójica de esta enfermedad: “El hambre es sanación. No doy alimento / al monstruo que quisiera devorarme” (Ayuno intermitente); “Este otro parásito que une / a la mía su suerte, sin embargo, / en un riesgo en mi tronco que me afecta / de raíces a copas” (Parásito); “He visto escapar de entre mis manos / aquello que un día acaricie” (Lines to confort himself).

Uno de los mayores logros de Un invierno en otoño es su capacidad para articular lo personal con lo universal. El yo poético no se limita a la autorreferencia, sino que se convierte en un espejo en el que muchos pueden verse reflejados. Esto se logra mediante una poesía contenida, precisa, y de alta elaboración estilística. El lenguaje de Taravillo es pulcro y sobrio, pero no por ello distante; al contrario, cada palabra parece escogida con el cuidado de quien está haciendo un inventario emocional de su vida: “Hay una intensidad en el peligro / que no alcanza la paz si esta no siente / el hálito del riesgo y la amenaza. / Cuidamos más la piedra quebradiza / en nuestras manos pobres / que el lingote macizo, indestructible” (Intensidad).

El poeta no rehúye la espiritualidad, pero no se entrega a ella de forma ingenua. En La fe de mis mayores, escribe: “Rezo ahora lo que rezaron ellos / y pido por la fe que me consuela” (La fe de mis mayores), mostrando una fe heredada, puesta a prueba por la experiencia, pero que aún ofrece consuelo. En esta línea, el poema Alijo de Dios brilla especialmente: “un alijo de Dios, de contrabando, / se cuela entre mis horas más desnudas. / Con clase destina fe viste las dudas”, donde la imagen de la divinidad se cuela como un susurro clandestino, una presencia apenas insinuada pero profundamente sentida. Otros poemas también reflexionan sobre la necesidad de trascendencia como en Adiós, afasia (“Vuelven las oraciones a los labios / como tanteos / de alguien que no hablaba desde que era joven”) o Quienes rezan por mí (“Quienes rezan por mi otorgan ánimo. / Al suplicar consigues lo que ruegan. / Venga lo demás por añadidura”). Es de tal manera que impregna todo el proceso: “Imágenes, sonidos, letras, todo / aquello que se vuelve letanía / y un salmo que canta: ‘Te queremos’” (Otras oraciones); “Son las pastillas / las cuentas de un rosario con que reza / mi vida por su vida” (Pastillas).

La perspectiva que da la enfermedad, como la da el paso del tiempo, es que la verdad desagradable asoma: “Jamás la vida es –será– tanto tesoros / como a tu lado” (Vendrán tiempos peores). La actitud de que el autor se propone es la de ir a lo esencial: “Dejo atrás lo superfluo, suelto lastre. / La privación también tiene su dádiva” (Lo superfluo); “Creía estar de vuelta, pero iba / camino de estas nuevas enseñanzas / que el tiempo se aprestaba a dedicarme” (Creía estar de vuelta). No todo es dolor o resignación. Hay una sabiduría que se va destilando a lo largo del libro, una aceptación progresiva: “Esta noche un avión despegará sin mí, / pero no importa” (En otras nubes); “Si pierdo peso, pero en experiencia. / De la cartera abierta de mí mismo / saco las piedras con que me construyo” (Algo sobre urbanismo y las catástrofes). Esta visión serena de la vida, incluso en medio de la adversidad, hace que el libro no caiga en el lamento, sino que se eleve como un canto de lucidez: “en el muy poco tiempo en el que vivo / y puedo hacer de mí lo que deseo /…/ en esos ratos, digo, entonces, fiel, / aún traduzco poemas. Los rehago” (Despojamiento).

La muerte, inevitable sombra en un libro que dialoga con la enfermedad, aparece en múltiples formas. A veces como una ausencia que se quiere llenar, como en Un reencuentro aplazado, dedicado a una madre fallecida por cáncer: “Lo que pudo haber sido un inminente / reencuentro tuyo y mío, / de tu cáncer de mama hace ya décadas /…/ También quiero abrazarte, pero espera, / te debo esta victoria: / sigo vivo por ti. Mientras yo viva, / tú no habrás muerto” (Un reencuentro aplazado). Otras veces, se presenta como una posibilidad lejana pero tangible, como en Nado: “Aún tengo que nada, y lo hago. Nado. / Muchas orillas quedan por delante”. Aquí, la resistencia vital se convierte en un acto poético de afirmación frente al fin.

El estilo de Rivero Taravillo recuerda por momentos a Ángel González, especialmente en su capacidad de condensar emociones intensas en versos aparentemente sencillos, como en El regalo de vivir: “Cada instante me cuesta una fortuna, / y aunque lo pago sin regatear / el precio me parece regalado”. Hay aquí una economía del lenguaje que, lejos de empobrecer la emoción, la concentra y la potencia. En Un invierno en otoño encontramos también un cierto tono celebratorio de la vida a pesar de todas las dificultades: “El año acaba, y yo sigo viviendo. / Aunque calderilla, cómo aprecio / este tesoro inigualable” (Aguinaldo). Especialmente en lo referente a los afectos: “Qué difícil es dar con la oportuna tecla / si de escribirte se trata un poema de amar” (Difícil) o el emocionante Penélope: “Te esperaré / –tuya será la larga travesía–, / besando tu recuerdo que me tumba, / en el Hades de sombra y de amnesia”.

En definitiva, este poemario se lee como quien escucha una confesión sin estridencias, con la calma de quien ha mirado a los ojos a sus propios miedos y ha decidido vivir con ellos. Es un testimonio de resistencia, de belleza discreta, de amor por la vida en las dificultades más radicales. Solo queda desearle lo mejor en su lucha mientras disfrutamos con estos versos tan intensos.

 

domingo, 20 de abril de 2025

Reseña de Juan José Castro Martín: ‘El Bosque Errante’. Reino de Cordelia. 2024

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Juan José Castro Martín, en El Bosque Errante, nos sumerge en un universo de resonancias poéticas donde el lenguaje se convierte en materia viva, un bosque en el que cada palabra es un vestigio de lo perdido y un eco de lo inefable, una búsqueda inextinguible del silencio humano. Galardonado con el IV Premio Internacional de Poesía San Juan de la Cruz y con el Premio Andalucía de la crítica, este poemario explora los límites entre el silencio y la palabra, entre el éxtasis y el llanto, en una búsqueda incesante de lo trascendente.

El aliento y el barro es la primera sección de este denso volumen que nos sitúa en la creación de Adán. La creación del Hombre es vista como una pérdida anterior a la propia pérdida del paraíso, es el abandono del silencio: “Alguien se adentra hasta lo más lejano / de su cuerpo / En sus pasos se aproximan los extendidos bosques del silencio”. Para Juan José Castro, el silencio es pureza, es la esencia: “Blancura del silencio. / En lo callado / la sonante fatiga de las cosas / es la rota canción del mundo”. Antes de la confusión de lenguas en Babel, la propia articulación humana es el estigma: “Cuando todo pronuncia / un idioma distinto y escindido /de la palpitación de lo viviente /…/ No existe la frontera / entre la piel y la intemperie”. Es la añoranza, “Anida entre sus vértebras / para hibernar el tiempo sin palabras”. El filósofo –y, en cierta forma, poeta– José Luis Pardo revindicaba el lenguaje como la propia animalidad humana justo lo opuesto al poeta  y en cierta forma filósofo, Juan José Castro. Tampoco debemos olvidar, y el poeta no lo hace, la sentencia heideggeriana que encuentra en el lenguaje la casa del ser. Una casa incardinada en el claro del bosque: “Por el bosque rastrea / el ciervo esquivo del lenguaje”.

La siguiente parte lleva el nombre de El éxtasis y el llanto y consiste en una serie de monólogos dramáticos a partir de diferentes personajes: Anna Ajmátova, J. Keats, G. Tarkl, G. Kolmar, Novalis, Rilke, Vladimir Holm, Hölderlin. Castro Martín dialoga con estas figuras explorando un lenguaje que se desgarra entre la memoria y el olvido. Su poética recuerda la música de Mahler en la manera en que el sonido y el silencio se intercalan, buscando un sentido que siempre se escapa. La amalgama de voces encuentra su unidad no tanto en lo temático literalmente, como en su raíz ontológica. Todas las voces muestran una filosofía del dolor, un exilio existencial y la palabra como trampa donde se filtra lo real. “Mi lucha es con lo ausente /…/ Mi casa es mi mazmorra” (La mano y el fuego, Anna Ajmátova) puede ser la cifra de todo este itinerario: el yo poético como un ser condenado a habitar lo que ya no está, lo que no le pertenece, lo que fue arrebatado. Lo ausente es más que lo perdido: es lo constitutivo, lo que organiza la subjetividad como una herida. En la voz de Rilke se dice: “No cruzas sobre el puente sino el eco que arrastra el río /…/ Has llegado a creer en lo terrible / como intervalo mudo entre dos sílabas” (Viaje hacia el silencio) y Celan extiende esta intuición hasta el extremo: el ser solo es en lo más expuesto, allí donde todo cede, donde no hay amparo: “Dichoso el que enmudece al arrojarse / como la piedra al fondo y allí pacta / ceder a lo profundo un cuerpo apenas suyo” (La estrella declinante, Celan). Conociendo la anécdota que da origen sabemos que la estrella es la de David, símbolo de su origen y motivo para la angustia. Kolmar, en su último tren, afirma: “Estaré preparado para hacerme sustancia en mi dolor. / Gravitaré en el humo. / En lo leve seré por fin mi nombre” (El último tren, Gerturd Kolmar), revelando que solo en el desprendimiento de toda carne —en el humo, en la sustancia del dolor— puede el yo encontrar su identidad. Esta poesía cavila no sobre el ser pleno, sino sobre un ser escindido, fragmentado, muchas veces reducido a una sombra de sí mismo. En Keats, ser es perecer en la belleza, afirmación que invierte toda metafísica clásica: ya no hay una identidad fija, sino un devenir que se disuelve en su propia fragilidad: “Lo que es distinto apenas de la luz y no me pertenece / que mi vida, un saber acaso nada sin su sombra /…/ Y constante que ser es perecer en la belleza” (Escritura en el agua, última carta). O, al recrear a Nelly Sachs: “Ser es estar siempre en lo más expuesto” (El destierro).

Lo bello, en esta poética, es inseparable de la muerte. Trakl lo dice: “Antes de que florezca / inmensamente sobre sus párpados la muerte, / romperá a brillar bajo ellas. Las estrellas, / se perderá mi canto como pájaro en la espesura / mientras se aleja puro del crepitar del mundo” (Despedida en Gródeck). En boca de Hölderlin se pregunta: “¿Qué permanece cuando del dolor viene el canto?” (Últimas palabras de Susette Gontard). La poesía no es bálsamo, sino eco del sufrimiento. Pero no cualquier sufrimiento: uno que transforma, que grava en la carne la memoria de lo perdido, que deja una marca imborrable en el ser: “la inacabable duda de ser hombre /…/ Sin otro paraíso que el recuerdo de la belleza // que hurtaron a la vida las palabras” (La raíz de la hondura, Novalis). La insuficiencia del ser se traduce en la imposibilidad de definirse a partir de los conceptos, de la palabra: “Quise permanece en lo celeste y solo / puse en marcha un itinerario vacío de palabras” (Un sendero azul, Else Lasker-Schüler). En esta otología del silencio: la palabra como ruina.

La corriente cautiva continúa el tránsito por estos lugares que se identifican con el puente (“¿Qué tiene de nosotros un lugar”, El puente, Bámberg) y la puerta (tür y brücke en alemán): “Estas piedras como la muerte saben quiénes somos”. La travesía no es sino el dolor: “Solo el dolor arranca al ser de la callada muerte”. Lo artificial –la piedra, el puente– es la contraposición con el bosque, lo natural y se identifica con el sufrimiento: “No se halla aquí la luz sino su herida, tal vez solo la cicatriz / del silencio hecho bosque /…/ Uno ya no lacera la soledad de la materia / ni tampoco su voz siembra cosechas de infortunio / tres sílabas de fuego pues sabe qué abandona cuanto huye: / permanecer es ser lo que olvidamos” (Vysherad).

En Las voces y el letargo asistimos al desafío de nombrar y dominar, que diría Goethe. Nuevos monólogos dramáticos en los que Nietzsche amenaza con su filosofía del martillo: “Vagabundas palabras fingen un mundo y labra el zarzal del instituto a dentelladas y destellos” (El martillo y el yunque), Heidegger se refugia en el lichtung: “La casa del ser sin muros ni ventanas abiertas está a la intemperie donde se borran las palabras dejando el clavo de su ausencia” (Rastro en el bosque). Y si Camus traduce la angustia (“¿Qué noche no nació bajo tus párpados?”, La roca de Sísifo), Moreau interpela al ángel: “El ángel viajero sobre el ruido de la ciudad que agoniza no conoce el llanto aunque pronto comprenda que solo lo que perece es bello” (El ángel viajero). La única voz que sale del ámbito centroeuropeo y anglosajón es la de Vicente Aleixandre: “Déjate invadir por lo otro: impuro de silencios y roto de ruido, podrás escuchar cómo la carne se escabulle agitando la oscura maleza de latidos al hacerse transparente” (Edén en la siesta).

Tiempo, memoria y ruina son elementos  conceptuales que describen la ontología humana: “El alma, esa parte silenciosa del bosque  (…) Ama, Dios, mi nada” (Dios de lo leve, Simone Weil). Aquí se condensa un pensamiento que recorre todo el poemario: el ser solo puede afirmarse desde su desaparición. Lo que fue, lo que no puede ya ser, constituye el verdadero territorio del hombre armado con la palabra. La palabra poética aquí no aspira a la eternidad, sino a rescatar lo fugaz, lo que arde y se extingue. “Todo se exilia al pronunciarlo (…) Frágil impulso de ser, morir es existir del todo en las palabras” (El último paseo, R. Walser) y con ello reformula la ontología: el ser no preexiste al lenguaje, sino que solo se consuma en él, como una última respiración antes del silencio.

El bosque errante no solo interroga el ser, sino que funda una ética: la de la vulnerabilidad radical. Habitar la intemperie, ser en lo más expuesto, encontrar en la herida el único lugar posible para la palabra. La poesía, entonces, no es expresión, sino exilio; no es respuesta, sino temblor. Late una desconfianza hacia este humano invento que dice Mercedes Márquez, los ángeles fríos de Sylvia Plath y una nostalgia del mundo anterior, el del bosque, que nunca está en silencio, pero que carece de la capacidad de mentir. No hay signos en el bosque, no hay engaño: “Se hace el hálito bosque en el silencio, / será materia frágil / en el sonido errante”.

Frente a la violencia del mundo, frente al crepitar de lo que se desmorona, la poesía aquí es un intento —frágil, desesperado, luminoso— de permanecer en lo que huye. Como dice uno de los versos, “permanecer es ser lo que olvidamos” (Vysherad). Y así, en esta travesía por lo leve, lo errante, lo apenas audible, el poema se convierte en ruina viva: memoria de una luz que solo queda como cicatriz: “Las palabras abdican / en lo invisible de las cosas /…/ siguiendo vas un eco: / un sonido feroz es siempre la respuesta”. Más que la palabra articulada, “Vivimos entre el éxtasis y el llanto”. O, dicho de otra forma: “Atrás el ruido, delante el silencio, / excava en tu dolor un cuerpo”. Versos como "En el áspero bosque del idioma, vestigio y laberinto, se oculta el fabuloso animal del silencio" evidencian una exploración metapoética, donde la escritura se enfrenta a su propia imposibilidad. Solo queda de verdad el sufrimiento: “Echado en un extenso escuchar, eres huésped / del mundo o de su herida”; “No menguan la niñez / ni la muerte. He nacido mi cadáver / para el fulgor gastado de una estrella // Alucinado estrépito de sílabas, / no sé qué nombre dar a lo lejano”.

La última sección, El temblor y el barro, funciona como una recapitulación. Se retoman los temas del dolor. No es psicologismo, sino ontología: el hombre es “temblor y barro” y es desde ese temblor que puede hablar, aunque sea para decir que las palabras solo abren más el silencio:   “De este dolor ser temblor y barro / resta la cicatriz que las palabras / en el letargo de las cosas abren, / como un silencio que poblara el bosque. /…/ Por el silencio viene el hombre y funda / en huellas de quietud bosques errantes”. Más que un simple poemario, Juan José Castro emprende una travesía hacia la intemperie del lenguaje, donde la poesía deja de ser un arte de la belleza para devenir lugar de resistencia y desposesión. “El silencio fue el prodigio, / repentina y fugaz morada la palabra / busca el modo en que lo interior envuelve”, resume el poeta en los versos finales, y con ello se delata una verdad fundamental del corpus: el lenguaje es siempre posterior a la pérdida. No es creación, sino vestigio. Lo que decimos, lo que escribimos, no funda sino que recuerda. La poesía aquí no es floración, sino cicatriz: “No se halla aquí la luz sino su herida” (Escritura en el agua, última carta). El bosque, recurrente en la sección El bosque errante, se convierte en imagen de este lenguaje errático, denso, donde lo que habita es un “fabuloso animal del silencio”. Esta metapoética no es celebración del lenguaje, sino confrontación con su imposibilidad. La voz “Pero la voz se astilla cuando suena / arrancando el silencio de las cosas /…/ ¿No es la desmayada de música de las cosas / a lo que clamas mundo?”. La obra se articula en una tensión constante entre la luz y la sombra, el ser y su ausencia. Como en las sinfonías de Gustav Mahler, la grandiosidad convive con lo íntimo, y la contemplación de la naturaleza se erige en metáfora de la interioridad humana. El poeta nos lleva a un territorio donde la existencia es fragilidad y fulgor, donde la niñez y la muerte son estados inalterables del alma y donde la aspiración es al silencio del bosque lleno de sonidos y armonía. Un canto errante.

 

domingo, 6 de abril de 2025

Reseña de Cuadernos de Humo Cuarenta y Cuatro: ‘E poi la nave appare’. Dónde está el fuego 16. Brooklyn. 2025

Puede ser una ilustración de ‎plano y ‎texto que dice "‎EPOI LA NAVE APPARE AP. CARLOS AL.CORTA SUSANA BENET ויוו LOBIS ISMAEL CABEZAS MARÍA DOMÍNGUEZ DEL CASTILLO- SANTIAGO GALÁN JAVIER GALLEGO- TERESA GARBÍ JAVIER GILABERT ISABEL MARINA MERCEDES MÁRQUEZ BERNAL- FULGENCIO MAHTÍNEZ CARI,OS MEDRANO- MARÍA JESÚS MINGOT- JOSÉ LUIS מיו CÉSAR RODRIGUEZ DE SEPULA EDA MARÍA SANZ TEO SERNA JUAN JOST VÉLEZ OTERO MIGUEL VEYRAT VALERIO MAGRELLIy y MARCELA FILIPPI PI Ti T. 6epμe? CUADERNOS DE HuMO CUARENTA CLADERSOSDEHUNOWARENTAYATRO Y CUATRO‎"‎‎

Un verso de Madama Buterfly titula este excepcional número de los Cuadernos de Humo que Hilario Barrero, Carlos Medrano, Jesús Nariño, Alfredo J. Ramos y Luis Suárez Palomo elaboran con  meticulosidad artesanal. El dibujo de la portada pertenece a Teo Serna y Susana Benet colabora con un dibujo interior.

La nómina de poetas comienza con Miguel Veyrat (“Sobre mí asentada, entre su cuerpo vislumbro / Una niebla espesa que trasciende, allá / Lejos, en arco iris que ya aguarda mi deseo”); María Sanz (“No hallo la manera de escribirte / a través de los pájaros en vuelo / sirviéndome de hojas mensajeras / o con las raudas nubes de la tarde”); Carlos Alcorta (“… En la oscuridad, / lince sin vista, soy el único testigo / de un mundo que parece encapuchado. / Lo que yo no veo solo yo lo veo”); María Jesús Mignot (Dejamos de ser baldía orilla para convertirnos en río. / Fluyendo somos vida y memoria. / Para encontrarnos, nos perdemos”); Juan José Vélez Otero (“Te pareces cada vez más al muerto con quien vives, / estás solo y despoblado, te vas quedando muy huérfano, / estás solo de remate, solo como el calendario / de la pared de tu infancia, como un náufrago perdido”); Carlos Medrano (“Las lágrimas descienden cada noche / al aroma de un patio en el que vagan / la imagen de dos almas y un silencio / capaz de resonar bajo la tierra”); Teresa Garbí (“Hace trece mil años / una mujer y un niño caminaban / sobre el barro. // Perduran sus huellas fosilizadas. // No todo acaba / si unos pasos bajo la lluvia / permanecen”); César Rodríguez de Sepúlveda (“Si ya todo es amor, si ya has volado / en el aire perfecto de la entrega, / si la herida es el bálsamo, si entraste / –oh, noche amable– es las más hondas grutas /…/ qué renuncia terrible regresar a este mundo”); Ismael Cabezas (“y ahora desnuda su cuerpo en habitaciones que se alquilan / por horas en moteles de Brooklyn que se llaman Sunshine, / y Brian la observa detenidamente en la televisión por cable / y piensa que sus pezones son del color de las flores / que aparecían en los poemas de Eliot que leyó en el instituto”); Isabel Marina (“No importa tanto / que lo que digo sea mentira o verdad, / sino la oportunidad de escribir, / de labrar ese surco, / que nos acerca al cielo”); Santiago Galán Álvarez (“Cuando el instrumento responde / a la fricción transmitida / de cuerpo a arco a cuerda, / habla por ventriloquia del joven el lenguaje / que nos hizo rozar con el ideal de nuestros dioses”); Fulgencio Martínez (“Sus almas se dieron la mano / para huir de la violencia / de su mundo, / de cualquier mundo”).

Tras su viñeta, Susana Benet (“Y, de pronto, el destello / violento de una flor / se eleva ante mis ojos, / a punto de caer / inerte en el abismo”) y un poema inédito de José Luis Parra (“Nadie puede negarlo. / El nuestro ha sido un siglo / más siglo que los otros siglos”); Javier Gilabert (“Me seduce la idea / de ser también ceniza al aire en esa playa, / pero un escalofrío me impide decidirme. // La muerte puede ori tras las paredes”); Mercedes Márquez Bernal (“Qué hacer con estos pájaros / para que queden en mi jardín / con sus alegres trinos, / y, después de sus peregrinos vuelos, / pernocten de vez en cuando en casa”);  un servidor; María Domínguez del Castillo (“Qué estético estornino está estirando / aliteradamente su alta ala, / garridico y gallardo, garra y gala, / contoneando un canto desde cuándo”); y Pepi Bobis (“El tiempo, ese extraño que a todos nos resulta conocido, sigue maltratando a las ovejas que dan sueño /…/ Es ese grano de arena impura que se aloja dentro de nosotros y nos deja caer, una y otra vez, ante el látigo insumiso”).

Cierra el volumen una selección de nueve poemas de Valerio Magrelli en traducción de Marcela Filippi Plaza: “Las escrituras en los baños públicos / me cuentan el dolor / del joven que escribe, / solo, en los baños públicos /…/ Una vez, yo también escribí, / sólo, en los baños públicos / confiando el dolor / a los peores insultos” (En los baños públicos); “La pluma no debería dejar jamás / la mano de quien escribe. /…/ Es una rama del pensamiento / y da sus frutos: / ofrece amparo y sombra” (La pluma no debería dejar jamás); “Triste traducir, / mirar a un texto pasado / más que al futuro del texto” (Triste traducir); “Se introduce a veces en el pensamiento / como en el pensamiento / como en el agua, un reflejo / que lo atraviesa y mide el fondo. /…/ La mente vuelve entonces a cerrarse / en el esfuerzo vertical y profundo / de la herida y del vórtice” (Se introduce a veces en el pensamiento); “Según esta elemental alquimia / verdaderamente el pensamiento se vuelve sustancia / como una piedra o un brazo” (Es especialmente en el llanto); “… Hay un amor / en el dolo, una malicia / en la renuencia que empuja / las cosas, las indóciles, hacia atrás” (Si es apenas suficiente).

Este número de Dónde está el fuego se revela como una celebración delicada y fervorosa del quehacer poético. Ofrenda y teje una sinfonía de versos como si fueran parte de un mismo cuerpo lírico. Su tono es reverencial, casi litúrgico, sugiere una devoción tanto por la palabra como por la comunidad que la sostiene. La revista no sólo rinde homenaje a la poesía traducida, subraya el poder universal del lenguaje poético para tocar lo más íntimo. Este nuevo ejemplar es, ante todo, un inventario apasionado, un momento celebratorio que ha reunido bajo atenta mirada Hilario Barrero.