lunes, 7 de agosto de 2017

¿El ocaso de los Estados nación?



En las películas de acción, para salvar al protagonista puede estallar un edificio o un camión puede provocar decenas de muertos en un accidente multitudinario en una autopista. No sentimos ningún remordimiento, la identificación con el protagonista, o con su hijo al que pretende salvar, son mucho más importantes que la masa de transeúntes anónimos. Salvando las distancias, los Estados se comportan así con los individuos. Hay algunos a los que sí presta atención mientras se sacrifican el resto. En el fondo clasifican a las personas con unos argumentos parecidos, los hay que importan y los hay sacrificables.
Son comportamientos que tenemos muy asumidos. Vemos más o menos natural que los prohombres, que cargos de gran entidad, e incluso de mediana importancia consigan que la casa invite, que las prótesis se regalen precisamente a los pocos que pueden pagarlas. Una división hasta cierto punto estamental de la población. Los privilegiados y los no privilegiados. Los sin nombre. Porque, “usted no sabe con quién está hablando”.
Se habla mucho de que los Estados nación están en decadencia, se repite que son demasiado grandes para solucionar los problemas pequeños y demasiado pequeños para solucionar los grandes. Son los argumentos para justificar la aparición de un Estado mínimo, dejando a la iniciativa privada cualquier cosa que pueda ser susceptible de convertirse en un negocio.
Se repite como un mantra peo, en cambio, vemos cómo los Estados sí que obedecen a las grandes corporaciones, son capaces de presionar a otros Estados para que cambien legislaciones o invadir siempre que se necesite ampliar negocios. Sí que tienen una utilidad real.
En no pocas ocasiones comprobamos cómo se organizan coaliciones y guerras, rondas de la Organización Mundial del Comercio para salvaguardar los intereses de ciertas grandes corporaciones. Estas son trasnacionales y consiguen fondos de inversores multitud de países, sin embargo, son los Estados los que intervienen diplomáticamente para ayudar a estos gigantes. Y si la diplomacia no funciona, todavía está disponible continuarla por otros medios.
Dentro de las propias fronteras también obedecen a los que tienen apellidos. Las grandes empresas que proporcionan puestos de trabajo son las que se benefician de las rebajas fiscales. Las legales y las que bordean la legalidad. Son las administraciones regidas en demasiadas ocasiones por quienes no sufren las consecuencias de sus decisiones. Alcaldes que prohíben tender en las terrazas a la calle porque no son conscientes de que para muchos es la única solución, que no pueden permitirse una secadora. Regidores más preocupados de que sus municipios parezcan inmaculados decorados turísticos que por los ciudadanos que sufren las consecuencias de los visitantes a escala masiva.
Sin embargo, cuando los menos favorecidos quieren que los Estados los defiendan, aparecen todas las sombras del totalitarismo, la xenofobia, el populismo. Mal que nos pese, los aparatos estatales son el último bastión entre las grandes empresas y su arbitrariedad y la justicia. Y eso que hay que consentir una clara identificación social entre los grandes gestores públicos y los privados. Aun así, es lo único que queda.
Si los ciudadanos se manifiestan pidiendo que el gobierno actúe y recorte los excesos de las empresas, salta inmediatamente la alarma. Eso es el comunismo, el peor totalitarismo del siglo XX. Se enarbola la bandera de la libertad para justificar el estatus quo. Hay libertades y libertades. Es una barbaridad obligar a los empresarios, por ejemplo, a respetar unos horarios o un convenio colectivo mientras que es asumible que a los trabajadores de esas empresas afectadas vean reducidas sus condiciones laborales, su salario o tengan que aceptar un despido selectivo.
¿Qué sería de estos grandes hombres si los poderes del Estado no estuvieran ahí para salvarles el pellejo? Pues a pesar de todo, continúan criticándolo y quejándose, desagradecidos cuando tienen que pagar los impuestos, someterse a una inspección o tomar medidas para no empeorar demasiado el medio ambiente. Ya lo decía Dickens, las fábricas parecen de cristal, cualquiera de estos avatares puede quebrarlas.
Son los principales críticos del Estado, algunos se hacen llamar anarcocapitalistas, muerte al Estado, viva el capital. Alimentan el resentimiento contra la administración, manipulan los discursos para que las masas les apoyen en su cruzada contra los impuestos. El ejemplo más llamativo es la campaña contra el impuesto de sucesiones, llena de manipulación y de desvergüenza.
Sin embargo, tendrían que aceptar que las leyes están pensadas para no perjudicarlas, que se ceban con los que no pueden pagarse un buen equipo de abogados y asesores. Los castigos que les afectan tiene mejor pronóstico que la saña con la que se puede condenar un robo en un supermercado.
Fijémonos en el caso de Cataluña, todos estos políticos que auguran el final de los Estados nación, que abogan por un estado mínimo, recurren al espíritu de la nación para oponerse a la autodeterminación de una región. Se les llena la boca de España como solo lo hacen cuando la selección de fútbol gana un mundial. Celebran los triunfos deportivos y la bandera cuando son capaces de justificar tratados comerciales que dejan la soberanía nacional obsoleta. De la soberanía nacional sólo se acuerdan para justificar la inconstitucionalidad del referéndum del primero de octubre.
Como en las películas de acción, los protagonistas tienen justificado cualquier atropello.


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