Cuando era adolescente estaban de moda unos posters con la
cara de Charlot y una frase muy motivadora: “Sé tú e intenta ser feliz, pero,
ante todo, sé tú”. Supongo que por aquellos entonces debía estar en la época de
formar la personalidad. Ahora creo que es todo un estereotipo establecer la
adolescencia como un momento de duda existencial y de fundación de una
personalidad que debe durar toda la vida. Como mucho empezamos a ser
conscientes de nuestra individualidad, precisamente imitando a los iguales, a
los ídolos, yendo a la moda… como todos.
Después he pensado que la frase
es una tremenda estupidez. ¿Qué otra cosa puede ser uno que uno mismo? Uno
puede fingir ser otra persona, puede empeñarse en cambiar y ser más abierto,
menos escandaloso, más romántico… pero siempre lo hará desde su propia
personalidad.
Sí, desde luego, esperamos la
autenticidad en nuestros cercanos, más que nada para poder fiarnos de nuestras
impresiones y no tener que desconfiar de cada palabra o cada gesto. Es más
cómodo. Por lo menos esperamos que los demás no sean falsos en nuestras
interacciones, y podemos permitirles, si acaso, que sean unos falsarios si no
nos afecta. Somos algo temerarios porque si alguien es falso en unas
situaciones, es bastante probable que lo sea con nosotros. De todas formas, su
mandato de “ser tú mismo” se mantendría en la falsedad y la bellaquería.
Cuando nos miramos ante el espejo
de la conciencia urge encontrar una definición básica en la que encajamos por
mucho que los avatares del día a día nos cambien el estado de ánimo. Ver cómo
somos, una estabilidad frente al destino. Y si es posible, que el espejo nos
devuelva una imagen íntegra, de la que sentirnos orgullosos.
Podemos suponer que la identidad
es única, personal e intransferible. Mucho me temo que no es así. El problema
no es que tengamos imitadores, o que nosotros mismos nos comportemos como el
sosia de algún pardillo. Las nuevas tecnologías ofrecen a los hackers la posibilidad, no tan remota,
de robarnos la identidad. Tan sencillo como copiar unas cuantas fotos y crear
un perfil duplicado en cualquier red social.
Lo curioso es cómo nos forjamos
la identidad. Hay quienes delinean una personalidad como quien diseña un avión
ultrasecreto. Van pregonando por ahí sus pensamientos, sus ocurrencias,
procurando parecer altivo, orgulloso, bastante malvado con los amigos, brutalmente
honesto y un poco mosca cojonera. Lo hacen de tal forma que incitan a pensar lo
contrario, que son buenos chicos bajo una fachada de malas personas. Así lo
dejan caer. Pero para que le demos la vuelta y desechemos esta segunda lectura
y al final volvamos a la primera precisión: seres resentidos, malvados y
preocupados por su ego, más inteligentes que nadie, puntualizando a todos,
mirando por encima del hombro a cualquier interlocutor. Otros son tan
radicales, tan reacios a llevar la corriente que acaban siguiendo la corriente
porque son outsiders de los propios outsiders.
La mayoría, sin embargo, nos
conformamos con ir sacando un retrato a pequeños trazos. Nos definimos por
nuestras pequeñas manías, con las pequeñas rutinas, con los gustos en detalles,
por anécdotas ínfimas que conforman un retrato amable a la conciencia. Lo
suficiente para poder contestar cuando se nos pregunta cómo somos. Pues,
alguien sencillo, que disfruta tomando café en el desayuno viendo la televisión;
o una persona muy trabajadora, que es capaz de llevarse todo el día en el curro
y llegar a casa para terminar de preparar la jornada siguiente, sacar el perro,
almacenar tuppers en la nevera para
toda la semana…. Y con estos pequeños trazos, impresionistas, pero nada
impresionantes, nos conformamos. En sentido literal, nos damos forma.
Pequeños detalles son también los
que ofrecen a los demás la oportunidad para definirte. Con dos anécdotas la
etiqueta está servida: irascible, simpático, complicado, empollón… Y ya sabemos
cuán susceptibles somos a la mirada del otro. Padres, amigos, educadores
blanden etiquetas como marcas de ganaderías. Verdaderas máquinas de
clasificación dignas del Foucault más paranoico. No todos sufren la influencia
de la misma manera, ni tan clara, ni tan constante. No todos somos permeables
en la misma medida a las etiquetas que nos otorgan los otros. Pero ahí están
para teñir nuestra visión de la identidad.
Las épocas de cambio, las crisis
de personalidad, curiosamente, aparecen cuando esas pequeñas manías, esas
conductas intrascendentes se truncan. Porque llega la jubilación y ya no puede
uno ser el que siempre llega cinco minutos antes al trabajo. Porque cambia de
ciudad y no puede pasear por la alameda los domingos, porque conoce a alguien o
la pierde y se alteran los abrazos…
Poco sentido le veo a buscarnos a
nosotros mismos, un trabajo infructuoso a no ser que lo que nos defina sea
precisamente ser una persona buscadora. Entonces no hay remedio. Estarás en
continua indefinición como definición propia.
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