domingo, 22 de octubre de 2017

La decepción y el desengaño



Esto de los idiomas tiene mucho de azaroso y de poético. Bucear en las expresiones proporciona las pistas, ovillos de hilo para ir saltando de concepto en concepto como si de la unión de todos pudiéramos sacar algo en claro de la verdadera naturaleza de las cosas. Estos ejercicios mentales, que adquieren categoría en manos de un filósofo, suelen llevarnos a cierta decepción cuando nos percatamos de que esas conexiones son más fonéticas que reales y que, por contra, a la gente le dan igual esas cuestiones.

Precisamente la palabra decepción tiene un falso amigo en el inglés. Aquello que fonéticamente emparentamos significa, realmente, engaño. Lo que no deja de ser interesante lo que de engaño tiene la decepción. Decepción propiamente sería disappointment, que nos suena a haber perdido el punto, fallar en la puntada. Es la decepción un sentimiento que conjuga el choque de bruces con la realidad cuando estábamos ilusionados en algo o en alguien, en un proyecto o en una persona. Muchas veces la culpa es nuestra, porque nos hemos labrado una imagen idealizada, con el filtro belleza, de ese lugar paradisíaco, de ese joven tan apuesto, de ese grupo tan prometedor en sus primeros discos… Nos habíamos engañado a nosotros mismos, nos habíamos querido engañar. Luego llega la triste realidad –la realidad siempre es triste o dura–, las sombras sobre las personas y la lluvia sobre los paraísos, la ramplona cotidianeidad. Un disgusto en el alma que dirigimos al sujeto de nuestra decepción.

Nos empeñamos entonces en probar que realmente ha cambiado en el último momento, que las lealtades que admirábamos eran falsa fachada, que había un insano empeño en mantenernos ilusionados con cantos de sirena. Partidos que sólo buscaban rentabilizar votos, amigos que estaban sólo por el interés, películas comerciales, amores de verano… Todos tenían ánimo dolente, intención de hacer daño. Podemos entonces quitarnos la venda y comprobar que en ese momento de traición se demuestra la máscara que siempre tuvo, que en esa debilidad estaba la falta de amor, que en esas palabras duras no había sino la verdadera realidad, la esencia de alguien malvado que se había creado una pantalla secreta que enviaba una imagen exquisitamente perfecta, pero hueca.

 Tan grande puede llegar a ser que devolvemos el dolor convertido en rencor y cicatrices. La primera víctima siempre es el amor.

Es un juego de autoseducciones y autoengaños del que salimos con la piel muy fina, escarmentados para la próxima relación… O no y nos convencemos de que fue un desliz, que hemos sido nosotros que teníamos el listón demasiado alto, que esas cosas pasan y no hay que darles mayor importancia. Con algo de precaución volvemos a estar ilusionados. Así hay quienes permanecen toda su vida en una montaña rusa de entusiasmos y tragedias, tropezando una y otra vez con las mismas fantasmagorías.

Pocas veces, sin embargo, nos miramos como seres decepcionantes. Y es posible que nos hayamos decepcionado propiamente en múltiples ocasiones. Solemos tender a perdonarnos, a ver como excepciones sin importancia en la imagen idealizada que nos gusta tener en el espejo. Sí, es cierto, nosotros podemos ser la decepción para otras personas. Y no sólo para esos padres que nunca están satisfechos con los logros de sus hijos porque aspiraban a la realización vicaria, a través de sus vástagos. Quizás el ser consciente de que nuestros pequeños gestos o nuestros importantes actos, nuestras erradas decisiones puedan provocar la caída del velo y la desilusión en los demás. Sin condenarnos a los trabajos forzados de estar cumpliendo las expectativas de los demás, seamos conscientes de que si sabemos que hemos tenido razones para ello, que no hemos sido responsables más que en parte de la imagen idealizada que otros quieran ver en nosotros, el mismo proceso puede haber sufrido el otro. El que esté libre de desilusiones que tire la primera piedra.

Necesitamos esas mentiras para vivir, esos placeres del engaño. Por eso nos advertía Mark Twain que a la gente no le disgusta estar engañada, sino saber que estaba engañada. Y por eso la segunda víctima suele ser el mensajero. El real, ese amigo fiel que nos pone sobre la pista, o el metafórico. Somos capaces de enfadarnos con nuestros ojos por descorrer el velo de la duda, maldecimos el momento en el que volvimos temprano a casa o emprendimos el viaje de nuestra vida.

Ficciones para vivir en unas ficciones, creer en la magia y en los Reyes Magos, confiar en el destino que nos tiene preparados un final de cuento, sueños dentro de un sueño… Peligrosas ficciones que entusiasman a bandadas de banderas, paraísos terrenales con derecho de admisión y peaje, burbujas de intimidad rellenas de aire tóxico… Bienvenidos los desengaños de esas ficciones si no nos dejan caer en la depresión en el cinismo. Recibir la fresca brisa de la realidad nos despeja, ayuda a despertar la conciencia y a tomar los caminos sabiendo de sus pedregosas inconveniencias.

El nuestro es un mundo de imágenes, de máscaras, de dobleces, de trampantojos. La duda no nos puede llevar a una habitación sombría, al calor de una pequeña estufa, pensando sobre nosotros mismos y temiendo la tormenta que espera acechante afuera. No podemos cerrar las ventanas, la puerta del patinillo y mirar con suspicacia las manchas de la piedra pensando que son señales de brujería. Debemos dejar entrar el aire frío de la noche, sentir, de vez en cuando, cómo sopla el viento helado sobre las mejillas, incluso como las manos se quedan frías en la nieve. Porque también está el olor a recién llovido, y los gritos pueden ser cantos, y las palabras, bendiciones.

Si sabemos mirar el desengaño como quien quita el polvo de un viejo mapa en el que se confunden las líneas con las motas, sufriremos decepciones como vacunas que nos librarán de males mayores. Si nos complacemos en la maldad de un mundo de apariencias, iremos destilando veneno directamente a nuestras venas y seremos incapaces de ver la bondad del mundo. No sólo será el daño de la herida del mal, sino la condena a no ver los amaneceres tras las tormentas.




Quizás así nos libremos de tener el espíritu revenío. Mientras tanto, voy a mudarme a la Huerta del Desengaño, que, por cierto, está en Sanlúcar de Barrameda.

1 comentario:

  1. Decepción, me encanta tu punto de vista....nos decepcionamos a nosotros mismos , erramos en lo básico

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