Vivimos tiempos convulsos, especialmente en España. Parece contradictorio que estos primeros años del siglo XXI demuestren tan poco lo que se llamó el fin de la historia. Se decía, un poco a la ligera y con claro gozo, que después de la caída del muro de Berlín y el final de la distopía comunista, existía un consenso claro en cuanto a los horizontes políticos -democracia liberal- y económicos -globalización y liberalismo-. Frente a esas voces se alzó lo que Manuel Castells acertó a denominar el poder de la identidad. Ya no parecían consistentes las voces de la izquierda tradicional y la famosa tercera vía de Blair no era más que una máscara de las políticas neoliberales. No cabía más disenso político que el relativo a lo que no costara dinero a las arcas públicas. Las grandes decisiones estaban ya tomadas, si no por los grandes poderes económicos, lo estaban por esa fe descreída en que el mundo no iba a mejorar sustancialmente.
Otra fuente de controversia la marcó el funesto choque de civilizaciones, eficaz leitmotiv de la derecha conservadora para justificar un estado constante de alerta frente al diferente, el incapaz de asumir los presupuestos de la verdadera democracia. Los intolerantes musulmanes, los indolentes subsaharianos, los presuntos delincuentes latinoamericanos, el taimado oriental habían más que demostrado su incapacidad genética para la democracia y el libre mercado. Dos visiones de la vida y el destino imposibles de conjugar. Si no les plantábamos cara acabarían con nuestra civilización y los derechos tan duramente conseguidos. Bajo este presupuesto dejaron de estar de moda los estudios culturales, se criticó ferozmente el pensamiento posmoderno en aras de dejar claro que hay verdades que no dependen del observador, que hay cosas que son así porque lo son. Se empezaron a hacer públicas las críticas a la tolerancia, a poner de manifiesto los innegables riesgos del respeto entre culturas, a comprobar los efectos nefastos de permitir que cada cual siguiera con sus tradiciones o reivindicara sus banderas. De poco sirvieron las advertencias de antropólogos y los filósofos frente al absolutismo tiránico de la Razón y el progreso. En lugar de hacernos más cautos con las proclamaciones tajantes de la Verdad, hemos acabado por dinamitar esa sana precaución que debimos aprender de los maestros de la sospecha.
Desde las posiciones progresistas se critica la tolerancia hacia la ablación, se advierten los peligros del nacionalismo o se asume que el relativismo cultural es el mayor de los totalitarismos. El inefable Žižek, en el más puro estilo derridiano, demuestra que la tolerancia es la mayor de las intolerancias. El respeto a otras culturas, a otras sensibilidades ha terminado siendo la censura y la dictadura de lo políticamente correcto. Así, cualquier comentario zafio, ofensivo, prejuicioso y perpetuador de los estereotipos de género o de etnia aparece como la máxima defensa de la libertad de expresión.
Si la defensa del medio ambiente gozaba de buena aceptación por parte del sentimiento popular (todos hemos llorado con la muerte de la madre de Bambi), de repente, a medida que van consiguiendo mayor número de votos, aparecen como desquiciados enemigos del progreso, absurdos monomaníacos de los cultivos sin pesticidas y obcecados retrógrados. Y eso da para justificar la etiqueta de energía limpia a la nuclear.
El famoso amor libre de los sesenta, que al final no era sino una monogamia sucesiva, ha devenido en una lucha feroz en el mercado del capital sexual. Si pudo ser una manera de oponerse a la tiranía de lo económico, la independización de la esfera sexual no ha conseguido contagiar de afectividad las relaciones humanas que tradicionalmente se basaban en un cálculo de interés (como en las novelas de Jane Austen). Al contrario, ha sido la esfera sexual la que se comporta con los mismos parámetros que una inversión financiera. Costes y beneficios, asunción de mínimos riesgos, deslocalización y precariedad.
Los tiempos han cambiado, eso es innegable, y no porque todo lo que fue sólido se haya desvanecido en el aire. Más bien parece que ese aire está enrarecido y contaminado. Hemos construido burbujas de aire artificial, surtido siempre de los mismos vientos. La globalización ha conseguido que nos enroquemos en nuestro castillo y nuestro terruño, la proliferación de medios de comunicación y redes sociales, paradójicamente, nos ha encerrado aún más en nuestra torre de marfil ideológica. Tertulias en la que nadie dialoga, todos se insultan y desprecian. Elementos liberadores han demarcado fronteras infranqueables de dualidades trágicas: ni eres de nosotros, eres un enemigo. Las constantes acusaciones de fascismo entre las facciones en el caso catalán son un triste ejemplo, las atrocidades de la guerra de Siria, un holocausto.
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