domingo, 23 de febrero de 2020

La fuerza del humor


He leído en el último volumen de los diarios de AT que el humor es de derechas. Igual tiene razón. Es un lugar común decir que el humor tiene un potencial revolucionario. Se le otorga un poder muy serio, tanto por parte de detractores o de defensores. Las polémicas de los llamados ofendiditos se basan en la suposición de que las palabras tienen la capacidad de hacer daño, o, como poco, la de perpetuar los estereotipos. Es también un lugar común durante los carnavales resaltar la capacidad de crítica hacia el poder. Esto, además, con el recurso a la autoridad de Mijail Bajtin. Según las tesis del teórico ruso en La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento (1941), la cultura popular del carnaval es un enfrentamiento contra la visión del poder sobre la realidad. El bufón era, según se dice, el único que podía enfrentarse al Rey con la crudeza de la verdad.
                El caso es que tanto el carnaval como el bufón eran tolerados por el poder. Eso debería darnos una pista de la función social de la burla. El carnaval es la ritualización de la sátira y la crítica. Durante unos días concretos se permite bajar a los poderosos de sus pedestales y ser incluso crueles con ellos. Durante las fiestas de santa Águeda en muchos lugares se produce la transgresión y las mujeres se hacen con el mando. Durante un tiempo muy determinado y con normas y maneras muy específicas.
                Si el humor es tolerado es porque se hace bajo unas condiciones muy delimitadas. Quizás, se me ocurre, que esta forma de entenderlo es una estructura mayormente conservadora. Se permite la transgresión para que la norma permanezca, como decía Bataille del erotismo. El humor del carnaval no es la revolución, no viene a cambiar la autoridad, ni siquiera a cuestionarla, sino a hacer un simulacro de revolución para que el resto del tiempo las cosas continúen igual. Numerosos casos, como el de Teófila alcaldesa de Cádiz, que acumulaba innumerables críticas todos los años y continuaba en el poder con los votos de los gaditanos, muchos de los cuales, seguramente, habrían coreado con gusto los versos que la castigaban. Hace algunos años me contaba un compañero que había intentado contratar a una chirigota muy combativa para un acto reivindicativo pero se negaron porque decían que no era el lugar, que no querían polémicas.
                Me da la impresión de que los debates sobre los límites del humor tienen que ver con una sobredimensión de los poderes del humor en el debate político y social. Hay un antiguo refrán que dice que cuando el sabio señala al cielo, solo el tonto mira al dedo. Y es eso, creo, lo que sucede en este debate. Comenzamos a ensimismarnos con el dedo, con las fuerzas que lo dirigen, con el supuesto poder que maneja, mientras olvidamos que lo importante es a quién señala. El humor puede ser de signo conservador si sigue criticando a quienes están marginados o excluidos. Un chiste de gangosos no es solo políticamente incorrecto, es soez y humillante. Un chiste sobre la virgen puede ser políticamente incorrecto porque puede herir la sensibilidad de los creyentes, puede ser soez pero contiene un elemento de crítica social hacia un grupo, la Iglesia, que demuestra su poder aun hoy en la sociedad cada vez más laica.
                Quienes defienden que el humor es revolucionario sacan a colación los empeños de los dictadores por prohibirlo. Como Franco eliminando el carnaval, que quizás tuviera tanto que ver con la imposibilidad de crítica como con la peligrosidad de tener a miles de personas disfrazadas. Es posible también que poniendo la libertad de expresión tan limitada, situar el campo de lucha en el humor distraiga del verdadero objetivo, cuestionar una dictadura con argumentos serios.  Sin embargo nos sentimos muy comprometidos cuando leemos chistes críticos, cuando vemos caricaturas de los poderosos y las compartimos y hacemos ver cuán equivocados están todos los gerifaltes y cuánto sufrimiento están haciendo. Un poco como hacíamos con los cantautores-protesta.
                También nos sentimos superiores cuando vemos los me-río-porque-es-verdad (concepto que intento poner el en tapete). Son los humoristas o monologuistas que consiguen arrancar la carcajada simplemente repitiendo los estereotipos que todos conocemos, haciendo explícito lo que todos sabemos. El típico cantamañanas que defiende las bondades del campo, el poeta que no hace versos sino sentimientos, o la madre que encuentra las cosas que no vemos y están delante de nuestras narices. Los blancos de la crítica son ellos, los otros y un poco también cada uno de nosotros y por eso nos reímos. Pero poca capacidad de cambiar el mundo.
                Esta es una lección que han aprendido bien los populistas de ultraderecha, comenzando por Donald Trump. Por cada comentario sarcástico que se hiciera por parte de un cómico demócrata unos cientos de votos caían en su cesta. Uno de los millonarios más descarados de los USA conseguía no solo la aprobación, sino la identificación de millones de americanos que no escapaban de la pobreza ni con trabajos a jornada completa. La llamada basura blanca, que se ha sentido diana de las críticas de la izquierda progre que ha ido asumiendo los postulados anticolonialistas y antirracistas y divulgado un mensaje que aparece como anti-blanco, anti-varones, antiamericano en suma. Esta es la estrategia de Abascal y compañía. En una política gamberra en la que caben cualquier tipo de declaraciones por muy aberrantes o falsas que sean. Provocan la burla de Wyoming y de muchos memes, que no hacen sino campaña a su favor. De ser un grupo marginal a suponer el apoyo para el gobierno de varias Comunidades Autónomas.
                El humor no tiene la capacidad de derrocar gobiernos, ni de acabar con dictaduras, ni siquiera con hacer que seamos conscientes de las injusticias. A lo sumo, el humor puede bajar del pedestal a gente muy soberbia y pomposa, señalando, como el niño del cuento, que el emperador está desnudo. Pero, como recordaba Andersen, el emperador siguió andando como si no hubiera escuchado al niño y los demás súbditos siguieron fingiendo ver lo que no estaba. Todo queda como estaba.
                Además, ¿a alguien más no se le escapa que la mirada humorística pero entrañable sobre personajes como el inefable Torrente, del que parecen no distinguir la caricatura de la admiración; Mauricio Colmenero, el despreciable racista y clasista de Aída; o el deplorable Antonio Recio Matamoros de La que se avecina han participado de un blanqueamiento de la figura del xenófobo y racista? Son personajes detestables y aun así, adorables, con mucho tirón mediático, una caricatura que hace menos terribles sus palabras.
                Aun así hay límites, como la polémica de la chirigota Aquí estamos de paso, en la que se ironizaba con los llamados capillitas. El director de la chirigota ha sufrido las represalias y lo han expulsado de su cofradía donde estaba de costalero. Quizás no sepan que el mayor desprecio es no hacer aprecio, o que quieren que siga constando quién manda en realidad, tanto en el cielo como en la Tierra.

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