Aprovecho para ponerme pedante en
el título para reflexionar de manera informal sobre una intuición que estoy
teniendo estos días. A menudo me pregunto qué es lo que hace que personas más o
menos sensatas se posicionen de manera muy drástica ante causas que, en
principio, son loables y seguro que cuentan con su aprobación. Sospecho que
tiene que ver con el rostro que esa causa loable tiene. Quizás se entienda
mejor con un ejemplo. En cuestiones de igualdad entre hombres y mujeres no creo
que nadie sensato pueda decir que esté en contra. Pueden matizar que si los
hombres son hombres y las mujeres, mujeres, que tienen cualidades distintas, y
aun así, deben tener los mismos derechos y obligaciones. Ahora bien, en el
momento en el que asoma el rótulo “feminismo”, la actitud cambia. A más de uno
y una, más de dos y de tres se les tuerce el gesto porque se les aparece el
rostro de alguna “loca feminazi”, de esas que odian a los hombres y no se
afeitan los sobacos.
Lo
mismo sucede, por ejemplo, con lo relacionado con el dictador o con cualquier
tema espinoso en estas dos Españas que están helando los corazones, cielito
lindo. Quizás sea sano ponerse en el lugar de esos personajes
incomprensiblemente empecinados en lanzar exabruptos contra las feministas, o
los socialcomunistas, o los progres, o los perroflautas. Si uno mantiene los
nervios y les deja que se expliquen seguro que tienen muchos argumentos contra
Podemos, contra Cristina Fallarás o contra el que sea porque las feministas
veganas protegían a las gallinas de las violaciones de los gallos. El problema,
claro está, en que utilizan la posición, a veces, ridícula, de alguno de los
defensores del planeta, de los inmigrantes o del Estado del Bienestar para
arrasar con todas las ideas.
Eliminemos,
por ahora, los argumentos ad hominem,
esa especie de asco interior que criamos ante ciertas personas que no podemos
tragar de ninguna manera. Esa respuesta inmediata que nos pone en contra de
cualquier cosa que defienda, aunque sea la tabla de multiplicar. Lo que
encontraremos será una serie de lugares comunes en la defensa de unas ideas que
se parecen demasiado a un prejuicio enfrentados esos lugares comunes a
aberraciones del contrincante. ¿Qué ha sucedido? Simplemente, que escogen la
excepción como símbolo. Si una feminista en Toronto ha defendido la castración
química de los perros en los parques (es algo lejanamente posible, pero es
inventado), estas personas tomaran las declaraciones como la quintaesencia del
feminismo y el animalismo. Y no lo podremos bajar del burro sin acabar en una
espiral de argumentos absurdos y de justificaciones de lo injustificable.
Probemos otro enfoque.
Pongamos
otro ejemplo. Las teorías sobre la comida sana. Si pudiéramos hacer una lista
de las recomendaciones de los “expertos” sobre cuál sería la dieta adecuada,
además de caer en la cuenta de que “dieta mediterránea” es un paraguas
enormemente gigantesco que admite prácticamente de todo, veríamos que hay
algunos consejos más o menos razonables en origen, pero que se convierten en
despropósitos en manos de comunicadores de televisión matinal, influencers y youtubers, vecinas y cuñados. Lo mismo vale para los consejos
médicos. Seguro que todos han escuchado a un doctor que tal o cual cosa es
imprescindible para llevar una vida sana, pero de lo que se dijo en consulta a
lo que realmente queda hay, a veces, un largo trecho.
La
experiencia con otros seres humanos me ha enseñado que difícilmente somos
capaces de emitir sin ambigüedades un mensaje. Y que, ley de Murphy mediante,
se entenderá de la manera más absurda posible. Pondría la mano en el fuego por
la certeza de que me he inventado más de un consejo sobre salud o dieta
creyendo haber entendido lo que un especialista dijo. Por eso, en parte, es
difícil montar los muebles de Ikea, es muy difícil seguir las indicaciones de
dirección en una ciudad que no conoces, o atinar con el comando en el Word que
te han dicho en el curro. Las malinterpretaciones no intencionadas son un ruido
de fondo en la comunicación en el mejor de los casos. Pero, cuando se suman a
los intereses ideológicos, la situación se hace más peliaguda.
Quizás
no tenga importancia que muchos se echen la siesta añorando Galicia porque les
entre la morriña, en lugar de la modorra. Quizás muchos católicos de antaño se
confundieran con la fiesta de la Inmaculada Concepción de María. Quizás muchos
nos liemos con la fecha de consumo preferente y con los productos para
diabéticos. Todos esos errores ofrecen la evidencia de que no siempre
comprendemos lo que queremos. Debemos ser conscientes de que ese mismo problema
se nos muestra cuando confrontamos ideas.
Por
eso es importante que vayamos a las fuentes, no nos conformemos con las
barbaridades que nos ofrezca alguien que represente la postura contraria. No
importa que tal concejal de Vox diga con los perros abandonados, lo fundamental
es comprobar cómo es el ideario de la formación. Es posible que no cumplan lo
que prometen, pero siempre es significativo comprobar lo que prometen. La
coherencia interna de su discurso, para luego, es también decisivo, comprobar
que la ideología inspira sus actos. Y, por supuesto, seguir aquello de por sus
obras los conoceréis.
Bien
lo comprendieron los comunistas, que tomando el testigo de la Congregación para
la Doctrina de la Fe, analizaban microscópicamente todas las declaraciones de
sus miembros detectando cualquier debilidad pequeñoburguesa, denunciando las
desviaciones de la doctrina que se convierte en sagrada para ser perpetuada. Esos
peligros debemos detectarlos antes, podemos graduar las distintas ideologías en
función de los objetivos que prometen y el peligro que entrañan. Eso para
empezar a criticar. Si nos parece bien que hombres y mujeres sigan perpetuando
sus roles o si hay que mejorar las condiciones materiales de unos y otras para
que el reparto de tareas, deberes y ocupaciones sea más justo. Si es preferible
cuidar el medio ambiente con las consecuencias y compromisos que ello implica o
si debemos dejar que las cosas sigan su curso e intentar mantener nuestros
modos de vida. Si avanzar hacia una sociedad en la que cada persona se quede en
el lugar donde nació y se prohíban las migraciones o si debemos gestionar la
pobreza y defender la integridad de los que viajan a través de las fronteras de
manera ilegal.
Intentar,
por supuesto, obrar de buena fe y detectar las malinterpretaciones de la propia
doctrina por parte de los que, con buena intención, acaban diciendo
incoherencias o armando polémicas en las que es más fácil detectar quiénes
quieren estar en contra que aclarar cuáles son nuestros objetivos. Debemos ser
conscientes de que quizás no todos los que defienden una ideología la saben
defender bien. Quizás digan cosas que sean contrarias a su doctrina, como el
concejal del PP que defendía que el gobierno debía regular aspectos de la
libertad de empresa. Y muchas veces no porque sean malos políticos, sino porque
no siempre acertamos con nuestras frases y ofrecemos al contrincante un hombre
de paja al que atacar sin demasiada inteligencia, con excesiva facilidad.
El
problema es, como siempre, la buena fe. Procurar ver en el otro una persona que
obra con buena intención y no como un desalmado que procura arruinar el planeta
y a todos los que lo integran. Sus razones tendrán y no deja de ser probable
que no las haya expresado con la claridad precisa. Todos lo hacemos. Yo mismo
llevo más de mil doscientas palabras y todavía no tengo claro si he dicho lo
que quería decir.
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