martes, 21 de julio de 2020

Ascensión y caída del biopoder (y III)


El reverso tenebroso está surgiendo de la propia comunidad. Los comportamientos disciplinarios que se ejercen desde los propios sujetos encaramados a sus balcones, insultando o gritando a quienes, por una razón plausible o por otra, atraviesan la calle. Se pide mayor contundencia y la policía de los balcones ejerce su poder de turba y linchamiento. Si el Estado quería que nos controlásemos nosotros mismos, salpican las calles pequeños conatos fascistas con el beneplácito de los medios de comunicación que también dedican su tiempo específico a descalificar a los “desalmados” que aún se niegan al confinamiento.
Quizás los desarrollos teóricos de Roberto Esposito puedan aportar algún tipo de claridad en estas aporías de la inmunidad de la comunidad. Este pensador italiano plantea una reinterpretación de la etimología de la comunidad, la gemeinschaft, para los filósofos y sociólogos germanos y para gran parte de la escuela francesa clásica de sociología, venía a representar la esencia común, la identidad común a la que se pertenece. No se entiende el sujeto sino como parte de una comunidad que lo sitúa y le da sentido. Esposito prefiere entenderla como el ser mismo de la relación, de la misma forma que Bruno Latour defendía repensar lo social no como algo dado, sino como el conjunto de conexiones. En esta reversión de los significados, la communitas implicaría la compartición de un munus, término que implica tanto un don como una obligación. El compartir supone, en primer lugar la obligación de donar-se, es decir, la pérdida de la identidad propia.
El término espejo sería, para Esposito, la inmunidad. La inmunización es una técnica de protección de la vida mediante la exposición a aquello que lo niega. Pequeñas dosis de lo que, en dosis mayores llevaría a la muerte. Conecta inevitablemente con la manera en que Derrida leía la farmacia, el pharmakon, a la vez veneno y antídoto. La connotación ontológica y política de la inmunidad es el reverso de la comunidad. La inmunización busca, si no se puede prevenir el contagio, al menos, estar preparado para superarlo. La inmunización pone de relieve la tendencia a evitar la vida en común, esa obligación común, tan necesaria para la modernidad tras la revolución demográfica. Esposito pretende, de este modo, superar la dicotomía de la biopolítica foucaltiana de forma que se incluya los aspectos positivos y negativos del poder. El poder afirma la vida con lo que tiene de negación.
Si la communitas es aquello que liga a sus miembros en un empeño donativo del uno al otro, la immunitas, por el contrario, es aquello que libra de esta carga, que exonera de este peso. […]He aquí la contradicción que he intentado poner de relieve en mis trabajos: aquello que salvaguarda el cuerpo —individual, social, político— es también lo que al mismo tiempo impide su desarrollo. Y aquello que también, sobrepasando cierto umbral, amenaza con destruirlo. […] Si la inmunidad tiende a encerrar nuestra existencia en círculos, o recintos, no comunicados entre sí, la comunidad, más que ser un cerco mayor que el que los comprende, es el pasaje que, cortando las líneas del confín, vuelve a mezclar la experiencia humana liberándola de su obsesión por la seguridad. (Roberto Espósito)
Goza este paradigma de la seducción de las etimologías, sin embargo, presenta algunas aristas problemáticas. En primer lugar, porque la exposición a lo negativo es imprescindible para la inmunización. Nadie nace inmune, nos hacemos inmunes mediante la exposición al peligro que tiene el Otro. Aunque sea en pequeñas dosis.
Otra cuestión es la noción de inmunidad comunitaria, es decir, la protección de la comunidad entera tras un periodo de contagio masivo controlado, por ejemplo, mediante las vacunas. A partir de ese punto de no retorno, no es necesario escabullirse de lo común, puesto que es la comunidad en su devenir, la que está protegida ante ese peligro, ya sea de carácter vírico o de cualquier otra índole social. Las vacunas son un instrumento biopolítico de control social indiscutible pero permite el desarrollo de la comunidad sin el peligro.
La comunidad solo es posible en tiempos de amenaza violenta, dice Esposito, dando la razón a los teóricos de la creación de Estados, aprendiendo de Otto von Bismark que ratificó la unificación de Alemania gracias a la guerra franco-prusiana. La amenaza es, como sospechamos, siempre permanente, solo hay que identificarla para que se active el mecanismo del imaginario social. Pero también es cierto que la amenaza violenta puede destrozar los lazos comunitarios sembrando el miedo al prójimo, la desconfianza y la lucha por el control de los bienes esenciales. Los conatos de desórdenes se irán, probablemente intensificando a medida que el confinamiento y la paralización económica se extiendan y comiencen a notarse de forma más cruda las desigualdades sociales y las necesidades se hagan imperiosas. El fantasma del estado de Naturaleza fundador del Estado hobbesiano recorre no solo Europa. Sin embargo, aquel se fundaba en la respuesta ante la guerra de todos contra todos asumida como elemento primordial de las relaciones entre individuos. El Estado ofrecía seguridad a cambio de obediencia. En cambio, durante la pandemia el Estado no puede garantizar la seguridad ante el virus mediante la obediencia, por mucho que se esfuerce en prometerlo. Ahora el Estado confía en las inercias de los individuos frente a la paz social. Mediante la disciplina del biopoder aumenta su control, pero el ansia de protección queda frustrada. Como bien resume Juan Domingo Sánchez Estop: “Estado ya no produce paz ni seguridad, sino que vive de la renta que es capaz de extraer a la cooperación social”.
No deja de ser curioso el eslogan que utiliza el gobierno de España, el hashtag “este virus lo paramos unidos” encierra una contradicción, nunca mejor dicho. Para “vencer” al virus debemos permanecer aislados. La solidaridad como sociedad no viene, esta vez, del estar-juntos, como diría Maffesoli, sino de sentir-juntos pero cada uno en su hogar, separados por la llamada “distancia social” que evite la transmisión del coronavirus. Todos somos sospechosos, y como todos somos sospechosos de ser portadores, la solidaridad pasa por aislarnos. Respiraremos juntos, pero no la misma atmósfera. Los estados no solo de euforia, sino de afecto quedarán sometidos a una disciplina hierática de precaución y distancia. Tendremos que disciplinarnos con estas tecnologías, que, por primera vez en la historia, incluirán dispositivos digitales a los que no se puede engañar fácilmente, geolocalización y aplicaciones que pueden señalar a las autoridades si estamos donde debiéramos estar y con quienes debiéramos estar. El Corona-app es el instrumento que se está utilizando en Corea ya en esta pandemia. Aprendieron con el Sars-2 y en este caso han conseguido una respuesta mucho más efectiva, reduciendo el número de contagiados y de fallecidos. Podríamos decir que tuvieron un ensayo general para prevenir los planes ante la pandemia.
En la cuarta semana de confinamiento por el estado de alarma, el gobierno de España plantea la posibilidad del confinamiento aislado de quienes son enfermos asintomáticos en pabellones, hoteles o en hospitales. Esto supondría un paso más allá en el biopoder resituando el escenario en lugares ajenos. Una completa disposición de los cuerpos, que no solo incluirían los hechos (las cárceles), sino también los sentires y pensamientos (asilos mentales) sino incluso el no hacer o planear (aislamiento de asintomáticos). No puedo sino recordar al Marqués de Sade, quien, en una carta a Gaufridy, se preguntaba: "¿Debemos permitir que alguien castigue nuestros pensamientos? Sólo Dios, que es el único que los conoce de verdad, tiene tal derecho”. Lo que se está amenazando es con controlar no solo los pensamientos, también el no tener síntomas.
Según Foucault, las relaciones del poder con el cuerpo comienzan por el castigo corporal. En la sociedad de soberanía el Poder es capaz de provocar el sufrimiento físico hasta la muerte. A medida que fueron creciendo las sociedades tuvo forzosamente que pasar a un régimen de visibilidad en torno a una distribución de los cuerpos en el espacio, talleres, escuelas, manicomios y prisiones. Estos métodos son micro y garantizan una sujeción constante. El Panóptico es la utopía de esta territorialización de los cuerpos y las prácticas, control y clasificación a través del Saber, designando lo normal y lo patológico. En la segunda fase, el poder sobre la vida intensifica las capacidades de esta. El arte de gobernar pasa a ser el arte de procurar el bienestar de los pueblos, comenzando por la gestión de la mortalidad, aumentando la duración de la vida y el nivel de salud. El concepto de policía, mucho más totalizador e individualizante incluye el aspecto controlador (lo que antes se denominaba urbanidad) y un aspecto reconfortante, incluyendo limpieza higiene y salud. Los aparatos del estado obligan a garantizar la salud. Se medicaliza la sociedad. El dispositivo de sexualidad y del cuidado de sí son los ejemplos canónicos porque hace que los hombres se construyan a sí mismos. Así, el conocimiento objetivo que producen estas técnicas permite ejercer el gobierno sobre los hombres entre sí y con respecto a sí mismos. Es cuando el sujeto se crea, en todos los sentidos.
Lo fascinante del concepto foucaltiano de dispositivo es su heterogeneidad, ya que incluye discursos, incluidos los científicos y morales, las leyes e instituciones que deciden lo que se dice y lo que no. Actúa en red y está en continua variación, y puede, aplicarse de un modo y su contrario, la llamada “polivalencia táctica de los discursos”. Aunque se perpetúa en el tiempo, tiene una dimensión histórica, por mucho que sus componentes se sumerjan en distintos puntos del pasado, concurriendo como los materiales que se incorporan al río desde la corriente principal o sus afluentes. Esto no quiere decir que sean inmunes al acontecimiento, como las posteriores puntualizaciones de Deleuze ilustran. El dispositivo afecta, entre otros frentes, a la visibilidad o invisibilidad. En los medios se está mostrando una cara amable del confinamiento, resaltando la solidaridad, el humor y la resignación de la mayor parte de la población mientras que se demoniza a una minoría que se salta las normas. Un pequeño chivo expiatorio para que lavemos nuestras culpas mientras nos lavamos las manos. Con la mentalidad de una máquina de combate, se evitan noticias que puedan desmoralizar a la tropa, se demoniza a los derrotistas y se eligen las tragedias que se pueden mostrar en cámara. La reclusión/represión es también creadora. El encierro que está siendo una fuente de producción audiovisual, vídeos caseros, canciones, reflexiones, monólogos, conciertos en reclusión… Pueden llenar horas enteras de programación televisiva en los que se (re)crea la verdad del confinamiento privado. Sin embargo, en los medios de comunicación no se habla de los que dependen de las drogas ilegales, bien porque las consumen o porque es su pobre medio de vida, ni de quienes se dedican a la prostitución, ni otros problemas que se suceden durante la cuarentena. No se hace hincapié, como en otras catástrofes, en la sucesión de tragedias particulares. Ni las muertes, ni las quiebras económicas o emocionales, ni los sueños quebrados.
Si el hecho de ser interpelado, se conteste o no, ya es un signo de esclavitud, ¿cómo escapar? El silencio no es una opción puesto que se controlarán la temperatura y se utilizarán tests rápidos que harán hablar a los cuerpos con la biotecnología. Quizás, a pesar de los errores de cálculos de Agamben, nos estemos introduciendo cada vez más violentamente en una sociedad disciplinaria que está en vías de conseguir la pastoral panóptica.
Así han parecido entenderlo muchos sectores ultraconservadores, comenzando por las proclamas del presidente Trump a liberar Virginia, Michigan o Minnesota y acabando con las protestas de los Cayetanos en el barrio de Salamanca de Madrid. Todos estos movimientos venden la legitimidad basada en la libertad individual frente al poder del Estado. Entienden que el biopoder es la fuente del comunismo y prefieren una concepción darwinista de la sociedad en la que, por el bien de la comunidad, se han de sacrificar a los más débiles, seguros de que son ancianos o minorías. Precisamente parece que el covid19 se ceba en los barrios más pobres, aunque no se frena en ellos y se extiende por todo el país. Estados Unidos es, por ahora, el más afectado en número de contagiados y de víctimas, teniendo en cuenta, además, la distribución de su población que deja grandes vacíos demográficos en el medio oeste. El siguiente país, Brasil, también ha optado por una perversión de la respuesta a la pandemia. Sin embargo, en lugar de abanderar la libertad individual, Jail Bolsonario se suma al negacionismo, cesando o haciendo dimitir, a los responsables de salud. El Estado abandona, si alguna vez tuvo, la obligación de velar por la seguridad del ciudadano. Bolsonaro ejemplifica la negación discursiva del biopoder mientras que aprovecha la pandemia para reestructurar demográficamente el país. Trump y el resto de la alt-right oscilan entre el discurso negacionista y el libertario dando lugar a incongruencias cuyo único objetivo parece ser atacar a los gobiernos, como el de coalición PSOE-Unidas Podemos, tanto por su dejación de funciones como por el autoritarismo en la respuesta.
Habida cuenta de la cesión voluntaria de datos de todo tipo (preferencias, biomédicos, ideológicos, geolocalización) que cedemos a las aplicaciones tecnológicas no deja de ser algo alarmista, incluso ridículo, acusar a los Estados de pretender ser el Gran Hermano aprovechando el covid19. Sobre todo si prevemos el estado ruinoso en el que van a quedar las arcas públicas y grandes capas de la población sobre las que habrá que tener más atenciones que control de cuerpos, especialmente si se quieren evitar disturbios y caos.

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