domingo, 1 de mayo de 2022

Reseña de César Rodríguez de Sepúlveda: ‘Oscuro vuelo’. BajAmar. 2022

OSCURO VUELO | CESAR RODRIGUEZ DE SEPULVEDA | Casa del Libro


La irrupción del madrileño César Rodríguez de Sepúlveda con el portentoso Luz del instante (Omnipress, 2020) sorprendió por su tardanza en publicar y por su dominio exquisito de la técnica y su extensísimo acervo cultural. Al año siguiente llegó el no menos impresionante Noticia del asedio (Omnipress, 2021) y ahora nos congratulamos de que Oscuro vuelo cumpla con las expectativas depositadas en su poesía.

La mayor parte de los poemas de Oscuro vuelo tienen que ver con la traducción en poema de otras obras de arte, especialmente pinturas de los más variados estilos y épocas. Un auténtico tour de force de ecfráseis continuadas con las que nos sumergimos en un universo particular, de emociones contenidas y profunda carga filosófica: “que juega a dispersarse y a reunirse, / suma / de lo insignificante… /…/ laboriosa / escritura celeste /…/ ¿quién / la dispuso / sobre el azul exacto de los cielos? / ¿Para qué? ¿Para quién? ¿En los ojos / de qué dios misterioso / se cumplirá el designio de esta danza?” (Oscuro vuelo).

Mariposa de niebla es la traducción de Jardín seco, de Ferando Zóbel. Para esta obra, César Rodríguez de Sepúlveda se aprovecha de técnicas del modernismo para la abstracción: “Mariposa de niebla en la blanca llanura, / rúbrica del silencio, huella sutil, luz pálida”. Predicación consigue traducir la Composición con rojo, amarillo y azul, de Piet Mondrian: “Perfección y pureza. Poema ortogonal /… / Una ética en Mondrian estricta, rigurosa”, mientras que Derramarte hace lo propio con Jackson Pollock: “La hojarasca del sueño y su violencia”. La importancia del poeta no es solo un dominio prodigioso de las técnicas del verso, tanto métricas como estilísticas, sino su extraordinaria habilidad para hacer con palabras lo que esta pintado con color. Consigue penetrar en la psicología, no del autor, de la propia obra: “No se termina un cuadro: se abandona”. Puede utilizar estrofas como el haiku: “Sobre el papel, / luminoso, desnudo / y azul, tu cuerpo”; “Intimidad / transformada en celeste / caligrafía” “Lo cotidiano / se ha vuelto de repente / epifanía” Desnudo azul (G. O’Keeffe, Desnudo azul). O componer sonetos poblados de referencias a la alta cultura, Apolo y Marsis, Acteón. Luego se acomoda entre la gente de a pie para encandilarse con el cine: “Aquel que en la penumbra escucha y mira / la vida luminosa de los otros /…/ Aquel que elige de Platón las sombras /…/ Aquel que, herido por la luz del cine, / cura su herida ha de intentar en vano” (Vivir para ver).

Tiene el poeta la pasmosa habilidad de transformarse en un poeta barroco “En el mar infinitamente oscuro, / la vida se me acaba; no el anhelo / de ceñirte de nuevo entre mis brazos” (Muerte de Leandro). Recupera también una manera de hacer poesía que en los ochenta comenzaba a realizar Felipe Benítez Reyes: “Una rara nobleza, / el aura / de superioridad desconcertante / que a la hermosura añade la derrota” (Lucifer 4 a. m.) y que Pere Gimferrer o Luis Alberto de Cuenca tenían consolidada: “y un pastor, imprudente, escoge a la más bella” (Paisaje con el juicio de Paris) sobre el cuadro de Gilles van Coninxlo. Añade, sin embargo César Rodríguez de Sepúlveda una dosis de ironía que da la vuelta a la historia: “Y ante la flor y nata / de la caballería, / se aparta de la piedra, / suelta la espada el niño y renuncia a la  Historia” (Excalibur); “Yo no sé si soy alguien, si fui. Estáis dispersos / las hojas del relato. No descifro /…/ Nadie recordará tan insensata / retahíla/ de amores y batallas. // Fracasaste, Merlín. / Todo esto es olvido. Eres niebla. No existes” (Soliloquio en la niebla). Son estos poemas, de alguna manera, herederos de las propuestas del recientemente fallecido Robert Bly, de retomar el universo heroico, casi mítico.

No es, sin embargo, una propuesta vacía, dirigida a connoisseurs, defensores del arte por el arte. Para el poeta la dignidad de la vida se basa, en parte en el arte, los mitos, los libros de la infancia (“Para engañar al monstruo / adularlo, amansarlo con caricias. /…/ Para engañar… ¿Para engañar al monstruo? / ¿A quién has engañado, Sherezade?”, Para engañar al monstruo; “Por los secretos mares debajo de la piel / aún navega el Nautilus”, Nadie), el arte (“Con la luz entrará por la ventana, / cotidiano, el fragor de los afanes del burgo mercantil (pero ella solo / oye en su pecho un potro desbocado)” (Muchacha leyendo sobre el cuadro de Veermer). Si, con Kavafis o con Margarite Yourcenar, se retoma la tristeza de Adriano sobre la muerte de Antinoo, no es un juego intelectual, es la manera que tiene el arte de hacer reconocible el sufrimiento de la pérdida y hacerlo belleza: “Te decretaré inmortal. Está tu efigie / en remotas provincias / que no veré jamás. // Multiplican tu cuerpo las estatuas, / no para mitigar mi inconsolable / dolor (yo sé lo que he perdido): por recordar al hombre cuanto gime / bajo la adversidad / que reinó sobre el mundo la belleza” (Adriano recuerdo a Antinoo).

El arte es un asidero para la vida: “De mi infelicidad y mis traiciones, / en el manso oleaje del hexámetro, / aprender, aplicados, los aedos. // Yo prefiero olvidar” (Ítaca). No olvidemos, por otra parte, la ilusión vana de la composición, que César Rodríguez de Sepúlveda: “Acabado el poema. Por si acaso, / revisas, y no cuadra un adjetivo. /…/ No tiene ya remedio el pobrecillo, / no hay rayo que le pueda dar la vida, / oh doctor Frankenstein, a tu fracaso” (False Start); “Una vez capturada, es preciso / tratarlas con extremo / cuidado: son / criaturas delicadas. Soportan / muy mal el cautiverio /…/ Y luego, nada, otra vez quedarse / dormido, / mirando cómo nadan las palabras / recién cortadas / en el acuario vivo del poema”; “Tú no sabes quién soy / ni yo quién eres tú. // Nos reúne el azar en esta / cabaña de palabras / el poema. // Alrededor, la cegadora nieve” (Refugio) para Alfonso Brezmes.

El paso del tiempo y la amenaza de la muerte son dos pilares de la poética de este extraordinario poeta. Puede hacer sentencias como Heráclito (“El tiempo es ilusión. Mira este río”, De la levedad) o puede bromear con ella (“Cuando llame la Muerte –temida y necesaria, / lo mismo que un dentista–, espero estar atento. / No se vaya a enfadar porque no le haga caso / –absorto en este libro en que casi no hay nada / ya del verde del mar o el olor de la pólvora–, / cuando empiece a gritar que ya es mi turno”, Sala de espera). Curiosamente, la certeza de la muerte nos convierte en niños, aunque la infancia pareciera las antípodas, el momento eterno sin sombras: “Al cabo, ¿no es / nuestra vida, la vida de cualquiera, / la tristísima historia / de cómo raptar a un niño los demonios?” (Un cuento de fantasmas). Aunque, “ajeno a todas las mitologías, / le basta al Sol arder como una inmensa antorcha” (Solsticio), César Rodríguez de Sepúlveda cierra el poemario con una lúcida conversación que nos deja a todos con la certeza de que la vida se acaba:

“–Te esperé muchas veces.

De niño te temía vagamente.

/…/

Tú siempre

visitabas a otros,

en camas de hospital o entre los hierros

violentados de un coche…

A mí me respetabas

permitiste que fuera envejeciendo,

hasta hoy…” (Despedida)

No hay comentarios:

Publicar un comentario