Manuel Martín Morgado (Écija, 1964), un artista de genio y docente en la Escuela de Arte de Jerez, nos presenta en Oficios tristes una obra que combina ingenio, humor y una aguda sensibilidad social. Su blog Fondo Negro es un escaparate ideal para adentrarse en su universo creativo, repleto de dibujos y bocetos que retratan lectoras, toreros y flamencos, siempre con un trazo seguro y un uso vibrante del color. Como señala Rosario Berraquero, Morgado es un dibujante infatigable, y también dotado de una sabiduría cultural y un humor que, en ocasiones, se tiñe de negro, un tono recurrente en su obra, un color fetiche.
El libro, prologado por José Manuel Benítez Ariza, quien analiza con maestría el propósito y el peculiar humor del autor, nació en el aula y explora con imaginación lo absurdo de la vida cotidiana:
Bien mirado, es posible que todos y cada uno de los personajes que Manuel Martín Morgado ha pintado y dibujado a lo largo de su ya larga carrera pictórica ejerzan, a su manera, un oficio triste. Una tristeza honda e inextricable parece aquejar a esos rostros atezados que el pintor a veces sorprende en la barra de una taberna, a sus cantaores y toreros, a sus apresurados paseantes e incluso a sus voluptuosas lectoras y bañistas, en las que uno aprecia también esa melancolía aparejada a la juventud y a la belleza que poseen y al deseo que despiertan. No hay profesión ni condición, parece decirnos el pintor, que no suponga el ejercicio de un oficio triste.
Acompañados de pequeños textos cargados de ironía, los dibujos de Morgado se convierten en una delicia visual y narrativa. La propuesta, como el propio autor señala en la introducción, es descubrir en qué radica la tristeza de estos oficios, desde los más insólitos hasta los más cotidianos. Por ejemplo, el Picador de dinosaurios, más complejo que triste, o el banderillero que enfrenta el verdadero desafío de actuar a continuación.
El punto de partida incluye lugares muy queridos para el artista, como son las tascas, las plazas de toros o pueden ser más o menos mitológicos, como Peluquero de Medusa. Un finísimo olfato para la sociología de la vida cotidiana, oficios tristes pero necesarios como el Representante de ataúdes o, si nos apuran, el Buscador de lombrices anales, cuyo patrón es San Martín Pescador. Otras veces el catálogo es una sociología fantástica como la propugnaron Luis Castro y Mariano H. de Ossorno: Pulimentador de calaveras, “tétrica labor para adecentar, abrillantar y dar lustre, a la caja que guardaba los cerebros y las miradas, los gestos y las expresiones de existencias ya perdidas”. Encontramos profesiones adecuadas para el “triste consumismo en que vivimos”, como el Guardia urbano de supermercado, con esa denominación tan castiza como olvidada; el Vendedor de lagartos, o el Hipnotizador de electrodomésticos obsoletos que lucha contra la obsolescencia programada en un mundo dirigido por “el enchufe”.
Muchos de estos oficios son tristes porque están –o debieran de estar, caso del Censor de besos– en extinción, otros porque son menospreciados, carecen del glamur atribuido tantas veces al injusto azar. Quisiera uno pensar que ya no existen las Plañideras, el “más oficial y real de los Oficios tristes”. Otras profesiones son tristes por la decadencia y sordidez en la que se localizan, el Gigoló de monas o la Cabaretera de tasca.
No se puede negar un impulso reivindicativo, de poner en valor la callada laboriosidad de quienes se pudieran dedicar, pongamos por caso, a empolvar el culo a las vedettes, profesión que empobrece la vida íntima de quienes la ejercen. Tampoco está ajena cierta nostalgia casi berlanguiana de esos tipos humanos imprescindibles pero transparentes, marginados, inadaptados incluso para la imaginación en estos tiempos inciertos, un Colgador de estampas o un Lector de esquelas, oficio este último quizás desconocido pero imprescindible para estar al tanto de los cumplimientos sociales, ese director de banco que debe encargar una nota de condolencia a la viuda de un cliente con gran solvencia. En cambio, el retratado es un ser sombrío, tétrico, preocupado por la suya propia.
Vamos disfrutando en cada página de una brevísima descripción llena de ternura e ironía que acompaña al retrato de trazo impetuoso y enérgicamente singular. Si Solana se hubiera cargado de guasa y de humor negro podría jugar con Morgado, porque casi es un juego este desafío, a menudo con las expectativas, con los cambios de paisaje, como ese Capitán peineta, “condecorado y heroico hombre de armas”, que “no puede evitar” darle color a su uniforme y cuya tristeza responde a las burlas que sufre por la incomprensión. O el Operador de cámara, que trabaja en un quirófano y uno en un rodaje, porque literalmente las somete a cirugía , y que languidece ante el cierre de tantísimas salas de proyección. Incluso la del Mago para conejos que saca de la chistera uno propio de la Mansión Playboy.
Aunque difícil de adscribir a un estilo concreto, esta obra contiene reminiscencias del fauvismo y expresionismo, siempre con un sello personal y un talento creativo excepcional. El dibujo es la faceta más destacada, caracterizado por trazos rápidos y apasionados que construyen estructuras aptas para ser revestidas con armonías cromáticas, pocos y certeros bloques de color, dentro de una espontaneidad y habilidad técnica. A su manera también funciona como un cronista de esta época, reflexionando sobre el individuo siempre perdido cuando es arrojado al mundo. Morgado es un maestro del esquematismo y de la síntesis, tanto en el apartado plástico como en la visión que las ideas y los conceptos desarrollados. Pintar la vida, dinámica, imaginaria, perdida en el tiempo, triste en suma.
Lo que parece decirnos, sospecha Benítez Ariza, es que todos los oficios son tristes en alguna medida, y más que ninguno, “el más triste de todos los oficios, el mío”, confiesa para terminar Manuel Morgado: “Cinco años de carrera y una currada formación académica en diferentes artes, aprendiendo e investigando todas las técnicas posibles para acabar aguantando y sufriendo desmotivados adolescentes y niños, cual guardería”. Amén.
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