martes, 30 de septiembre de 2025

Reseña de Juan Herrero Diéguez: ‘Cartografía de nadie’. Rialp. Adonáis. 202

 Cartografía de Nadie

Cartografía de nadie de Juan Herrero Diéguez mereció el premio Adonáis en 2024. El vallisoletano compagina su trabajo como profesor de Lengua Castellana y Literatura en un instituto de Getafe (Madrid) con los estudios de Filosofía en la UNED. Lleva publicados los poemarios Un verano en la orilla del teatro (Aguilar de Campoo, Ayuntamiento, 2019), galardonado con el XV Premio Águila de Poesía, y A pesar de la lluvia (Madrid, Ediciones Complutense, 2021), que obtuvo el Premio Complutense de Literatura. El interés primordial de esta Cartografía de nadie es la evocación de lo mítico a través de lo cotidiano. Su voz se nutre de Homero, al que homenajea con cada uno de los veinticuatro cantos de este volumen, pero se ancla en lo que de eterno tiene lo que pasa en la calle, la pérdida, la memoria, el tiempo, la identidad… Es, a la vez, radicalmente moderno a fuerza de sentirse dentro de una tradición desde Gil de Biedma a Louise Glück. En su inicial Poética, leemos su postulado literario: “Hablar sobre los mapas desde los extremos / y seguir en la ruta por placer / que da salirse un rato del proyecto”. Juan Herrero Diéguez se plantea una poética de los márgenes, de los bordes, que atraviesa, como Odiseo, deteniéndose, perdiéndose, haciendo rizoma a través de un desplazamiento más que geográfico, emocional y existencial.

Se plantea una voz del yo sin llegar a fijarlo del todo, es el recurso al Nadie. Nadie es cualquiera, como cualquiera de nosotros tiene un padre o unos hermanos, o teme a la muerte: “Mi padre es lo que veo cuando hablo de mi casa, / la pelota que no ha tocado el suelo / y el miedo que le tengo yo a la muerte” (Telemaquia). Más que una identidad huidiza por líquida posmoderna, Herrero Diéguez apela a lo trascendental que se escapa a cualquier teorización por escrito: “Pero entretanto sigo masticando verdades / y oyendo el mundo arder. Fumando solo /…/ machacando la cocina, mientras trato de recibir la historia de una vida en la vida de quienes no conozco” (Quienes escriben la historia). Por ejemplo, pone en boca de Nausícaa esa misma duda: “Me he resignado a no saber quién es / ni qué se esconde bajo tus palabras” (Nausícaa describe al tiempo el amor y la poesía). El cuestionamiento de la identidad que necesita un enraizamiento, de ahí la necesidad paradójica de una cartografía, para hacer frente a las mutaciones del tiempo: “Nunca entendí tus miedos; yo que solo quería / detener la erosión del tiempo a cambio / de fiestas y de cines de verano, de desayunos juntos” (Calipso en una playa de espejismos).

En su versión del mito Ulises ante el rey de los feacios, el héroe no es el astuto aventurero de la épica, sino un padre que llora a escondidas en el baño. Esta humanización radical, que apenas tiene en común con los novísimos su incardinación con la tradición culta, de los arquetipos clásicos recorre todo el libro y se convierte en uno de sus logros más profundos: “No debes avergonzarte / pues mi padre / se escondía también dentro del baño / para llorar cuando éramos pequeños /…/ cuando le vi llorar, no me miraba; / no lo cargué en los hombres y nos fuimos /…/ Jamás le vi tan fuerte como entonces // Dejando que sus lágrimas borrasen / los últimos confines del mundo” (Ulises ante el rey de los feacios).

Quizás pudiéramos convenir que se trata de mitos reciclados que se enfrentan a la deconstrucción de la épica del yo. Cartografía de nadie se teje sobre una apropiación lírica del imaginario homérico. Ulises, Penélope, Nausícaa, Orfeo, Calipso, Tiresias: todos reaparecen como figuras a través de las cuales el yo poético se interroga, se enfrenta a sus miedos, reconoce su vulnerabilidad o busca refugio en la memoria. La épica se despoja aquí de grandilocuencia y se transforma en una exploración íntima del fracaso, el deseo, la pérdida o la identidad sexual: “Ya no recuerda que esta fue su casa, / pero sí que recuerda que es el sitio / adonde regresar una vez más” (Lotofagia). Bien es cierto que también el poemario tiene una nexo con el giro lingüístico de la epistemología: “Las mentiras abrasan la verdad de los párpados / con la cadencia de una sintonía” (En el ojo la punta encendida).

Así, por ejemplo, en Tiresias tras Stonewall Inn, el poeta cruza el mito de la profecía con el activismo: Tiresias, figura de lo ambiguo, aparece aquí como símbolo del dolor y la celebración de una identidad marginal, asociada a los disturbios de Stonewall, hito de la liberación LGTBQ+:  “Yo soy el que disfruta / del murmullo / del agua sobre el dorso de algún amor en ruinas, / también lo que recibe la lluvia con los brazos / abiertos como campos de amapolas” (Tiresias tras Stonewall Inn). Esta relectura contemporánea de los mitos no es forzada ni alegórica, sino profundamente integrada en la experiencia personal del hablante. En Orfeo en el Elíseo, también de la segunda parte, El otro lado, el descenso al inframundo no es ya un viaje fantástico, sino una metáfora del reencuentro con un amor perdido, una evocación de la memoria como espacio de resistencia frente al olvido. En esta y otras piezas, la materia mitológica se entrelaza con las emociones cotidianas sin solución de continuidad, logrando un equilibrio entre lo arcaico y lo inmediato: “Me acuerdo de hasta cómo ibas vestida / cuando por fin me decidí a pedirte / que salieras conmigo, tanto tiempo después. /…/ He oído en estos años cómo crecen / ortigas por las jambas de las puertas: // Por eso fui a buscarte al inframundo” (Orfeo en el Elíseo).

Uno de los ejes temáticos más conmovedores del libro es la figura del padre. En varios poemas, se construye un retrato íntimo de la relación padre-hijo desde la ternura, el duelo, la incomprensión y el legado. En el ya mencionado Telemaquia condensa magistralmente la transferencia emocional y simbólica entre generaciones. El padre es también quien llora en secreto, quien carga con una masculinidad herida pero fuerte (Ulises ante el rey de los feacios), y cuya presencia, ausente o silenciada, marca la memoria del hogar. La casa, en este libro, no es solo un lugar físico, sino un espacio mental, afectivo, casi fantasmagórico: un refugio y una herida, una promesa de regreso y un recuerdo doloroso. Esta tensión queda muy bien expresada en Lotofagia. El hogar es también el espacio donde se desarrollan las primeras pérdidas, los primeros gestos de amor, los pactos tácitos que conforman una familia: “¿Y cómo decir ceniza cosida a la culpa? / ¿Y cómo tejer en el tiempo el dolor con los ojos?” (Vosotros ahí). El tiempo infantil se cuela en imágenes de desayunos, cines de verano, fiestas y juegos. Pero lejos de la nostalgia complaciente, el poeta plantea una interrogación constante sobre el paso del tiempo y sus efectos en los vínculos:  “Regreso a aquel lugar donde agarrabas un dedo de mi mano / para emprender el viaje a nuestros miedos /…/ Aguardo las señales que te traigan de vuelta / mientras me voy hundiendo entre las fotos / de otro tiempo, tus libros /…/ /Mamá frente al televisor”.

Otra línea emocional poderosa en el libro es la del amor perdido o no consumado. En poemas como “Calipso en una playa de espejismos” y gran parte de El otro lado, la relación amorosa se explora desde la distancia, el malentendido o la resignación. Hay un deseo de “detener la erosión del tiempo” mediante gestos sencillos, y también una aceptación amarga de lo que no pudo ser. No se trata de renunciar al amor, sino de reconocer sus límites, sus transformaciones, su peso en la vida adulta. En este sentido, el poemario adopta una madurez poco frecuente en autores jóvenes, y que no deriva en cinismo, sino en aceptación y lucidez: “Me equivoqué de ruta / muchas veces y en lo que más quería” (Cuando he tomado por victoria).

Herrero Diéguez no rehúye los tonos sombríos. En muchos poemas se escucha el zumbido del desencanto: con el mundo, con uno mismo, con el lenguaje incluso a través de imágenes poderosas de resistencia íntima frente al ruido y la violencia. “el mar se ha convertido en una fosa / de ilusiones anónimas que dejan / en su lugar un ramo de noticias / y una espuma de orquídeas sobre el agua” (Y como el viento se lleva el humo). Este pesimismo no es desesperado, sino lúcido. En “Vocación de fracaso”, por ejemplo, se ironiza sobre el poder de las sirenas contemporáneas: “Las sirenas también llevan corbata, / reparten sus tarjetas personales / y se anuncian radiantes en su linkedin/…/ En la mitología las sirenas cantan lo que quisieran oír. // Pero el secreto está en no hacerles caso” (Vocación de fracaso). Y se propone una ética de la desobediencia. Hay aquí una crítica al mundo laboral, a la lógica del éxito y al mercantilismo del deseo. La poesía de Herrero Diéguez se alza así como un acto de resistencia suave pero firme: contra la uniformidad, contra el olvido, contra el desarraigo emocional. En lugar de ofrecer respuestas, el autor abre preguntas, fisuras, pliegues en los discursos dominantes. Esa es, quizá, la verdadera “cartografía” que propone: un mapa afectivo de lo incierto.

La última sección del libro, El regreso, marca una inflexión. El viaje no ha sido hacia fuera, sino hacia dentro. Volver es reconocerse distinto, no para instalarse en la melancolía, sino para mirar el pasado con otra luz. Poemas como “Argos” (“Me espero en el porche igual que siempre, / como si el tiempo solo acariciase / tu pelo y no llegara a envejecernos”) o “Capital de provincias” articulan ese retorno desde la emoción contenida, desde la constatación de que “No vuelvo para darle pábulo a la nostalgia /…/ Solo cambian los ojos que las miran / y la niebla, que bajan más temprano”.

En Cicatrices, una línea resume con precisión este reconocimiento: “Te reconocen por tus cicatrices. / Sobre todo, por esas que no se pueden ver”. El poeta ha viajado por dentro y por fuera, por la memoria y por los mitos, por los afectos y por los fracasos, y ha regresado con un conocimiento más hondo de sí mismo y de su tiempo: “Vuelves a casa con los puños / llenos de arena, / el tacto lleno de canciones / y te conviertes en estatua / de sal manchada de septiembre” (Verano 1943). No se trata de una iluminación súbita, sino de una comprensión tejida en versos, pausadamente: “El viajero sonríe porque piensa / que al mirar hacia atrás / se disuelve en la vida que no va / y guarda las razones debajo de la lengua” (Atención: línea discontinua solo indica eje carretera).

En Penélope y Celeste el autor retoma el legado de Gil de Biedma y firma quizás uno de sus poemas más audaces, un diálogo entre la tradición clásica y la voz confesional del poeta barcelonés. La propuesta de un amor tranquilo, fingido, incluso resignado, es a la vez paródica y profundamente emotiva: “Luego llegó la soledad a hacerme / compañía la tarde / en las que  me inventaba alguna excusa / con que ganar un día para mí /…/ Te propongo este trato, piénsalo por lo menos: / puede quedarte en casa los años que nos queden / y engañarlos a todos, / igual que tantas otros matrimonios /…/ Prometo que no haré nunca preguntas /…/ Esteremos tranquilos, / sin belleza, sin fuerza, sin deseo[i], / cada cual con su vida / y dirás que hemos muerto los dos juntos / después de amarnos mucho”.

En términos formales, la poesía de Herrero Diéguez es contenida, medida, pero intensamente emocional. No recurre a artificios ni a excesos retóricos. Su lenguaje es claro, accesible, pero no por ello simple. Los versos fluyen con naturalidad, sostenidos por una cadencia que evoca la oralidad sin caer en la prosa, en un homenaje actualizado a los rapsodas. El poeta sabe crear imágenes memorables, a menudo con un solo verso: “ceniza cosida a la culpa”, “una espuma de orquídeas sobre el agua”, “con los puños / llenos de arena”. Estos destellos visuales, cargados de resonancia emocional, son parte de su estilo sobrio pero penetrante. La intertextualidad no es ostentosa, no es mero artificio, pretenciosidad o pedantería, sino íntimamente tejida. Las referencias a la tradición clásica, a la poesía moderna o a la cultura pop, conviven sin fricción, dando cuenta de una voz capaz de dialogar con lo diverso sin perder su autenticidad. Cartografía de nadie es un heredero de la estirpe del Adonais que parece mantiene íntegra su fuerza. Con una voz propia, madura y emocionalmente compleja, Juan Herrero Diéguez construye un libro que dialoga con los mitos, la memoria y el deseo sin renunciar a la lucidez crítica. Esta cartografía no busca orientar, sino desorientar con belleza; no delimita territorios, sino que invita a habitarlos desde la vulnerabilidad y la palabra.

 



[i] En cursiva los versos originales de Gil de Biedma

jueves, 25 de septiembre de 2025

Reseña de Victoria López Mata: ‘Leves certezas. Una poética del desarraigo, la identidad y los significados de una mujer’. Editorial Cántico. 2014

 Leves Certezas

Leves certezas, primer libro de Victoria López Mata, no consiste en certezas pesadas ni enunciados cerrados, sino que palpita la oscilación entre la identidad que se busca y el vacío que la socava, un tránsito en que las palabras se vuelven vestigio, eco, pero también rescate. La paradoja de su título condensa el gesto del libro: no la certeza como roca, sino como brizna que se sostiene en el aire, apenas y de manera provisoria. El prólogo de José Luis Rey marca la clave de lectura: el lenguaje poético como extremo, como límite, como umbral de trascendencia. “Ni siquiera el lenguaje vence a la muerte”, pero en su exceso, en su entrega total, se insinúa un modo de rozar lo inefable. La poesía de López Mata se instala justamente en esa intemperie: la muerte como trasfondo, la fugacidad como evidencia, pero también la obstinación del canto como forma de resistencia.

El libro se organiza en cuatro secciones, que trazan un arco vital y ontológico. En Cimientos, el yo se interroga por el origen y la infancia, pero lo hace sin nostalgia complaciente. Los poemas retornan al campo, al pan materno, a la ermita, como si la identidad se configurara en la tensión entre arraigo y exilio: “Yo soy de este otro tiempo / que me ha llevado lejos de la encina donde / ser una esclava de las mareas / no abre duros surcos en las manos, / pero bajo banderas liberales / tatúa su aspereza en las entrañas” (Recuerdo que saltaba sobre la siembra). No es casual que la voz declare: “Fantaseo con ser una ermitaña, / romantizo / la vida en soledad / dentro de los confines de este campo / al que siento que robo / la semilla de una planta que no me corresponde” (Ermitaña), enunciando un deseo de apartamiento que es al mismo tiempo imposibilidad. La fe se cifra no en altares trascendentes, sino en el pan que parte la madre, donde lo sagrado se reviste de gesto doméstico. En esta primera sección, la poeta asume que la madurez no es plenitud sino pérdida: “He cambiado tanto en estos años / que al final la madurez ha engullido / ganas, deseos y chorros de energía” (Infancia). El tiempo aparece entonces como un doble filo: erosiona, pero abre también a la conciencia de lo infinito en lo minúsculo.

Si algo caracteriza a esta primera obra es la conciencia de fragilidad: “Subo a la ermita y observo desde ella / la sombra pasajera /…/ Me asombro al contemplar hoy cautivada / cómo en un sitio / tan leve y limitado / tiene cabida una existencia inmensa / que convierte en infinito este lugar” (San Gregorio). La identidad, el tiempo, la fe, la memoria, el cuerpo: todo se percibe como tránsito, como movimiento inestable: “Mi verdadero Dios / estaría en el pan / que partía mi madre los domingos antes del arroz / donde los fieles éramos nosotros” (Fe). Sin embargo, es en esa inestabilidad donde se cifra la posibilidad misma de lo poético. El sujeto no busca certezas plenas, sino apenas destellos que iluminen, aunque sea por un instante, el trayecto: “Un instante contemplativo, etéreo / de suave calma y fe, / que abrazo como un último regalo, / una antesala de paz” (Final del verano). De allí que la lectura de este volumen produzca un efecto ambiguo: una mezcla de desasosiego y consuelo, de inquietud y reconocimiento: “Algún día veré caer mi rostro. / Veré en mi propia imagen ese peso / de las cuerdas que tiran hacia tierra / pero también de todo lo vivido” (Envejecer).

En Sombras transitorias emerge con mayor nitidez la contradicción: el sujeto poético se declara hecho de conflictos, de tensiones irresolubles: “Repaso poco a poco mis palabras / como si fueran cuentas de un rosario / y el rezo terminase en mi vergüenza” (Tren de resaca). La metáfora de la maleta de vuelta o la imagen de un coche umbrío condensan ese retorno a la sombra, a lo no resuelto: “Estoy hecha de mil contradicciones, / pero agarro levísimas certezas /…/ Hallo la incertidumbre en mi camino / y acepto estar plagada / de conflictos, / cayendo en la indecencia de las musas / que repuso más tarde en mi interior” (Certeza). El nihilismo, asumido, no desemboca en un vacío radical, sino en la constatación de la liviandad de la existencia, que se contempla con cierto desapego. La doma del ego aparece aquí como exigencia y como imposibilidad: “Cruzar la selva pérfida del ego / requiere siempre un continuo esfuerzo / de dones eternos y domesticación” (La doma). El tono de esta sección oscila entre la confesión y la crítica, entre la vergüenza íntima y la lucidez irónica: “Y trato de buscar algún contacto / en este coche umbrío / que hoy encierra / todo el llanto sordo de un verano / que estalla en mí como un globo de cal” (Maleta de vuelta); “Comprendo hoy más que nunca / en este punto / la frágil liviandad de mi existencia /…/ Solo soy otra afanosa hormiga / que desganada e impasible mira al sol” (Nihilismo).

La tercera parte, Retales de artefactos, se abre a lo ajeno, a lo extranjero, a la memoria de viajes y distancias. El yo poético ya no se busca solo en sí mismo, sino en la alteridad, en el recuerdo de paisajes y en la figura del otro. Sin embargo, lo extranjero no redime, sino que acentúa la condición de extrañeza: “Yo soy una extranjera en esa tierra” (Mensaje en bosque extraño). El país evocado nunca llega a ser real, queda como relato seductor pero inaccesible: “descifrando aquel mundo tan nuestro / un seductor e íntimo relato / que nunca llegaría a ser real” (Aquel Perú). La distancia se convierte en estado de ánimo, y el abandono se traduce en horizonte truncado. Hay, no obstante, instantes de belleza pura, como en la escena de la muchacha que contempla una concha, donde lo humano se reencuentra en el gesto estético mínimo: “Esa chica se concentra en una concha, / y la invada todo lo vivido. / Siento el gozo de creer lo humano / en la pura belleza de este instante / y en el gesto sutil / de su mirada que le devuelve aún más ligera al mar” (Retales de la marea).

Si leemos la obra desde su interior, atendiendo a la textura verbal y a la arquitectura simbólica que la sostiene, Leves certezas se ofrece como un tejido delicado, donde cada imagen reverbera en otra, donde los motivos del exilio, de la extranjería, del pan materno, del mar y de la herida se entrelazan como hebras de un mismo tapiz: “Una espera se va abriendo camino / y a ratos hace olvidar / que estamos lejos, soportando las dos una honda tregua” (Distancia). No se trata de un diario íntimo ni de una meditación filosófica disfrazada de poesía, aunque no se escapan versos de profundidad filosófica (“No supimos ver que a nuestro vuelo / todavía cabía el horizonte”, Abandono; “Muy pocos encontramos las certezas / para asentarlas o emprender búsquedas nuevas”, Búsqueda), sino de un organismo verbal autónomo, que respira su propia lógica y nos arrastra hacia su ritmo: “Ahora que los ladridos han cesado, / te imploro que me vengas a buscar” (Recórreme).

Por último, en De este y otros mundos, la voz poética ensaya una visión más amplia, casi cósmica. El mar se convierte en cifra, en clave que oculta el sentido de la vida, aunque ese sentido suponga un precio. La herida íntima se reconoce como única fuente de saciedad, y la búsqueda aparece como tarea interminable, compartida por muy pocos. En esta sección, la memoria y el futuro se entrelazan: “Hoy bajaré a ese pozo de recuerdos / y avanzaré por el vasto bosque / de lívidas vivencias que hoy no están / intentando salvar trozos de mí” (Vidas olvidadas). Aquí anuncia la arqueología íntima, mientras señala un porvenir apocalíptico: “y atravesando campos de nieve e infertilidad, / campos de distopía / transformada en una misteriosa realidad” (Nevada). La voz se ampara en las “luminosas manos” del otro, única salvación frente al lugar hostil: “Es difícil romper esa cadena / de ofensas que se enlazan / sin remedio /…/ Hoy solo tengo fuerzas para huir / y ampararme / en tus luminosas manos / donde me siento en calma y protegida” (Lugar hostil). El final del libro se inscribe así en una tensión entre la amenaza y la bondad, entre el apocalipsis y el resguardo.

Lo que articula este conjunto no es un discurso lineal, sino una cadencia de imágenes que se repliegan y despliegan: “Ahora ya lo hago con el mar, / como si esos destellos relucientes / ocultaran / la clave de la vida / y hubiera que pagar un cierto precio / para poder comprender su lógica” (Brillo del mar); “hasta que vuelvo / las miradas a mí para saborear mi propia herida / y darme cuenta de que soy la única / que logro aquí saciar mi extraña sed” (Otros mundos). La poesía de Victoria López Mata rehúye lo evidente: se alimenta de contradicciones, de leves certezas que apenas alcanzan a sostener la voz. Su tono es confesional sin ser intimista, filosófico sin ser abstracto, concreto sin caer en el costumbrismo. La musicalidad de sus versos, donde conviven cadencias clásicas y giros coloquiales, refuerza esa voluntad de situarse en el límite, en el borde entre lo dicho y lo indecible.

La obra de Victoria López Mata, en este debut, deja la impresión de un comienzo seguro en la inseguridad: un primer libro que asume la contradicción como núcleo y que, en su aparente fragilidad, se erige en un gesto de firmeza. Al fin y al cabo, solo en las leves certezas se encuentra la verdad de la poesía: aquella que no clausura, sino que abre, aquella que no dicta, sino que pregunta, aquella que, al borde del silencio, sigue diciendo:  “un impás ante el apocalipsis / que ya preveo y está aún por llegar” (Bondad).

 

lunes, 15 de septiembre de 2025

Reseña de Laura Redondo y Marisol Santiago: ‘La seducción de Venus’. Ondina Ediciones. 2025

 La seducción de Venus", Marisol Santiago y Laura Redondo


En La seducción de Venus (Ondina Ediciones, 2025), Laura Redondo y Marisol Santiago reconstruyen a cuatro manos el mito del deseo a través de una voz coral que funde la tradición clásica con la carne contemporánea. Su escritura es un rito, un despojamiento donde el cuerpo se convierte en altar y la palabra en ofrenda. No se trata de un libro que celebre el erotismo desde la complacencia, sino desde la tensión constante entre el gozo y la pérdida, entre la piel que se ofrece y la conciencia que arde. Desde el prólogo de Emecé Condado hasta el epílogo de Luis Solís Mendoza, el texto trenza una cartografía de lo erótico como conocimiento, como forma de pensar con el cuerpo. Así lo sugiere uno de los primeros poemas: “No hay una sola zona de mi cuerpo que no beban tus pupilas (…) ¿Qué es el deseo? El deseo es este mismo instante” (Pregunta retórica). Esa pregunta, disfrazada de respuesta, condensa la lógica que atraviesa todo el libro: el deseo no es una carencia, sino una presencia absoluta, una forma de existir que se consuma en el instante mismo de su aparición.

Las autoras no buscan narrar el amor, sino su fractura; no describen la entrega, sino la combustión. “Ardí para ti con mi piel de otoño / a la luz de un crepúsculo tardío” (Lúdicas virtudes). Esta imagen del cuerpo estacional, perecedero, remite a la conciencia de que todo gozo implica un riesgo, una forma de morir. La llama del placer, en este universo poético, siempre quema dos veces: cuando se enciende y cuando se apaga. Y más adelante, continúan: “He hallado mi hogar entre tus manos, / entre los dedos guarecida mi figura /…/ En tu voz, he hallado el vínculo / y en tu cuerpo, el mío enraizado” (Mi hogar); “Me posee un éxtasis de sirena urbanita. / Me dejo amar” (Nada en el mar).

Uno de los grandes aciertos del libro reside en su tono ritual, que conjuga lo sagrado y lo profano con naturalidad. En Descalza, la hablante lírica invoca: “Descalza en el templo de Venus, / invoco a aquella alma”. Esa desnudez no es sólo física, sino espiritual: la renuncia al pudor y al discurso moral abre un espacio donde el erotismo se confunde con la plegaria. En esa frontera, lo erótico se revela como una forma de conocimiento extremo, un saber que nace de la transgresión y del riesgo, del deseo que busca tocar lo que no debe. En versos como “Cesa su ritual, sube la barbilla y ríe, triunfante: / –Acércate, bobo. No te quedes ahí mirando” (Davinia), el erotismo se configura como una escena de poder. La mujer no espera ser deseada: convoca, ordena, rompe el guion tradicional del cortejo. La risa triunfante clausura el ritual masculino del dominio y abre una liturgia distinta, donde el deseo se ejerce como soberanía. El cuerpo femenino deja de ser objeto pasivo para volverse lenguaje, signo de afirmación y desafío. Retoma la imaginería del Edén, pero sin culpa: “Y mi sed, ¿qué la calma / si no es el delicioso néctar / de tu fruta prohibida, / seno de mi grata dicha?” (Instinto). El fruto prohibido no representa la caída, sino la plenitud del saber corporal.  Es una plegaria que reivindica el pecado más que la redención: “Díganme, señores míos, / ¿por qué temen tanto pecar?” (Hamartia); “Por ser lo prohibido, me tentaba; / cuanto más negaba el deseo, este más me mordía” (Lo prohibido). En esta poética, el goce no es pecado sino vía de comprensión: el cuerpo como único espacio donde se revela la verdad del ser. De ahí la insistencia en los sentidos: beber, saborear, tocar. El placer es conocimiento, pero un conocimiento que desborda los límites del pensamiento racional. Tras el éxtasis, llega la caída: el deseo, al consumirse, deja vacío y desolación: “El infierno era ahora mi hogar y el frío de mis huesos, tan solo un mal recuerdo…” (Cansancio) marca el momento posterior a la combustión. Pero incluso en ese descenso hay belleza: el infierno es el precio de haber vivido con intensidad. El erotismo no promete felicidad, sino lucidez.

El libro se puebla de diosas, ninfas y heroínas reescritas desde la modernidad: Safo, Medusa, Venus, Eros, Psique. Todas se despojan de su condición mítica para hablar desde la vulnerabilidad de la mujer actual: “Orgullosa de las cicatrices que la vida / tatuó sobre mi piel, / de no inspirar poemas, / de ser solo yo: / sencilla y directa” (La reflexión de Medusa). En esa reversión simbólica, las autoras proponen un erotismo emancipador: la mujer no es objeto de deseo, sino sujeto del placer, portadora del fuego que antes la consumía. El poema “Acude a mí, hermana mía…” (Safo de Metilene) reescribe el mito lésbico de Safo desde una voz solidaria, no transgresora sino liberadora. El deseo entre mujeres aparece aquí como gesto de reconocimiento y comunión: la unión no se funda en la posesión, sino en el espejo compartido. El erotismo se amplía: no es solo sexualidad, sino complicidad vital. Desecha este deseo la falta de entrega total, la superficie, el engaño, la impostura: “Arrodillado buscas mi perdón. / Vestido de cinismo / tratas de conmoverme” (Orgullosa cobardía); “Abandona a ese amante de segunda / y coquetea con tus encantos” (Carta de Erotica a su amiga Pornosia). La presencia de lo mitológico no actúa como ornamento, sino como espejo. En Eros y Psique se afirma: ““Abrasados por una pasión que no cede al tiempo / ni cesa con el gozo, sino que aviva / cada vez más el rigor de nuestros cuerpos; / ávidos de éxtasis. Repletos de vida”. Esa vida es precisamente la que el deseo pone en juego, una energía que se agota en su propia intensidad. La pasión no libera: quema, hiere, revela. Pero en esa herida está la verdad más pura de lo humano. El diálogo con los mitos griegos (“Beban nuestro desdén / y entre nuestras piernas solo hallen / simple polvo de estrellas fugaces”, Zeus ingrato) transforma a las diosas en figuras insurgentes. Ya no son víctimas ni musas, sino cuerpos celestes que devuelven la mirada al Olimpo patriarcal. En “solo en los placeres de Venus creo / y en su templo refugiada me encuentro” (El templo de Venus), el erotismo adquiere una dimensión casi religiosa: el goce es fe, y la carne, templo.

Cuando afirman que “Vuestra piel guarda mis secretos; / vuestro cuerpo, mis pecados; / en vuestra boca anidan mis deseos, / ósculos de pasión desbordados” se condensa la dimensión sacrificial del erotismo. Amar es entregarse al otro hasta perderse en su carne, y esa fusión implica también contaminarse, compartir la culpa y la pureza: “Amado astro lejano, / quién pudiera alcanzarte, / ser uno, ardiendo juntos” (Sol). En “Solo entonces pude amarte / siendo otro tú, en otra parte” (Fantasía), el yo poético reconoce que la verdadera unión solo ocurre en la disolución de la identidad: amar es dejar de ser. El erotismo, entonces, no une los cuerpos: los aniquila en su diferencia.

El texto se mueve entre dos pulsiones complementarias: el anhelo y la pérdida. En En tu búsqueda, el yo poético declara: “Tal fue la pasión, tan tuya era mi alma, / que escapé de mí para ir en tu búsqueda / y no hallé más que otros cuerpos sin vida, / descoloridos, fríos y ausentes”. Aquí el erotismo se presenta como un viaje hacia el vacío, una tentativa de comunión que solo se cumple en la experiencia del límite. Lo erótico, entendido así, no es el encuentro con el otro, sino la disolución del yo. La unión deseada nunca es pacífica: requiere atravesar la herida, sacrificar la identidad. “Me aterra la soledad acompañada / ir al cine los domingos porque toca, / quedarnos en casa / para poner la lavadora” (Soledad acompañada) introduce un contrapunto esencial. Aquí el deseo se opone a la domesticación de la vida cotidiana. El erotismo no se agota en el sexo, sino que se presenta como una forma de insurrección contra la repetición vacía. Frente al tedio de la costumbre, el deseo es ruptura: el instante en que la existencia se vuelve intensa, significativa. Ese mismo gesto de entrega y desposesión se repite en Rendida a ti:

“Asumo que he perdido la batalla. No me humillo, y en mi boca abrazo la penitencia y también el pecado. Lamo mis heridas tras la derrota, saboreo tu veneno que fluye, tibio y espeso a través de mi garganta. Saboreo hasta la última gota de mi castigo, sin culpa, y contemplo a mi dios; perdón y orgullo en su rosto de piedra” (Rendida a ti)

El placer aparece aquí inseparable del castigo, y la voluptuosidad se confunde con la culpa. Pero esta culpa ya no tiene raíz religiosa; es un eco de la conciencia, la certeza de que el deseo siempre desborda los límites del lenguaje y de la razón. El erotismo, para Laura Redondo y Marisol Santiago, es una forma de exilio: nos arranca del mundo de lo útil y nos arroja a lo inútil, a lo inefable. En estas piezas, las autoras despliegan un mapa de la experiencia erótica en sus múltiples registros: lo corporal, lo espiritual, lo mítico y lo cotidiano. Cada texto es una tentativa por nombrar el punto exacto donde el deseo deja de ser mero impulso y se convierte en revelación. En “Y abierto el verso que no acaba, / pues jamás se extingue mi deseo / y es pasión lo que tus dedos marcan / en las turgentes formas de mis senos” (Métrica del cuerpo), el poema funde el lenguaje y la carne. Es metáfora del deseo interminable; los senos, el soporte de la escritura. Lo erótico se transforma aquí en acto poético: el cuerpo es texto, y el texto, cuerpo. La pasión se inscribe literalmente en la piel. La misma lógica de intensidad extrema aparece en “Clavada en mi desnudez / tu hombría, / un grito silencioso de lava…” (Pulsión), donde el placer se vive como erupción, como violencia gozosa. El erotismo no es ternura: es exceso, riesgo, posibilidad de desintegración.

Versos como “Con garras de olvido susurra su nombre / y hace el amor con su ausencia” (Voluntad) o “Ha aprendido mi alma / a sonreírte, como solo sonríe / quien no conoce del dolor / más que su nombre” (El lazo) convierten el deseo en fantasma. Lo erótico no depende de la presencia física del otro: la memoria y la imaginación prolongan el fuego. Amar es también inventar al ausente. Se plantea una duda central: “¿Qué será del placer / si solo la pulsión inicial parece evocarlo?” (Carta de Pornosia a su amiga Erotia), es decir, ¿puede el deseo sobrevivir al propio deseo? La obra entera parece girar en torno a esa pregunta. Lo erótico, en este universo, no se resuelve; se mantiene como tensión perpetua entre hambre y saciedad, presencia y pérdida: “Amante invisible, / mi piel eriza, roce sutil” (Brisa).

La mujer se asume como encarnación del deseo: “Ningún manto cubre el nácar de mi piel… Venus soy, a mis pies el amor se rinde” (Davinia, Venus libre). Ya no pide permiso, ya no teme pecar: el cuerpo es su verdad. El erotismo alcanza aquí su forma más alta: no como servidumbre, sino como afirmación del ser. La seducción de Venus construye una poética del erotismo como revelación y riesgo, donde el deseo no es simple placer, sino un modo de comprender —y de incendiar— la existencia: “Resucitadas mis más fervientes pasiones, / en un nuevo despertar mis deseos más oscuros” (Mi vuelo). El cuerpo, en estos versos, no es un límite, sino un umbral: un lugar donde el amor, la muerte y la libertad se confunden: “Deja libres mis manos, que vuelen a tu cuerpo, / permite que mis labios se recreen con tu nombre” (Libre).

El cierre del libro, con Laura, propone una salida afirmativa: “Valerosa trovadora, / rompamos el mito. / Cantemos juntas, desnudas de envidia, / una oda a la mujer libre”. Tras la travesía del fuego y la pérdida, emerge la afirmación del ser, la reconciliación entre cuerpo y palabra. La libertad no se alcanza negando el deseo, sino abrazándolo con lucidez. La seducción de Venus aprovecha una poética de la transgresión y la conciencia. Redondo y Santiago exploran la zona donde el placer y la muerte se tocan, donde el cuerpo se convierte en lenguaje y el lenguaje en cuerpo. El erotismo, en su escritura, es una forma de conocimiento extremo: una ceremonia que desvela la condición trágica —y también luminosa— del deseo humano.

domingo, 7 de septiembre de 2025

Reseña de Andrea Aguirre: ‘Manual para sobrellevar el fin del mundo’. Aeres. 2025

Manual Para Sobrellevar El Fin Del Mundo - Andrea Aguirre -5% en libros |  Fnac 


Nacida en Buenos Aires, Andrea Aguirre tiene una sólida producción que incluye Versos por el camino (Minerva editores y Andromeda, 2002); Lunas de agua (Ediciones Antígona, 2007); Sueños de cristal (Ediciones Antígona, 2007); El ciclo lunar de los paréntesis (ÁRTEse Quien Pueda, 2012); La infancia suicida de Verónica (Qué. ÁRTEse Quien Pueda, 2013); El mapa de la existencia (Ediciones Tigres de Papel, 2015); Mujer frente al caos (La Penúltima Editorial, 2017); La cicatriz y la huella (BajAmar, 2023) y El mes de la bruma (RIL Editores, 2024) con Rubén Romero Sánchez. Este volumen que nos ocupa está marcado por el tono doliente, trágico. En Manual para sobrellevar el fin del mundo, Andrea Aguirre ofrece un libro que parece haber sido escrito desde el borde de la extinción y el comienzo de algo nuevo. No se trata de un apocalipsis de fuego ni de ciudades derrumbadas, sino del fin íntimo, microscópico, aquel que ocurre cuando el lenguaje se agota y el cuerpo deja de reconocerse en sus nombres. Desde esa grieta, la autora elabora un canto que es también un conjuro, una súplica y una ceremonia de resurrección.

En el primer capítulo, Instrucciones para cantar a los árboles, la poeta funda su territorio: una tierra de místicos extraños, un espacio que huele a incienso y palabras oscuras. “Pertenecemos a una era de místicos extraños /…/ Pertenezco a una tierra que sale del incienso y de las palabras oscuras”, escribe, y con ello se sitúa en una tradición espiritual que no busca lo divino en los cielos sino en la materia viva de la palabra. Cada verso parece emerger del humus del lenguaje, de un suelo fértil en pérdidas. El dolor es tan inmenso que siembra la tentación más tajante: “He olvidado fácilmente que una vez, / en algún momento inmemorial, / la muerte fue una alternativa demasiado confortable”; “Sería tanto alivio no sentir sobre el cerebro / el peso de las cosas”.

La voz que habita el libro se confiesa heredera de un linaje de mujeres primordiales: “Somos las hijas de la Venus de Willendorf”. Esa filiación es a la vez arcaica y subversiva: reconoce la genealogía de la fertilidad, del cuerpo, de la piedra tallada, pero también denuncia la fractura de ese cuerpo contemporáneo que ya no puede dar vida, que sangra sin fruto: “Solo puedo escribir las palabras más tristes esta noche. // Escribir, por ejemplo, que mi vientre aún no cicatriza / que el vacío le devora poco a poco la sangre /…/ Quién sabrá que alguna vez fui madre en proyecto”. En ese gesto, Aguirre convierte la escritura en un acto de duelo y de cura, como si escribir fuera la única manera de restituir un útero simbólico, un espacio donde aún pueda germinar el sentido.

El libro avanza como una travesía entre universos. El capítulo II, En este otro lugar del multiverso, abre la puerta a una poética cuántica, una especulación sobre la posibilidad de otros mundos donde la pérdida no duela, donde el tiempo no destruya. ““Existen universos simultáneos que conviven. / Lo juro /…/ Pero todo lo que existe necesita ser nombrado para ser percibido. // Por tanto, a este universo, que espera con ansia ser manifestado, / llamémoslo, en este instante, / Lugar”. La afirmación condensa la tesis esencial del poemario: nombrar es crear. El lenguaje, a pesar de su precariedad, sigue siendo el acto inaugural del ser. La tragedia que produce la herida de este libro está descrita de manera tangencial, delicada, casi de pasada, pero a la vez tan brutal como en los casos de otras poetas contemporáneas (como Tulia Guisado, por ejemplo): “Si es verdad esta teoría, / si existe ese Lugar en otro universo, / al menos, solamente una vez, / por qué no poder soñarlo / para besar sus frentes suaves / y leerles un cuento / de buenas noches”.

Ese Lugar que la autora invoca es una alternativa al sufrimiento, un plano de ternura posible: “Mamá, no tengas miedo, en este Lugar no existe la caída.” La palabra “Lugar”, escrita con mayúscula, se convierte en un espacio sagrado, una dimensión verbal donde los vínculos pueden rehacerse más allá de la muerte. Aguirre formula así, en boca de los no nacidos, una ontología del consuelo: aunque el cuerpo se desintegre, las palabras permanecen. “En este lugar / no existen los monstruos /…/ solamente las palabras / permanecen”.

Sin embargo, no hay escapismo en esta poética del multiverso. Lo que Aguirre propone no es huir del dolor, sino reconocerlo como condición de existencia y, sobre todo, de lenguaje. Cada universo paralelo no es una evasión, sino un espejo que devuelve otra forma de entender la herida. La autora sabe que incluso en los mundos posibles el cuerpo lleva su marca: “y esparcir cada fragmento malparado / en una sola gota lúcida de sangre // aquella que contiene una espesura sedosa, / el milagro que derraman toda la vida / sobre esta blancura tan terrible / del espacio que mueve a la tragedia”. El poema, entonces, no es refugio, sino laboratorio donde se destila la sangre para hacerla palabra.

El tercer capítulo, Conjuros contra el tiempo irremediable, es el corazón del libro, donde la autora enfrenta de lleno la imposibilidad del lenguaje y, paradójicamente, su poder redentor. “Inicio de los días convulsos / en que el lenguaje me estrangula / y me desahucia / con sus pezuñas tramposas de ecos / y de burlas funestas.” El lenguaje aparece aquí como una criatura viva, un animal que asfixia y al mismo tiempo sostiene. Pero Aguirre no se rinde. Reconoce la herida y la transforma: “Este libro que me late muy vivo en lo hondo / y resuena sobre los tejados / hiere como el ácaro de polvo al alérgico, / microscópicamente /…/ Hiere, como Libro que salva”. Esa frase encierra una paradoja luminosa: el dolor se convierte en salvación cuando se asume como materia de escritura. La poeta no busca consuelo, sino intensidad. El poema es una herida que brilla. El poema se escribe desde esa contradicción: la necesidad de decir y la certeza de que toda palabra es insuficiente: “Los poetas tendemos a la hipérbole / en la vida cotidiana /…/ Rezan a la forma extraordinaria / de las pequeñas cosas”.

La autora se declara una impostora del lenguaje, “una impostora / de lápices derrotados”, pero en esa confesión hay un eco de humildad que no es derrota sino resistencia. Frente a la incertidumbre, lo único posible es escribir: “En este espacio concreto / en el que escribo // –aquí– // yacen mis ganas de creer / en la conjura viva del lenguaje. // Tan amarga mi fe / como incapaz el poema”. Esa fe amarga en la palabra es el hilo que sostiene todo el libro: una creencia en la poesía como única forma de supervivencia.

El viaje culmina en el capítulo IV, Instrucciones para gritar a los árboles, donde el tono se vuelve más íntimo, casi elegíaco. Si al inicio se cantaba a los árboles, ahora se les grita: el lenguaje se ha vuelto desgarradura, pero también puente hacia los ausentes. “De este cuerpo quedan solo los estigmas /…/ De este cuerpo / solo queda la maleza, // solo quedan las palabras.” La voz poética asume su disolución, su condición de ruina, y a la vez celebra la persistencia de lo verbal como último vestigio de lo humano: “Esta niña fue una niña triste, / y es tan triste decir esto de una infancia”.

La memoria familiar atraviesa estas páginas como un río subterráneo. El diálogo con los padres que aparecen casi como figuras fantasmales, mitológicas, articula una búsqueda de reconciliación: “Te di la mano, papá, ojalá sintieras / palpitan mis dedos taciturnos sobre tu piel estática. /…/ Si hubieras estado con nosotras sabrías que existe otro universo en el que la calma es sencilla como un pájaro”. El poema es también carta póstuma, intento de contacto a través del tiempo. En esa conversación con los muertos, Aguirre convoca la ternura más pura y la pérdida más irreparable: “Os suplico, como mendiga del sosiego / en flemático proceso de cura, // no me preguntéis nunca más / por esta memoria malherida / de mi cuerpo / inhabitado, // vacío”.

El dolor se vuelve materia poética en su estado más radical: “Mamá, jamás sentiré / cómo crece un corazón / dentro de mi vientre. // … / Perdóname, mamá, por haber deseado robarte / tu nombre”. Aquí el poema ya no describe; confiesa. No hay artificio, solo el temblor de una verdad desnuda. Y sin embargo, incluso esa imposibilidad se vuelve creación: el lenguaje engendra lo que el cuerpo no pudo, aun teniendo que refugiarse en ayuda química: “Suceden las horas como rincones ebrios / por cada dosis extra de / lorazepam”. El cierre del libro deja un sabor de quietud doliente. “Eres aquello que sangra / y aquello / que silencias.” La autora parece hablarle al cuerpo, a la palabra, al lector: todos somos esa dualidad. Lo que sangra y lo que calla son las dos mitades del poema.

Manual para sobrellevar el fin del mundo es, en el fondo, una meditación sobre la escritura como acto de resistencia ante la disolución que supone una tragedia, un dolor insalvable. Aguirre no propone fórmulas para sobrevivir, sino rituales de acompañamiento: cantar, nombrar, gritar, escribir. Cada verbo es un modo de permanecer. En un tiempo donde las certezas se derrumban, la poeta ofrece irónicamente su Nueva Enciclopedia de la Incertidumbre: una guía no para entender el fin, sino para habitarlo con lucidez. Hay en este libro una tensión constante entre la fragilidad y la fe, entre la pérdida y el lenguaje. Andrea Aguirre escribe como quien abre un libro de conjuros y descubre que cada palabra pronunciada puede cambiar la materia del mundo. Su voz se sitúa en la frontera entre lo humano y lo sagrado, entre la carne y el mito, entre el dolor y la supervivencia. En un verso podría resumirse toda su poética: “El olor de la tierra mojada es garantía / de sentirse parte de este mundo inconsistente”. La autora no busca salir del mundo, aunque ansíe una realidad alternativa donde la pérdida no sucediera, sino encontrar en su inconsistencia una forma de pertenencia, curar ese dolor irreparable. La poesía, entonces, no es salvación ni consuelo, sino la manera más digna de permanecer entre las ruinas. Con Manual para sobrellevar el fin del mundo, Andrea Aguirre ha escrito un libro que late con la intensidad de lo necesario: un canto de fin del mundo que, paradójicamente, nos enseña a empezar de nuevo.