lunes, 18 de julio de 2016

El derecho a insultar



En más de una ocasión me he referido a la libertad de expresión, que debe tener los menores límites posibles. También hay que tener en cuenta el momento y la función de lo que se dice, quién lo dice y cómo lo dice. No es lo mismo que yo exprese ser antitaurino en la barra de un bar que en clase con niños pequeños. No es lo mismo que lo diga un juez en un auto que un vecino en un panfleto. De igual forma que un “guapo” o un “señora” puede significar muchas cosas diferentes dependiendo del tono con el que se diga.
Un especial cuidado, creo, hay que tener con los medios de comunicación de masas. En estos medios, como la prensa o la televisión, se debe distinguir muy claramente la publicidad de los programas, y la opinión de la información. Por supuesto esto es muy teórico, porque es muy difícil, y eso lo sabemos los aficionados a la sociología del conocimiento, que se pueda hacer una división tajante entre lo que los números parecen “cantar”, y la melodía que los “expertos” llevan ya tarareada de casa. Se debería exigir a los informativos más seriedad y rigor que durante las tertulias. Los participantes en los debates pueden expresar sus gustos y sus disgustos, pero no deberían mentir descaradamente, ni tergiversar. Aun así se podría disculpar en el fragor de la disputa.
Lo que sí me parece digno de analizar es la masiva reacción de los medios de comunicación ante determinados temas. Una reacción que acaba por trascender a las llamadas redes sociales, lo que es síntoma de que la consigna ha sido asumida por muchos ciudadanos. Digo consigna porque no se trata de una simple afinidad de posiciones, es que se repiten machaconamente los argumentos, los ejemplos, las palabras.
Uno de los procesos más importantes en la socialidad es la empatía, y, en especial, los procesos de indignación. A través de la indignación nos ponemos en el lugar de la víctima, sufrimos como propia su injusticia. Es una emoción muy potente y puede movilizar radicalmente, no sólo a personas individuales sino a grupos enteros. Los motines y los linchamientos son tristes ejemplos de esa indignación.
Lo que me llama la atención, podríamos decir que me indigna, es la disparidad en las indignaciones de mucha gente. Hay personas que se indignan por unos motivos y no por otros, eso es lógico, lo raro es que no se sientan ni siquiera aludidos cuando la causa es muy similar. Ejemplos hay muchísimos en política. Lo que nos parece una reacción brutal de unos, a los rivales le parece un “¡zasca!” digno de aplauso. Unos insultan al populismo y, a la vez, piden respeto para los que votan a los populares. Los insultos de un antiguo cantante a una política, esos no indignan tanto. Hay dictaduras que sí y dictaduras que no.
Esta semana de sanfermines tenía que salir el tema de los toros. No queda otra. Como en la feria de San Isidro o a raíz del Toro de la Vega. Son los momentos en los que unos y otros sacan sus argumentos y se entabla, no una danza, como le gustaría al profesor Emmánuel Lizcano, sino una dura batalla en la que unos atacan y otros defienden, unos buscan los puntos débiles y están cargados de razones.
Estoy en contra de los toros. No porque me gusten los animales, en realidad, no quiero tener trato con ellos. Que se queden en su sitio y yo, tan contento, en el mío. Sin embargo, los argumentos de los defensores de la tristemente llamada “fiesta nacional”, sinceramente, no me convencen. Una tradición no es, al menos para mí, fuente de legitimidad absoluta. La discriminación de la mujer y de las minorías, la esclavitud, el rechazo a la medicina son tradiciones que, afortunadamente, van desapareciendo. Que sea una fiesta legal está en sintonía. La esclavitud fue legal, la prohibición de ejercer de notario y dar fe para la mujer no se abolió hasta la II República. Hasta bien entrados los años 70 la mujer no podía ni tener cuenta bancaria propia. Y todo era legal. Los argumentos basados en la buena vida del toro de lidia y en la igualdad de fuerzas entre el toro y el hombre son peticiones de principio. Me suenan a autojustificaciones de quienes están acostumbrados al toreo. Creo que hacer daño como forma de arte sólo podría tener una lejana justificación si son dos adultos que consienten. Pero, en fin, cada uno puede tener su opinión.
A través de las redes sociales hay quienes dicen alegrarse de la muerte de un torero. Inmediatamente saltan las denuncias, el periodismo investigador a la búsqueda de la verdad, los escandalizados en las mismas redes. En realidad no hay tantos comentarios de este tipo, pero sí que son muy comentados y recomendados. No creo que la vida de una persona y la de un animal deban tener la misma consideración, lo que no significa que unos u otros no tengan consideración ninguna. Pero ahí están los indignados medios y los comentaristas que aprovechan para acercar el ascua a su sardina. Un periódico monárquico denuncia estos comentarios y los sitúa dentro del “amparo de los populistas”. Un columnista que los compara con ETA. La verdad es que la frase a la que se refiere era amenazadora, pero prefiere hacer referencia a la banda armada antes que a mafiosos. Por algo será.
Se produce un atentado, indigna si es en Francia y no si es en Bagdad. Las víctimas son inocentes si están viendo fuegos artificiales y no lo son tanto si están en un bar de ambiente homosexual. Parece que nos identificamos con unos y no con otros, siendo tan similares los hechos que, sinceramente, me preocupa.
También están los que amplían su indignación hacia el enemigo. A partir de este momento, todos los que tienen la misma religión son igualmente sospechosos. ¿Por qué no todos los que tengan la misma barba, el mismo color de ojos… o que sean varones? Hay muchos tipos de musulmanes igual que hay muchos tipos de católicos. Creo recordar que el terrorismo del IRA tenía un componente católico también, para no irnos muy lejos. Indigna a la gente ya cualquier tipo de emigrante que provenga de un país de mayoría musulmana, sea la persona o no religiosa. Viene del Magreb, ¡hay que tener cuidado!
Y de paso, arremeter contra todos los que piensan, pensamos, que la única forma es la paz y el diálogo. Acarreamos la denigrante etiqueta del “buenismo”, que, por lo visto, es la causa de todos los males. Pero, que yo sepa, los buenistas nos indignamos con las injusticias, más incluso que otros más “realistas”, pero nunca cargamos con armas, ni bombardeamos, ni dirigimos camiones o aviones contra población inocente. Ni siquiera damos capotazos.

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