domingo, 10 de marzo de 2019

Antifeministas


Día de la mujer trabajadora. Parece que las reivindicaciones feministas han saltado a la arena política como uno de los temas clave en el posicionamiento personal y político. Ineludible. Uno de los factores del crecimiento de la ultraderecha explícita es precisamente su voluntad de revertir el poco consenso social que existía sobre la igualdad entre hombres y mujeres. Uno puede pensar que este tipo de personas se corresponde con mentalidades muy enraizadas en la tradición. La expresión es sumamente gráfica. Lo que está enraizado no se mueve como las tradiciones no se mueven, a lo sumo, crecen. Se puede achacar al miedo de los varones a la incertidumbre ante su nuevo papel en las sociedades crecientemente igualitarias. También al desconocimiento más supino como aquellos que dicen que no pueden ser feministas porque son hombres. Incluso se puede denunciar el egoísmo para seguir disfrutando de una posición privilegiada. Que se muestren antifeministas, por todas estas posibles premisas, no sorprende. Digo que se muestren porque sospecho que hay muchos más varones que no explicitan, quizás por miedo, pero más probablemente por falta de conciencia, su rechazo al feminismo.
                Más sorprendido estoy con las reacciones tan viscerales que estoy apreciando entre las mujeres en pos de un antifeminismo. No son personas que sean machistas, ni en sus ideas ni en sus comportamientos, pero sí que les gusta presentarse a sí mismas como antifeministas. Y no se trata del tradicional “yo no soy feminista, soy femenina” que ha vuelto a traer al candelero Isabel Rábago, se trata de multitud de mujeres que se ven en la necesidad de explicitar su rechazo al movimiento feminista. Muchas de ellas haciendo explícita también su compromiso por la igualdad. Son las de “no me representan”.
                                Me sorprende, siempre me ha sorprendido, la capacidad desigual para la indignación que tenemos las personas. Podemos comulgar ruedas de molino propias mientras que nos resentimos la espalda como la princesa del cuento que notaba un guisante tras varias capas de colchones. Católicas que no se sienten representadas por activistas de Femem que utilizan el torso desnudo como arma y lo repiten en las redes, y sin embargo no tienen la misma necesidad de hacer público su rechazo a la pederastia de ciertos religiosos con los que, por lo visto, no tienen problemas de representación; ni especificar que su españolidad no es la de los nostálgicos del franquismo.
                Por supuesto que nadie tiene obligación de acogerse a ninguna idea, aunque ésta tienda a su beneficio. Lo que es llamativa es la insistencia en desmarcarse y socavar la lucha feminista. Es posible que tengas un temperamento que te llamen más la atención las fuerzas del orden que el antimilitarismo, que te encuentres más cerca de la Guardia Civil que de las activistas antisistema. Es muy probable que no seas de las personas que firman peticiones o que se manifiestan con pancartas por las calles. No hay que avergonzarse, faltaría más. Pero es sorprendente que día tras día intentes desprestigiar el feminismo con falacias como la del hombre de paja. Las feministas no están en contra de los hombres, están en contra de la desigualdad que privilegia a los varones. No buscan el enfrentamiento ni un trato de favor, sino que, mediante las leyes se reviertan las desigualdades de facto en la sociedad, en las leyes, en las empresas, en la educación, en la vida cotidiana.
                Hay una falacia que se repite mucho en el antifeminismo y que comparte el autodenominado “feminismo liberal”. Suele acompañarse con una cita de Ayn Rand o de Marie Curie. A esta última se le atribuye una cita falsa: “Nunca he creído que por ser mujer deba tener tratos especiales, de creerlo estaría reconociendo que soy inferior a los hombres, y no soy inferior a ninguno de ellos”. Esta frase tan repetida esconde una falacia enorme. Con la primera parte estamos todos de acuerdo, no deberían existir tratos especiales para la mujer, ni para el hombre. La cuestión de la sociedad patriarcal es que de hecho sí hay un trato discriminatorio hacia la mujer. Sin ir más lejos, borrando el apellido de soltera de Marie que, por cierto, eliminó el apellido que heredó de su padre. Ignorar las trabas que se ponen a la mujer en el desarrollo personal y profesional es una miopía temeraria. Simplemente con un recuento de las licenciadas  y comparando el dato con el número de mujeres que tienen puestos directivos en las grandes empresas nos daremos cuentas que sí que hay un trato que deja a la mujer en estratos inferiores. No porque la propia mujer se sienta inferior, sino porque la discriminan privilegiando el acceso de los varones a los puestos directivos.  No es por sentirse inferior, lo que debemos reconocer es que hay un trato diferencial sistémico hacia la mujer. A veces, en algunos países, incluso legal.
                No creo que merezca la pena insistir en este sentido poniendo más ejemplos, pero sí conviene reflexionar sobre aquellas mujeres triunfadoras que no necesitaron las famosas cuotas que defienden las feministas. ¿No es para preguntarse por qué hay tan pocas mujeres presidentas de gobiernas o jefas de Estado? Si más del 50% de los licenciados en la universidad son mujeres y menos del 15 % alcanzan puestos de gran relevancia, ¿no se debería investigar y reparar esta diferencia? Este tipo de mujeres confía en que es la valía personal la que confiere el puesto, es decir, aquellas que han alcanzado la cima del escalafón atribuyen al mérito personal su éxito y creen que un sistema de cuotas devaluaría su posición y su estatus.
                Para empezar me parece una postura de lo más insolidaria. Si yo he podido, las demás que se busquen la vida. Se ponen a sí mismas como ejemplo de que no es necesaria mayor lucha feminista porque, una vez conseguida la erradicación legal de la discriminación, el camino ya está logrado y asfaltado, señalizado y con buena iluminación. Sinceramente me gustaría conocer algún estudio micro, de prosopografía de las mujeres que ocupan cargos directivos en las grandes empresas, en los partidos o en la administración. Pienso en las lideresas del PP caídas ahora en desgracia, en presentadoras de televisión de éxito, en articulistas  de periódicos de derechas, en abogadas que hacen gala de desmontar los mitos de las feminazis. Todas gozan de una situación de privilegio que está muy lejos de las que una persona normal –hombre o mujer– pueden, podemos alcanzar.  Aún así, obviando las facilidades que han tenido, presumen de que no han necesitado ayuda y luchan denodadamente porque nadie pueda conseguir ayudas.
                En un artículo reciente de Rebeca Argudo defendía su postura –legítima– de no ir al paro el 8M. Para explicar su respetable posición recurría a calificativos como ”batiburrillo ideológico que me ha costado un dolor de cabeza considerable, media dioptría y un tic en el ojo izquierdo. Parece redactado por un bonobo borracho con horror vacui al que le hubiesen atado las manos a la espalda y un lápiz en la boca para, a continuación, encerrarlo en una habitación sin ventanas delante de un rollo de papel continuo”, “irresponsabilidad”, “imprudentes”, “feminismo locatis”, “argumentos capciosos”, “feminismo histérico”. La postura que defiende, abandonar el feminismo: “no deseo ser parte de una corriente de pensamiento que trata de imponer una visión única, una verdad oficial e indiscutible, y que señala como ideológicamente incorrecta, moralmente censurable incluso, cualquier discrepancia. Que no tolera el pensamiento crítico. No puedo ser partícipe de un movimiento cuyas formas son tan totalitarias como los regímenes a los que acusan de pertenecer a cualquiera que ose disentir lo más mínimo”.
                Ahí está la clave, en lugar de ser una corriente crítica dentro del feminismo, ser antifeminista. Y eso que una de las grandezas del feminismo es precisamente ser plural en sus formas, objetivos y estrategias. Y una de las lacras es precisamente no aceptar esa diversidad y desmarcarse inmediatamente, como un reflejo involuntario ante la mera posibilidad de pertenecer a un colectivo discriminado por la sociedad, preferir meter palos en las ruedas e incluso ser maltratadas por su pareja antes que firmar el manifiesto. Así perdemos toda la sociedad.

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