domingo, 6 de octubre de 2019

En campaña


Una de las ventajas de estar en perpetua campaña electoral es que los gobiernos se avienen a realizar promesas, incluso a cumplir algunos detallitos con el fin de ilusionarnos. Da gusto ver cómo todos los políticos colaboran en este sentir común de mejorar la patria. Incluso muchos se ponen de acuerdo en las mismas medidas, aunque, por supuesto, cada cual lo toma a su manera. Lo irónico, lo cínico es que se acusen unos a otros de electoralismo. Es triste que sólo cumplan promesas para salir elegidos, pero, por otra parte, se supone que ese es el reclamo de la democracia, que los diputados y gobiernos realicen medidas para contentar a la ciudadanía.
                Es triste también que las únicas medidas sean las que no cuesten dinero, o las que el dinero los ponga otro. Al parecer, la promesa estrella del desgobierno de Pedro Sánchez es la de la exhumación del dictador. Es difícil oponerse a esta medida sin parecer un canalla. Las derechas, sin embargo, lo están intentando, no sé si con buenos resultados. Varios argumentos son los barajados. Por un lado está la cuestión de que es el pasado. Argumento falaz, porque el Valle de los Caídos sigue en pie, regentado por una congregación refractaria a acatar las leyes de una democracia. (Ojo, democracia es aceptar las leyes y las decisiones judiciales, acusarlas de estar politizadas es cosa de malvados independentistas que claman por todos lados contra la dictadura del Estado español.) Además, nos cuesta un dinero, con lo que el argumento tacaño se cae un poco, sr. Casado.
                Yo prefiero el argumento de que eso divide a los españoles. Unos españoles casi gatos de Schrödinger, que están simultáneamente en un estado de indiferencia (a nadie le importan los huesos del dictador) e indignados por su cambio de residencia eterna. Contemos por si acaso. Los partidos que han votado a favor de la Ley de Memoria Histórica y han apoyado un traslado de los restos representan un número considerable de votantes. Vamos a pensar que a algunos les traiga sin cuidado, como a muchos otros que han votado a Ciudadanos o al Partido Popular. Se supone que si les trae sin cuidado es tanto si se queda o si se marchan. O, a lo mejor, les trae sin cuidado que estén allí porque no les parece tan mal la acción del Caudillo liberando a la España Católica de los malvados rojos a sueldo de Moscú.
                Supongo que serán igual de incoherentes como los que llevan alabando a Trump y seguirán haciéndolo a pesar de que su guerra comercial contra la Unión Europea suponga millones, miles de millones de euros de pérdidas para el sector del aceite y el vino de su querida España, esa España nuestra.
                Pensemos también que hay un sector nada despreciable que admira fervientemente, febrilmente a Franco, un sector protegido por los jueces que ven fascismo en todos menos en los directamente fascistas. No es de extrañar que el PP se arriesgue a perder estos votantes que le están siendo infieles con Vox. No hay riesgo de perder a los liberales porque se manejan muy bien en las dictaduras, y porque su odio al PSOE y a Podemos-IU-MásPaís-Equo-Compromís-FrentePopulardeJudea les impide votar a la izquierda del Padre.
                En campaña están también ellos, aprovechando cualquier ocasión, como la visita a un colegio para aleccionar a los niños de que la izquierda quiere imponerles sus ideas. En serio me pregunto si eso es legal. Por supuesto que no es ético, eso lo saben hasta los votantes-Schrödinger de derechas, que tienen que imaginar los imaginarios guiones que tienen aprendidos esos niños para preguntar y sorprenderse. Si conforme cumplieran años no perdieran capacidad interpretativa, habría que inventar categorías extra para los Goya y arrasaríamos con Hollywood de manera más fulminante que Antonio Banderas y Jordi Mollà.
                Uno de los muchos problemas de la izquierda, además del síndrome de Brian, es pensar que a la derecha se le gana con ingenio y el humor. Quizás porque recuerden la censura franquista, o porque estén malinterpretando a Bajtín y Peter Berger. El caso es que a la nueva derecha no le importa lo más mínimo el humor. Al contrario, como un buen yudoca, utiliza la fuerza del contrario para derrotarlo. En las primeras sesiones de la constitución de las Cortes, saltó a las redes una fotografía de unos diputados con la camiseta de Gaysper tras Abascal, que estaba sentado en su escaño. Gaysper es la respuesta del colectivo LGTBI+ a las provocaciones de Vox que asusta con los fantasmas arcoíris. ¡Vaya zasca! Jaleaban en la prensa progresista y en las redes. Sin embargo, en la caverna rojigualda se estaban partiendo la caja con la dichosa foto. Se reían francamente, nunca mejor dicho, de las tonterías de los activistas que buscaban la foto.
                Trump, Johnson, Abascal saben que el humor de izquierdas (que, por cierto, suele ser mucho menos zafio que el de El gato al agua) no hace daño, al contrario, les permite aparecer como víctimas del acoso mediático. No se puede decir nada, no se puede hablar claro porque llegan los ofendiditos. Ellos, tan machotes, con su hombría Schrödinger, que son a la vez el legionario más bravo y el que se toma la baja por comentarios en las redes sociales. El humor, los retuits y los likes son armas para conseguir menciones y así, financiación y que se den a conocer sus bárbaras propuestas. Porque, a diferencia de la izquierda, que promete y es impecable en el discurso pero tiene miedo de llevarlo a cabo, la derecha está deseando realizar lo que proponen los ultras, pero no se atreven a decirlo. Así ponen en práctica las políticas, pero no se ensucian con los discursos y parecen moderados y sensatos.
                La política del payaso, de la exageración de la barbaridad en los medios es muy rentable, porque se discuten en los foros públicos auténticas insignificancias, mientras que se cierran radios, se pervierte Madrid Central o se destroza el sector público para conseguir negocios con cargo a las arcas públicas. Parecer un chiste es muy peligroso. Debimos aprenderlo con Esperanza Aguirre y el juego que le dio Caiga quien caiga. No es baladí que el vicepresidente de la Comunidad de Madrid, que es de Ciudadanos, haya anunciado que se tomarán las medidas necesarias para evitar que ardan las parroquias como en el 36. Y seguro que son tan efectivas como las preparadas para un apocalipsis zombie. O como mi método infalible para ahuyentar cocodrilos subiéndome las gafas con el dedo corazón.
                Pero, antes que arda ni una papelera, ultras de España 2000 irrumpen en un cine valenciano e intentan impedir la proyección de la última película de Amenábar. Si el cineasta ha intentado no ser maniqueo y ha procurado equilibrio (espero que no equidistancia), imagino que la cinta no será nada revolucionaria, así que la protesta preventiva del fascismo español es un signo de los tiempos. Confiemos en que los jueces tenga la misma contundencia que acostumbran en casos que atentan contra las libertades de los ciudadanos. Como sabemos que han actuado contra su líder, José Luis Roberto por su acoso a Mónica Oltra.
                Y no caigamos en la barbaridad de atacar por el lado del físico, dejemos eso a esos simpáticos foreros y pseudo-periodistas de la libertad que demuestran que las feministas son más feas que las mujeres normales. Todas estas pantomimas están programadas, no son el signo de la degradación de la clase política española de derechas, sin clase, sin cultura y sin respeto. Ninguna de esas provocaciones son palabras huecas. Estamos en campaña y la derecha está ganando la batalla cultural. La económica la perdimos hace décadas.

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