Con este provocador título, Jean Chesneaux nos interpelaba a los alumnos de primero de Historia allá por los ochenta. En aquellas clases tratábamos de sobreponernos a todas las consideraciones pasadas de moda que identificaron la historia con fechas, batallas y reyes. Sabíamos que había que ir a las fuentes e intuíamos que deberíamos desembarazarnos de nuestros prejuicios para encarar la investigación histórica con rigor y seriedad. Personalmente aproveché aquellas reflexiones como una mínima puesta al día sobre la filosofía de la historia, un conocimiento, que si bien no podía ser ciencia, sí que debía estar científicamente estructurado.
La Historia, el oficio de historiador, consiste en componer de manera honesta, lo más objetivamente posible, aquellos sucesos, aquellas tendencias que ayuden a comprender el pasado. Muchos podrían pensar que es imprescindible aspirar a la objetividad absoluta, pero, ¿qué es la objetividad? Debería ser obligatorio no dar por bueno o por real un dato cuestionable, un testimonio sin contrastar, pero es completamente imposible dejar de seleccionar los aspectos más relevantes. Y es ahí donde los historiadores se enzarzan. Si quisiéramos explicar la digestión en los humanos no tendría sentido relatar qué sucede en cada célula del cuerpo humano. Al contrario, armamos un relato en el que el bolo alimenticio va pasando por diferentes fases con el fin de hacer comprensible el proceso. Un estudiante de medicina necesitará mayor nivel de concreción y seguramente un patólogo analizará detalles que, para alguien que disfruta de un pastelito, son irrelevantes. Seleccionar siempre incluye un sesgo subjetivo.
Lo maravilloso de la historia es que habla del ser humano a lo largo del tiempo y, en cierta forma, nos interpela como personas porque lo que somos hoy es fruto de lo que fueron en el pasado. No necesariamente antepasados genéticos, sino que vivimos en un escenario fabricado por gentes a las que jamás conoceremos pero que determinan nuestras vidas y nuestras aspiraciones. Mucho más espinoso es el asunto cuando consideramos como sujeto una nación. A un nivel individual nadie puede ser condenado por los crímenes que cometiera su padre, a no ser que colaborara en la ocultación de dicho crimen. Si saltamos al sujeto colectivo tenemos tendencia a responsabilizarnos de aquello que realizaron quienes vivieron en el suelo que actualmente consideramos nuestra patria (sea esta o no un estado independiente).
Reivindicamos le lengua de Cervantes, el arte de Goya o la poesía de Lorca, ese andaluz universal. Y lo hacemos como si compartir el espacio a través del tiempo nos otorgara una cualidad especial que nos elevara por encima de otros que nacieron en otros lugares, pensando inconscientemente que otros lugares no poseen genios en las artes o las ciencias. ¿Debemos estar orgullosos de nuestro pasado? Hay demasiada incertidumbre en cada uno de los términos del enunciado. La obligación del verbo puede ser matizada, porque una cosa es la necesidad de conocer lo que sucedió en nuestro suelo patrio como obligación ciudadana y otra muy distinta la obligación tediosa de recordar reyes y batallas. El orgullo puede ser vanidad insostenible o asombro ante gestas como descubrir una vacuna, diseñar un régimen de derechos o dibujar un plano de un sanatorio. Pero, ¿qué significa nuestros? Me pregunto en qué medida son nuestros los terrores de la Inquisición o el heroísmo de Numancia, el valor de atravesar la mar océana o elevar las más bellas voces a Dios. No sé en qué medida la poesía de san Juan de la Cruz o la travesía de los marinos que circunnavegaron por primera vez el globo es de mi propiedad. Puedo asombrarme de cómo Shakespeare explica los celos de manera que generaciones puedan identificarse, puedo admirar las pirámides de Mesoamérica o temblar ante lo majestuoso de las puertas de Ishtar. Entonces, ¿cuál es mi patrimonio?, ¿el de Cervantes porque escribió en castellano, en un castellano que entiendo con esfuerzo? ¿No me debo sentir parte de los que firmaron que todos los hombres han sido creados iguales?
Intuyo que los orgullos patrios sirven demasiado a menudo para tapar vergüenzas, presentes y pasadas. Y me parece indecente querer apropiarse de las expediciones del gran Jorge Juan y no comprender que en el mismo lote está la conquista salvaje, porque todas las conquistas fueron salvajes, de un continente entero y las personas que vivían en él. Me pregunto si puede haber equivalencia entre la resistencia a un extranjero que dice que ahora perteneces a otra Corona en el lado de allá del Atlántico y en el lado de acá. Podríamos decir que nos fundimos como nación en la resistencia a los ejércitos napoleónicos, esos que trajeron el Código Civil y el principio del fin de los privilegios estamentales. Porque si Fernando VII fue el rey felón, al menos era “nuestro”, no como José I, impuesto por Su Majestad Imperial. A sangre y fuego rapiñaron tesoros culturales y todo tipo de bienes materiales. A sangre y fuego también los bizarros conquistadores extremeños, andaluces, castellanos llegaron a las Indias, cambiaron su nombre, impusieron su lengua y sus leyes tan profundamente que en la actualidad heredan nombres castellanos los descendientes de los pobladores saqueados. Y eso, por lo visto, los descalifica en sus protestas.
Todas las naciones han cometido crímenes en sus relaciones de dominación. Ignorar eso es despreciar la historia. Y querer taparlo con los momentos estelares, que diría Zweig, es falsear el pasado. No me avergüenzo del pasado de los reyes castellanos y aragoneses, no soy responsable de los desmanes que, en nombre de la Corona o del verdadero Dios, se hicieran durante siglos. Me avergüenzo de quienes son mis contemporáneos y se vanaglorian de ello, porque demuestran muy poca conciencia ética y muchísimo racismo –supremacismo que dicen ahora–, como si cualquier mal causado por españoles fuera preferible a los propios porque les dimos –impusimos– una lengua o fundáramos universidades. Es muy cómodo sentirse orgulloso de Blas de Lezo sin salir de tu salón.
Aunque no seamos responsables los hombres y mujeres del siglo XXI de las barbaridades del pasado, desde mi punto de vista siempre será preferible ponerse del lado de quienes sufrieron que ensalzar las gestas de quienes hirieron, mataron y saquearon.
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