domingo, 10 de octubre de 2021

¿Hay esperanza en la educación?


En la mitología del pensamiento liberal que nació de la Ilustración hay un elemento clave que justifica el ordenamiento social. A diferencia de la sociedad estamental, cada individuo alcanza su lugar en la jerarquía social dependiendo de sus personales cualidades, mérito y capacidad. Bien sabemos que esto no es cierto, básicamente porque no todos tenemos la suerte de haber nacido ricos, que sigue siendo la mejor, casi la única forma de convertirse en rico. Nos cabía la esperanza de que la educación sirviera de ascensor social que posibilitase a quien se esforzara una serie de reconocimientos, en forma de títulos académicos y notas. A partir de ese reconocimiento, el individuo puede alcanzar puestos en la empresa, en la administración o lo cualificara para emprender una aventura exitosa en los negocios.

Ya de por sí el planteamiento incide en una serie de problemas. El primero es que es una salvación individual, no se trata de mejorar la sociedad en su conjunto, ni de acabar con sus desigualdades, sino corregir las desigualdades injustas, las que no se correspondan con el mérito personal. Así, los reponedores de almacén podrán seguir sufriendo de malas condiciones laborales y sueldos ínfimos. Son el reclamo para tomarse en serio los estudios y así poder optar a mejores ocupaciones. En cambio, no parece castigar a quienes, desde las cimas sociales, optan por no esforzarse lo más mínimo en la institución escolar. El resguardo heredado los protege.

El siguiente problema lo ha puesto brillantemente de relieve José Ángel Bergua en el diario Público, Las investigaciones de campo realizadas en diferentes países por diferentes equipos han observado que las clases más bajas, aunque “incrementaron su participación en la educación, disminuyeron su participación en la renta”. Y viceversa, lo que llega a concluir que “no disminuye las desigualdades sociales, tal como se supone, sino que las aumenta”. Parece claro que deben ser las políticas sociales quienes mitiguen la desigualdad y la educación es un ornato para las distintas clases, los blasones culturales a los que se refería el gran sociólogo Pierre Bourdieu. Tampoco ha influido en el crecimiento económico del país, una mayor inversión en educación no garantiza la buena evolución económica. Ni a nivel grupal ni a nivel estatal, la educación ha mejorado los niveles de vida, sino que estos han dependido de coyunturas económicas o demográficas. José Ángel Bergua admite que funcionan ciertos modos simbólicos de ascenso, que no se corresponden con ascensos reales, modos de vida, gustos que se emparentan con las élites y que éstas se esfuerzan en abandonar una vez se imitan por los subalternos. No debemos, pues, culparnos a la manera cristiana que repudió Nietzsche.

Ante tan desolador paisaje, ¿qué nos espera a los docentes?, ¿qué papel hemos de desempeñar si aspiramos a cambiar el mundo o, al menos, el mundo a algunos de nuestros alumnos? Es bien cierto que las clases que poseen cierto capital pueden permitirse una carrera académica con menos sobresaltos. Desde la tranquilidad de poder pagar las clases de matemáticas a los vástagos impermeables a las ecuaciones, a las colonias en el extranjero para mejorar la competencia comunicativa en inglés o alemán. No son las mismas posibilidades las que ofrecen los colegios de élite, en calidad de materiales, atención o práctica, que las de las escuelas de barrio que adolecen de un déficit continuo y a la que se le exige un compromiso vocacional múltiple, docentes, asistentes sociales, psicólogos, burócratas…

Pero quizás no sea un problema de LA educación, sino de ESTA educación, de los sistemas educativos que vamos implementando poco a poco a lo largo y ancho del mundo, especialmente en las últimas décadas. Además, está comprobado cómo las diferencias entre ricos y pobres, que habían ido disminuyendo lenta pero claramente después de la II Guerra Mundial, habían vuelto a crecer, principalmente tras las políticas económicas de Reagan y Tathcher y, de modo mucho más claro en el siglo XXI, como Piketty lo clarificó y tiene mucho que ver con el deterioro de los servicios públicos, especialmente sanidad y educación.

 El caso español, especialmente el de la Comunidad de Madrid, pero no el único, describe una situación de paulatina dejadez del sistema público en beneficio de la concertada y la privada. Dejando de lado el interesante debate que ello suscita, lo que sí está claro es que este planteamiento es una criba de alumnos en varias fases. Quienes no pueden pagar las cuotas, el uniforme o la asociación de padres y madres, quedan fuera de la concertada junto con las familias desinteresadas, normalmente tan faltas de capital económico como del cultural. Una segunda criba tiene que ver con los colegios de élite o con el bilingüismo.  La tercera con las vías o itinerarios educativos, que si formación profesional básica, que si los ciclos superiores, la universidad o el posgrado. Y así, todas las clasificaciones que hagan falta.

Para paliar los problemas de acceso se han estado diseñando programas para las minorías desfavorecidas, como el famoso Head Start que se impulsó en Estados Unidos a mitad de los 60. El programa estaba diseñado con muy buenas intenciones, pero era ineficaz tanto porque se basaba en presupuestos epistemológicos poco realistas (pensaban que un dominio del inglés standard favorecía más el desarrollo de la inteligencia que el dialecto o slang materno) y resultó que su aplicación perpetuaba los prejuicios hacia las minorías. No hace tanto la Junta de Andalucía, para impulsar la digitalización, facilitó a todos los escolares de cierto nivel educativo un miniportátil, sin tener en cuenta ni las posibilidades financieras de las familias ni el uso que se pudiera dar. En grandes números la inversión en educación era muy alta, aunque luego no se traducía en mejoras en el nivel de conocimientos o de competencia de los alumnos. Este malgasto de dinero, además, reforzaba la idea de que no era importante la inversión por alumno, sino que los resultados dependían de otros factores.

Quizás el problema resida en cuáles son los objetivos del sistema educativo. Me refiero a los explícitos, porque de currículum oculto podríamos estar hablando horas. Si el sistema se orienta a facilitar la búsqueda de puestos de trabajo no se desarrollará igual que si pretende mejorar el pensamiento crítico o la formación integral del individuo. El siguiente asunto espinoso sería poner sobre la mesa cuáles son los contenidos dignos de ser estudiados, porque absolutamente todos han sido criticados por “especialistas” en cualquier momento. Si se potencia el latín, las humanidades o la filosofía estamos perpetuando el sistema porque lo ponemos vacío, una educación ornamento. Si priorizamos los procesos más que los contenidos, entonces estamos creando una generación de incultos. Si tomamos la decisión contraria, entonces pecamos de memorialismo que no lleva a ninguna parte porque los conocimientos se actualizan continuamente. Si únicamente pretendemos dotar de un respaldo académico a la búsqueda de empleo, devaluamos el título y no favorecemos el esfuerzo. Si, en cambio, nos cerramos en que un 5 es un 5 y no se puede aprobar con menos, quizás estemos condenando al fracaso a muchos que necesitan una madurez alcanzada por otros medios…

El sistema educativo es una máquina poderosa al servicio de otra máquina aún más poderosa, pero está compuesto de elementos no siempre concordantes, sociedad, gobierno, familias, docentes y alumnado no siempre están de acuerdo en qué hay que lograr y cómo hacerlo. Sería, sin embargo, injusto, desechar la idea, la utópica idea de que es una de las pocas maneras que tenemos de cambiar el mundo. Aunque no lo haya hecho. Como decía un médico a modo de provocación, las vacunas no salvan vidas, al final todos acabamos muriendo.

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