Desde el punto de vista antropológico, el perdón es casi un ritual –a veces, literalmente, un ritual–, en el que un sujeto (o grupo) solicita el restablecimiento de un equilibrio moral (que incluye consecuencias sociales o incluso económicas) al sujeto (o grupo) agraviado, considerando como un intercambio equilibrado entre el hecho de pedir perdón con el daño realizado. Es decir, para compensar un daño se pide el perdón. Cuando no basta el simple acto de habla, se establece una tabla de correspondencia entre el daño y un sacrificio. Es un intercambio dolor/dolor. Dejando de lado, momentáneamente, la cuestión de la penitencia, este ritual presupone que el mero hecho de pedir perdón ya supone un sacrificio. Dicho de otro modo, pedir perdón duele.
Entre las múltiples curiosidades que asaltan la navegación por internet y las redes sociales, de vez en cuando uno se encuentra con pequeñas joyas que ponen de manifiesto la perplejidad ante cuestiones banales, intrascendentes, que pasan desapercibidas de tan comunes. Una madre contaba cómo había tenido que reñir a uno de sus hijos porque le había hecho daño a su hermano. No recuerdo bien el motivo, pero debió ser grave por el tono en el que lo comentaba la madre, que le insistía en que debía pedirle perdón a su hermano. El infractor, cedió y dijo: “hermano, ¿tienes perdón?”. Literalmente había “pedido” perdón. Como si el perdón fuera un objeto que se puede poseer o no. Esta anécdota pone de manifiesto el carácter de obligación que tiene para la persona ofendida el que le pidan perdón. El agresor, no solo causa perjuicio, también pone en un compromiso al ofendido. Por eso es necesario o, al menos, recomendable, dejar un espacio de negación honorable. Pedir perdón es un acto poco diplomático puesto que deja en manos de la víctima el peso de la culpa.
La Iglesia, que siempre ha demostrado ser una profunda conocedora de la psique humana, señala que, en el sacramento de la confesión se deben cumplir una serie de pasos, que incluyen el arrepentimiento y el dolor del corazón antes de solicitar la intermediación del sacerdote ante el Altísimo. El mero acto de habla de verbalizar las ofensas no es suficiente, debe existir un propósito de enmienda y acompañarse del sufrimiento que equilibre, podríamos decir, el sufrimiento causado.
En esta semana dos asuntos han tenido que ver, de formas muy diferentes, con el perdón. Por un lado, el estreno de la película Maixabel, de Iciar Bollaín, en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián pone sobre el tapete la relación entre víctimas de ETA, en este caso la viuda de Juan María Jáuregui, y los integrantes de la banda que optan por pedir perdón. Además, según la ley de partidos, a Bildu, en cuanto herederos de HB, se le exige pedir perdón y desmarcarse de la violencia que de una manera tan sibilina habían intentado negar y apoyar al mismo tiempo durante los años de plomo y demasiado tiempo después. El tema concreto de gestión del perdón por parte de los terroristas o del perdón hacia los terroristas materializado en el fin de la dispersión o de beneficios penitenciarios es demasiado doloroso y complejo para una reflexión superficial.
El papa Francisco, por su parte, ha prendido la ira de los conservadores al “reconocer los errores cometidos en el pasado, que han sido muy dolorosos”. Aunque no lo explicita, han entendido que se refiere a la Conquista y Evangelización del continente americano. Vamos a conceder que se refiere a eso, porque el Vaticano raramente da puntada sin hilo, y sigamos la lógica que establecen. Por un lado, y contradiciendo el asunto de ETA, se sostiene que no hay que pedir perdón por el pasado (el mismo argumento se utiliza para referirse al Franquismo). Por otro lado se reivindica un pasado glorioso en el que los españoles, bravos, esforzados, bizarros, llevamos la lengua y el Evangelio a tierras bárbaras sojuzgadas por el Imperio, bien azteca, bien del Inca. Es posible que no tenga mucho sentido pedir perdón por los desmanes cometidos por antepasados que nacieron en estas mismas tierras, pero, observando las reacciones es cuando mejor se comprende lo necesario de esta reflexión y la imperiosa obligación de reevaluar la historia.
No podemos, como sociedad, seguir sosteniendo que la conquista de todo un continente se hizo como una obligación moral que nos tienen que agradecer por los siglos. Se cometieron muchos desmanes que la figura de Bartolomé de las Casas no puede borrar por crucial que fuera su labor. Pero es mucho más básico. Llevar el castellano a tierras del Inca Atahualpa o de Moctezuma no fue un regalo, fue una imposición a quienes ya tenían sus lenguas. El idioma del Imperio las despreció e hizo todo lo posible por borrarlas, por mucho que algunos sacerdotes tuvieran el buen tino de conservar algo de aquellas culturas. Hablamos como si los valientes conquistadores no estuvieran al servicio de monarquías no menos crueles e injustas. Y todavía hay que sorprenderse de quienes ven en su fe, la fe que ahora profesan, la única verdadera, y la de los demás, idolatría. ¿Podemos asegurar que la nuestra es una lengua mejor que las que se utilizaban de sur a norte de América? ¿Cuál sería el criterio, que la hablamos nosotros y los descendientes de quienes emigraron de la península?
Pedir perdón por políticas de hace cuatrocientos años puede no tener sentido salvo que compartamos espacio político con insensibles e insensatos que están orgullosos de masacrar cultural y materialmente las sociedades precolombinas. Pedir perdón es un acto político de desmarque de una visión imperialista que considera inferior a los pueblos sojuzgados y no vale enmendar la plana con los argumentos de que otros imperios actuaron con mayor dureza o que existieron figuras que defendieron a los indígenas –que no a los africanos–. Pedir perdón se hace imprescindible cuando cualquier crítica al pasado –o al presente– es un ataque antiespañol. Conocer la propia historia, como sabemos quienes tenemos familia, no obliga a justificar todos los comportamientos de tus parientes.
Pedir perdón es el inicio para considerar que una posición política está dispuesta a renegar de un camino equivocado y a abandonar esas prácticas. Por eso una sociedad democrática exige a quienes tuvieron algo que ver con el entorno del terrorismo etarra que condenen la violencia que ellos permitieron, alentaron y cometieron. No es un acto de contrición religiosa, es una salvaguarda democrática. No vayamos a esperar cuatrocientos años.
“es preciso hacer una relectura del pasado, teniendo en cuenta tanto las luces como las sombras que han forjado la historia del país. Esa mirada retrospectiva incluye necesariamente un proceso de purificación de la memoria, es decir, reconocer los errores cometidos en el pasado, que han sido muy dolorosos. Por eso, en diversas ocasiones, tantos mis antecesores como yo mismo, hemos pedido perdón por los pecados personales y sociales, por todas las acciones u omisiones que no contribuyeron a la evangelización. En esa misma perspectiva, tampoco se pueden ignorar las acciones que, en tiempos más recientes, se cometieron contra el sentimiento religioso cristiano de gran parte del Pueblo mexicano, provocando con ello un profundo sufrimiento. Pero no evocamos los dolores del pasado para quedarnos ahí, sino para aprender de ellos y seguir dando pasos, vistas a sanar las heridas, a cultivar un diálogo abierto y respetuoso entre las diferencias, y a construir la tan anhelada fraternidad, priorizando el bien común por encima de los intereses particulares, las tensiones y los conflictos.” Carta del Papa Francisco
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