domingo, 21 de noviembre de 2021

¿Fascismo? ¿Qué fascismo?


En un viejo chiste de los 70, creo que había salido del cómic underground, Fat Freddy, el fumador de hierba hippioso, prefería los gatos porque los perros son fascistas. “¿Por qué?” le preguntaba un colega y él respondió, “¿Has visto algún gato policía?”. En aquellos tiempos y hasta hace no tanto, cualquier exceso del Poder, o del poder con minúsculas, era inmediatamente tachado de fascistas. Eran fascistas la policía y el ejército no porque sostuvieran que Franco salvara España del comunismo, sino porque ejercían la violencia del Estado, eran intrínsecamente fascistas. También lo eran las grandes corporaciones o los maestros que mandaban tarea a los pequeños y los suspendían. Creo recordar que hasta las normas de ortografía eran fascistas.

Han cambiado las tornas. Con aquella mentalidad, los antivacunas –mejor, los anticovidvacunas– que salieran a las calles pidiendo libertad, lo harían en contra del fascismo. Se había identificado el poder del Estado con el fascismo. Como estamos viendo, eso ya no es así. Los antivacunas y los negacionistas consideran que el Estado es totalitario si les exige el confinamiento, una mascarilla, un pasaporte covid o una vacuna, pero lo califican de comunista. Muchos de ellos no tienen problema en envolverse en banderas franquistas, incluso nazis, pero es que su libertad está por encima del bien común, que, por definición es totalitario socialcomunista.

Me extraña –y me alegra– que “fascista” siga siendo un insulto, pero me preocupa que tenga el mismo rango que “progre”. Así lo han hecho saber, por ejemplo, los integrantes del dúo gaditano Andy y Lucas al posicionarse con los obreros del metal en sus reivindicaciones. “No somos fachas ni progres”, han tuiteado. Como si fuera igual de malo defender la supremacía de la Raza española, o italiana, la subordinación de los intereses individuales, de grupo o de clase a la suprema realidad de España… que abrazar la ecología, el ingreso mínimo vital, los colectivos LGTBI, o la enseñanza pública.

Hay muchas maneras de ser de izquierdas, algunas de ellas bastante contradictorias, como la del anarquista partidario de la acción directa que lanzaba bombas a la multitud –y, consecuentemente, les privaba de la libertad de vivir–. Se puede vivir cómodamente en un comunismo totalitario y genocida estalinista si asumes una personalidad obediente e inflexible. Pero también hay maneras muy positivas de defender el socialismo, incluso el comunismo. No olvidemos, por ejemplo, la labor del PCE apuntalando la monarquía constitucional en la España de la Transición –nos guste o no lo que resultara–. Defender que el Estado debe, mediante su labor no solo de recaudación de impuestos, redistribuir riqueza para nivelar la desigualdad puede devenir en una dictadura orwelliana, pero también en una sociedad en la que los ricos puedan seguir siendo –asquerosamente– ricos, mientras que se vaya eliminando los miserablemente pobres. Quizás siempre existan ricos y pobres, porque son términos que se definen en contraposición unos de otros, pero no es obligatorio que los ricos sean cada vez más ricos a costa de que los pobres sean cada vez mayor número y más pobres.

Dentro de las posiciones de derechas caben los liberales, los ultraliberales o anarcoliberales, los conservadores, los neoliberales o neoconservadores y también fascistas. Hay muchas formas de ser liberal, alguna ciertamente liberticida para la inmensa mayoría de la población del globo, pero no hay ninguna forma honestamente sana de ser fascista. Aunque construyeran pantanos o casas baratas, la posición social del fascismo fue siempre una manera excluyente, la Patria por encima de todo y quedaban fuera todos los que eren enemigos de la Patria. El objetivo último era el engrandecimiento de la Patria, bélicamente en la mayoría de los casos. Una vacunación fascista sería la que esgrimiese la necesidad de pasar por la aguja para hacer más grande América, o la que utilizara el miedo y la amenaza por ser enemigos de España.

En cambio, lo que estamos viendo en los países de nuestro entorno, es el reclamo del bien común. Nos vacunamos para protegernos individualmente y para que no se saturen los hospitales –de enfermos covid sin vacunar o vacunados, pero también con otras patologías que han tenido que posponerse por la emergencia vírica-. Nos piden que nos vacunemos para proteger a nuestros ancianos o para volver salir a la calle y abrazarnos, para no tener que paralizar nuestra maltrecha economía. Apelamos a la conciencia ética, al bien común. Los ataques a los antivacunas en las redes tienen que ver con una insolidaridad manifiesta. No me vacuno porque estoy en mi derecho. Detrás puede estar una desconfianza hacia el globalismo de los microchips, un rechazo instintivo a hacer lo que los demás porque parecen borregos, una cobardía camuflada que prefiere esperar a ver qué nos sucede a los demás, pobres incautos que nos hemos vacunado. Puede haber, seguramente, miedo a los pinchazos… En ningún caso pueden esgrimir un argumento ético que tenga en cuenta al otro. Su fundamentación es la libertad individual y el enemigo de la libertad no es el fascismo, como en el siglo XX, sino el comunismo.

¿Por qué la dictadura comunista y no la fascista? Porque en el imaginario hacia el comunismo está la creencia de que son buenas intenciones que abocan al desastre. Una buena teoría para la especie equivocada, suelen decir. Me da la impresión de que, de una forma u otra, se admite que las intenciones explícitas pueden ser buenas. Lo que temen es que con esa excusa se oculte el deseo insano de dominar el mundo y de controlarnos a todos. Porque el comunismo es básicamente el control y olvidan el control extremo, incluso estúpido, del fascismo. Así, cómodamente se engloban en ese paraguas las regulaciones al comercio, las cotizaciones y los impuestos, la protección de la salud o de los salarios por negociaciones colectivas, la defensa del medio ambiente y la tolerancia.

Da mucho miedo pensar sobre las consecuencias sociales e ideológicas de la pandemia. Han salido a la luz aspectos muy miserables del ser humano y de los gobiernos. Las vacunas han sido arma electoralista, para atacar al gobierno o para que este saque pecho orgulloso de la vacunación masiva. Todos hemos visto a compañeros que desconfían de la vacuna como cualquier Miguel Bosé, y que se las han puesto porque son muy cobardes para negarse. Y, aunque la mayoría ha demostrado un sentido del deber ético y una fe en la ciencia y la tecnología, ha salido a relucir la masa de irracionalismo mágico que resurge. En la era de la alfabetización universal, de la escolarización obligatoria y de poder tener a nuestro alcance todo, TODO el conocimiento de la humanidad, en esa era aparecen terraplanistas, crédulos de charlatanes que desconfían de la ciencia “oficial”. No nos creemos al 99’9% de los científicos porque están a sueldo de las grandes corporaciones globalistas, preferimos hacer caso a ese ínfimo porcentaje de valientes a los que ¿nadie les paga?, ¿nadie les hace un test de personalidad? Médicos, personal sanitario y científicos que tachan de montaje el desastre económico mundial que se nos avecina no son contestados, sino que asumimos su crítica como parte de la libertad de expresión y les damos altavoz en las cadenas de televisión. Y, cuando empresas privadas como You Tube, Facebook o Twitter les corta las cuentas, dicen que es el signo del comunismo globalista.

Apañados estamos.

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