domingo, 7 de noviembre de 2021

¿Quién te ha dicho a ti que quiero que consumas sano por mí?


El ministro Garzón ha anunciado en esta semana su propuesta de limitar la publicidad de productos infantiles poco sanos. La derecha, por supuesto, ha corrido a atiborrarse de dónuts, chocolates y bollería. Supongo que se verán a sí mismos como seres pusilánimes, incapaces de resistir la falta de publicidad para consumir aquello que tanto les gusta y que tan poco favor les hace a su salud. Son como niños, que necesitan una guía, y si ésta les falta, se rebelan como malcriados. Eso sí, con orgullo, como el de nuestro admirado expresidente que no solo consume todo el vino que se le antoja sino que luce orgulloso unos abdominales de envidia.

Ya pasó con la carne. Pregonar contra el consumo excesivo de carne, si lo hace nuestro querido ministro, es un escándalo que motiva al no menos querido presidente de gobierno a saltar a la palestra mediática en defensa del chuletón. En cambio, si lo recomiendan las serias y formales administraciones andaluzas, gobernadas con mano recta pero amable por el Partido Popular en comandita con Ciudadanos, entonces es una recomendación saludable. No en vano nuestro consejero de Salud es médico.

Uno podría preguntarse por qué no ha salido tan apuesto ministro a regular el recibo de la electricidad. Por lo visto es de otro negociado. Eso no quita para que nos aclaremos qué ha sucedido para que suba la enormidad que sufrimos. Quizás tenga que ver con el restablecimiento de la actividad humana e industrial tras la pandemia, en la que las grandes productoras de electricidad tuvieron que bajar algo los precios, pero aguantaron el chaparrón dignamente. Ley de la oferta y la demanda. Si aumenta la demanda, suben los precios. Pero si baja, entonces resistimos como podemos los precios. A fin de cuentas, el sistema nos lo permite.

El sistema, al parecer, es similar en los países de nuestro entorno. Y, efectivamente, también ha subido el precio del kilovatio/hora. Hay, empero, factores que nos diferencian, o debe de haberlos, porque nuestra nación sufre una mayor subida de precios. Quizás se deba a que cobramos en la factura asuntos que no son propios de tal, sino de asiento en otro presupuesto. Verbigracia, los costes de las renovables.

No termino de comprender cómo va a hacer eso subir una factura si siempre los hemos cobrado, y no aumenta proporcionalmente a nada. La diferencia debe estar en otro lado. Quizás, digo, quizás, se deba a que nuestra manera de facturar permite a las compañías aumentar los precios, con los llamados beneficios caídos del suelo. Así que, más que suprimir impuestos o peajes, habrá que regular los beneficios extraordinarios que no se deban al aumento del costo de producción. Aunque eso parezca, a los ojos de los economistas con coquetas gafas de pasta de colores, ir contra el mercado.

No debería ser un problema para un ministro comunista.

Pero no me extraña que Garzón esté por prohibir la publicidad de este tipo de productos. Entre otras cosas por el tipo de publicidad que se hace. Básicamente, los productos industriales de bollería se dividen en dos grandes grupos, los anfetamínicos y los psicodélicos. Los primeros dan tanta energía, si no más que una raya de coca bien pura. Hace que los tiernos infantes salten, jueguen, corran, se tiren por barrancos o salven ballenas con fuerza sobrehumana.

De siempre había tenido a la Fanta como una bebida para niños pequeños, pero si atiende a los anuncios, con adolescentes sin problemas de pasta, es la bebida energética más adecuada para los deporte de aventura y riesgo.

Los psicodélicos, cuando menos, desatan su imaginación, ven dinosaurios donde no existen o comprueban cómo copos de maíz se vuelven soeces mientras saltan sobre un tazón de leche o destrozan otros juguetes. Los batidos pueden hacer ambas cosas, dan energía como una anfeta y despiertan las puertas de la percepción.

A fin de cuentas solo está regulando la publicidad en horario infantil y dirigido a los menores. Suponemos que los mayores somos lo bastante adultos como para no caer en el consumo indiscriminado de doritos, bollicaos o chococrispies. Y todo porque no hemos sido lo bastante adultos como para negarnos a conceder los caprichos de bollería industrial a nuestros vástagos.

 

 

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