martes, 7 de diciembre de 2021

Reseña de Coriolano González Montáñez: ‘El viaje II. (Poemas 2002-2019)’. Ediciones Liliputienses. 2021

 EL VIAJE II | JULIO CORIOLANO GONZALEZ MONTAÑEZ | Casa del Libro


Recientemente hemos comentado de Coriolano González Montáñez Padre (2002-2016), que recogía poemas nuevos y rescataba algunos en homenaje a su padre. Este poeta y profesor tinerfeño presenta ahora una reunión que completa la anterior antología que reunía los primeros poemas,  El viaje (1984- 2000). A pesar de la evidente amplitud temática, es cierto que el homo viator es el nexo común que permite, desde el propio título, aunar los poemas. Concretamente, el primer volumen que se recoge en esta recopilación, publicado en 2011, se titulaba, Cuadernos y notas de viajes (1988-2007). Entre los poemas podemos espigar las impresiones de viajes realizados y también otros que no pudieron llevarse a cabo, como si la vida se compusiera tanto de las posibilidades que tomamos como de las que apartamos: “¿Recuerdas cuando no fuimos a Venecia?” (Venecia en invierno).

Inevitables son los ecos de Itaca de Kavafis o de El camino no tomado de Robert Frost: “El viaje ha comenzado. / Creta no es el destino, / es el pórtico, / el umbral” (En el avión. Primer día); “He comenzado a entender / que el distanciamiento no puede ser físico, / que la búsqueda no puede partir sino de la geografía de la emotividad” (Atenas, Tercer día); “El viaje es el descubrimiento: / qué lugar nos corresponde / cuando en los caminos ya no hay trenes” (Quinto día).

La actitud de un viajero que no solo llega a un lugar sino que pretende sumergirse y contar la experiencia va más allá de la agencia de viajes o el explorador geográfico, debe transmitir la emoción para un lector desconocido (“¿Qué paz produce un mundo lleno de palabras / y ajeno a las emociones?”, Tumba de Kazantákis) y para sí mismo (“Gemisa, parece que solo hubiera venido a Brașov para encontrarte, para que encararas mi poema y nos uniera la emoción de un recuerdo que es el mismo”, Universidad Tansilvana de Brașov). Coriolano González lo resume: “Vendré mañana e imaginaré que puedo ser Stendhal / y no un turista más que acumula pasos, fotos, recuerdos / para atestiguar que simplemente estuvo en este lugar. / El viaje ha muerto. Ha muerto en mí” (Primer día. Florencia. Callejeo).

La luz (2010) es un libro de haikus del que podríamos destacar, como ejemplos de la minuciosidad de la mirada: “Sobre la arena / cuatro huellas de pies: / dos son de niño”; “Tierra quemada: / unos pájaros vuelan: / no dejan sombra”. Los poemas seleccionados de El tiempo detenido (2006) transmiten una sensación de pesadumbre, cercada por la muerte y el vacío: “La muerte sucede en lo cotidiano, en un morir lentamente /…/ Y que quizás halle consuelo en el silencio que tú ya ocupas”; “Me encamino hacia un paisaje sin recuerdos”. Y podría parecer, por el título, Otra orilla (2008), que ahonda en la reflexión sobre la muerte, pero, en cambio, atisbamos una serie de cuadros de enorme sensibilidad y belleza, donde subyace una actitud de asombro hacia el detalle: “Un amanecer azul cuajado de nubes rosas / en un coche que cruza veloz el desierto. / Y el mar” (Cuadro 1); “Todas las lluvias me invaden / y que sé que son una: / mi inmolación que es una y muchas, / que no me pertenece” (Lluvioso). Aparecen también escenas que continúan la meditación más trascendente: “¿Cómo dibujar el amor entre el niño y la anciana?” (Cuadros IV) o “¿De qué se nutre el vacío? /  Él todo lo llena / y si espacio lo ocupa de sí mismo” (Sobre el vacío). En esta línea algunos poemas se detienen en el proceso de la memoria como símbolo de la identidad y del paso del tiempo: “¿De qué estamos hechos si solo somos memoria?”; “Sucede que extraviamos un objeto / donde reside memoria de nuestra vida. ¿Desaparece con él nuestro recuerdo? / ¿Quiere decir, por tanto, que no lo vivimos, / que jamás sucedió? / Porque lo que ahora nos pertenece / es solo la memoria de una memoria. / Imperfección, irrealidad” (Acerca de los objetos y la memoria).

Hay que reconocer que una intensa vena existencialista se cuela en la poesía de Coriolano González Montáñez, una dolorosa conciencia de la incertidumbre en el conocimiento y de la certidumbre pesarosa de la muerte: “Apenas me asomé a la verdad / en la puerta del vacío: /una intuición y el vértigo / en el descubrimiento” (El paisaje más allá del paisaje). Quizás sea por ello que confiesa que “Escribir es un ejercicio de soledad y de dolor. Pues cada palabra es nuestra y solo a nosotros nos corresponde la condena de sostenerla. Nadie puede acompañarnos. Escribir es un ejercicio de delirio” (Acerca de la literatura).

En 2009 publica Retorno (The dream is over) que, de manera consciente insiste en esa necesidad de vivir a la búsqueda de la verdad por mucha soledad que acarree: “Había llegado la hora del reconocimiento, / de sabernos solos y únicos en el mundo que agonizaba” (Decadencia); “Cayeron los muros y las máscaras / (aunque esto ya lo escribí en otro poema) y la desnudez nos hizo comprender”. El proceso de conocimiento no lleva al gozo, sino que condena a una soledad y a un dolor: “Solo es el instante supremo de sufrimiento, / de pérdida, de abandono, / somos capaces de encontrar al otro, / de reconocer a aquel que nos sustenta” (Guitarras desafinadas en Graffon Street).

Unos años más tarde aparece Papa del exilio (2016). En los poemas que aquí aparecen se advierte un endurecimiento del carácter, una aceptación del pasado: “Te vamos olvidando / de la misma forma rutinaria / con la que todo se sitúa nuevamente / en su lugar / o en otro que se impone” (Cumpleaños). Se recupera la herencia de recuerdos de personas y relatos (Abismos), (Cenizas a las cenizas), pero especialmente, la figura central del Padre. Citando a The Doors en la clásica The End, “Padre, vengo a matarte” (Padre). Es su muerte todas las muertes, el anuncio definitivo: “Mientras aguardo ante la puerta de embarque, / observo mi maleta sin facturas, / una maleta de dimensiones precisas / donde llevo todo lo necesario / para una semana y constato / cuánto de inútil acumulo en mi vida” (Sala de espera del aeropuerto). Porque, ciertamente, “La muerte nunca viene sola” (Una muerte).

En Mapa de la nieve (2019), como en la poética de la experiencia, lo narrado trasciende, no como símbolo, sino como pórtico, umbral a la conciencia de la muerte y el recuerdo, lo trascendente universal: “Como el primer llanto del hijo / en su primera noche en la casa / La plenitud” (Último verano); “El hombre desahuciado solloza, grita, «No quiere morir»” (Inmortalidad). En este libro, y se vio más claramente en Padre, “Escribo sobre la pérdida” (Goyito). Una pérdida que hace reflexionar hacia el pasado: “Que escuchar que una vez fuimos héroes. / Que recuerden que el mundo inabarcable abría sus horizontes. / Que sepan que fuimos inmortales. Que fui inmortal/…  /No te olvides de olvidarme”  (Misiva para un funeral). Y que, de una forma inexorable volverán a suceder como si el pasado solo fuera el presagio del futuro: “Para buscar restos de tus huesos / y deshacerlos en mis dedos / darme cuenta / de que jamás te irán” (La piedra del valle).

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