lunes, 2 de junio de 2025

Reseña de Nicolás Corraliza: ‘El mar que nos salva’. El sastre de Apollinaire. 2025

EL MAR QUE NOS SALVA 


En El mar que nos salva, Nicolás Corraliza Tejeda nos entrega  una cartografía emocional y existencial. Ofrece un despliegue lírico de madurez, una reflexión poética depurada que oscila entre lo íntimo y lo colectivo, lo material y lo espiritual, lo histórico y lo personal. El mar se ofrece como metáfora doble: salvación y amenaza, espacio de tránsito y de hundimiento, de memoria y de olvido. Los poemas van construyendo un universo fluido, sensorial, donde la palabra es a la vez salvavidas y oleaje. Lo que salva, parece decirnos Corraliza, no es la estabilidad de las certezas, sino el movimiento, la búsqueda.

La estructura del poemario se organiza en secciones que funcionan como estaciones del alma: Crece el verano en la luz, Playa de los estoicos, El artilugio del reloj, Lírica y liturgia, El cuerpo y el viaje. Esta disposición responde a una voluntad compositiva que va más allá del fragmento individual y aspira a construir una suerte de liturgia contemporánea. Nicolás Corraliza aprovecha los materiales poéticos como teselas purificadas: “Nuestra clase es sagrada: nuestra ceremonia carece de doctrina”. Uno de los grandes aciertos de El mar que nos salva es su capacidad para conjugar lo sensorial y lo simbólico con una economía verbal eficaz y una imaginería vívida. En el poema La noche en fuego, por ejemplo, Corraliza escribe: “Sea un incendio la pena: / una lumbre mayor / en la llama de los días.” Aquí la pena se convierte en llama, en materia transformadora, en luz que arde desde dentro. Esta relación entre fuego y afecto recorre el poemario como un eje temático constante. El dolor es parte del ciclo cotidiano, una llama que arde constantemente, implicando la inevitabilidad de la pena como parte de la experiencia humana. El uso del fuego, como el mar, símbolo dual, destructor y elemento de vida y renovación, es característico del poemario.

También el tiempo es una presencia ineludible. El poemario no teme explorar el desgaste y la pérdida, pero tampoco cae en el lamento: lo trasciende con una mirada serena, madura. En Compás de espera, el poeta sentencia con resignación lúcida: “El acto de vivir cada día / implica a lo monótono / en el origen del amor. / No hay lluvia al otro lado. / Nadie vuelve para contarnos el paraíso”. Frente a la imposibilidad de certezas trascendentes, el lenguaje se convierte en refugio, en “hogar donde la palabra cobije y reconforte / cuando el ruido nos alcance” (Una promesa). El artilugio del reloj aporta los poemas más directamente relacionados con el tiempo como un abstracto: “Vivir en el lenguaje y habitar en él /…/ Existe un fuego acertado en el silencio” (Una promesa); “En un estambre de dos cuerpos / nosotros y el mundo a solas” (Anotación floral). A veces el ser consciente del paso del tiempo no es más que un memento mori: “Mi ángel de la guarda / acuerda con la muerte un nuevo tiempo” (La primera piedra). La sabiduría que encierran estos versos es la que navega entre el pasado y el presente, entre el futuro cierto de la muerte y la conciencia que hace disfrutar de la vida: “Quizás nunca nos fuimos: /nuestro litoral es de tierra y ocaso” (El camino inverso).

Ofrece un respiro de optimismo en medio de la reflexión sobre el dolor y el desasosiego. La superación del miedo se presenta como un estado alcanzado, y en ese contexto, la vida se transforma en un milagro "continuo”. La sencillez del verso refuerza la idea de que lo milagroso es inherente a la vida cuando se ha dejado atrás el miedo. El lenguaje se presenta como una morada, un espacio en el que se vive, no solo como un medio de comunicación. En este sentido, la poesía de Nicolás Corraliza es, en su concisión, muy conceptualista a la par de agarrada a lo material y los sentidos. También es un espacio donde puede haber verdad o revelación, el "fuego acertado". Esto sugiere que el silencio, puede ser una carencia, y puede ser una forma intensa y significativa de experiencia. Cuando sentencia “El lenguaje es un viento en ruinas / que calla. / Ya no ríen los amantes / cuando se cruzan” (Umbrío), los versos más que la belleza, evocan una sensación de deterioro, de pérdida. El silencio que sigue a esa imagen resalta la imposibilidad de expresar, una distancia emocional, una reflexión melancólica sobre el agotamiento del lenguaje y la pérdida de la intimidad.

El compromiso con la naturaleza y la ecología es otro de los ejes relevantes. Lejos de una retórica panfletaria, el autor deja que la imagen poética hable desde lo esencial: “Arden islas metales y plásticos, / arde el mal fuego / hosco y desbocado en su hálito de humo. / Un sol insano como nosotros… / El amor es el mar volviendo” (Caudal de ceniza). La degradación del mundo no es aquí una queja externa, sino un espejo del deterioro interior, de una humanidad perdida en su propia combustión. La naturaleza aparece como un elemento que alimenta mientras que el poeta aporta la memoria, el puente entre lo pasado y lo presente.

En lo formal, Corraliza opta por el verso libre, conciso, casi lacónico, aunque no abandona el ritmo ni la musicalidad. Hay cadencia, hay oído, pero también hay libertad en el fraseo. El poema “Club de lectura” ofrece una clave para entender su concepción de la poesía: “Un libro es siempre una evasión: / una victoria frente al tiempo / para que no se vaya del todo”. Así, su obra se presenta como un intento de fijar algo de lo evanescente, de lo que el tiempo arrastra sin remedio. Algunos textos destacan por su belleza epigramática, como Equilibrio: “Sucede siempre en la belleza. / Cerca del árbol / se ha posado en el aire / un colibrí, ocupando / su justo sitio”. La imagen es clara, serena, y sin embargo cargada de una simbología que remite a la armonía, la fragilidad y el asombro, a cierto espíritu zen. Los versos exploran la interacción entre el tiempo, el amor, el lenguaje y la experiencia humana con una profundidad y una sensibilidad que invita a la reflexión. El lenguaje poético, a menudo cargado de imágenes poderosas y simbólicas, logra transmitir una serie de emociones complejas, desde la angustia y la pérdida hasta la esperanza y el milagro. Las referencias al fuego, el silencio, la naturaleza y el lenguaje como elementos simbólicos recurrentes refuerzan la temática de la transformación y el ciclo continuo de destrucción y renovación, características inherentes a la condición humana. Estos versos invitan a un diálogo constante entre lo efímero y lo eterno, lo tangible y lo espiritual.

En otros, la crítica social emerge con mayor contundencia, aunque siempre desde una voz poética contenida. En “Compromiso”, el autor nos lanza una advertencia: “Nos hacemos los dormidos / para que nadie perturbe / este sueño tan real”. No es un reclamo militante, sino un murmullo revelador sobre la inercia moral y la complicidad pasiva de nuestra era que va más allá de lo concreto o personal: “Pobres héroes, siempre soles / en el calor de la historia” (La ceniza de los astros). El mar que nos salva no pretende ofrecer respuestas definitivas, sino acompañar al lector en la formulación de nuevas preguntas. Hay en sus versos una invitación constante a mirar, a sentir, a detenerse en el detalle. En El sol en las primeras aguas, la mirada se afina: “No enturbies el recuerdo. / Deja que fluyan las corrientes / sin mezclarse, para que lo visible / sea la piedra sumergida”. El poema exige atención, profundidad, una lectura que no se quede en la superficie del lenguaje: “A veces tomo un rodeo / para no pasa cerca de un tiempo / que ya no sé” (Fluxus).

Mención especial merece el tono elegíaco y al mismo tiempo vitalista que atraviesa el libro. En Crece el verano en la luz se advierte claramente esa mirada hacia la belleza. Es una especial manera de entender el epicureísmo que acepta como regalo lo que se nos ofrece: “Nos da de beber la nube. / La memoria lo enroca / en los días de fuego” (Brindis). Sin embargo, en la sección Playa de los estoicos es otra la tendencia, que, por otro lado, es la predominante en la poesía de Nicolás Corraliza: “El amor de la lluvia en su ternura. / Esperar la claridad en nuestro oficio”; “Nos hemos distanciado. / Hemos dejado que la primavera se aleje / y hemos abrazado / a predicadores y a tormentas”. Estos versos reflejan un lamento por lo perdido, el distanciamiento físico y, sobre todo, emocional, frente a fuerzas opresivas y destructivas de lo cotidiano. Habrá otros versos que rediman la pareja y la alejen de las tormentas del mar y los predicadores de tierra. En realidad, la propuesta vital de estos versos navega entre la aceptación y el gozo: “Antes del alba / despertábamos. El campo se desplaza / en su extensión, y la luz se hacía visible. / Olvidamos aquella bendición, / por una celda confortable”. O más claramente: “El miedo ya se fue, / y el milagro es continuo”. Lejos del patetismo, el poeta acepta la finitud como condición de la belleza. En Últimas voluntades, afirma: “Nuestra gran oración / es una plegaria principiante. / Una aventura en el caos: / un modo de vida”. Lo caótico no es obstáculo sino campo de juego. La poesía, entonces, puede no redimir, pero sí acompaña. En cierta forma, Nicolás Corraliza se mueve en un contraste entre la vitalidad de lo natural y la opresión de lo moderno o lo artificial. Y su posición siempre apuesta por no olvidar "aquella bendición" por "una celda confortable" que es la cotidianeidad deshumanizadora.

Otro de los temas, el homo viator se relaciona directamente con el concepto de ese mar que nos salva y se centra, especialmente en la sección El cuerpo y el viaje: “Sobre el arpa del mar / la ola que nos lleva” (Adónde). El viaje abunda en la problemática, en los avatares de la odisea: “El tempo es un sol enorme. / La llama, premio y castigo” (Días de verano). Que, además, nos confiesa, no siempre avanza: “De nuevo el combate: / en defensa propia, la huida” (Balcón del vértigo). Y es el cuerpo porque el viaje es sobre todo una experiencia amorosa: “Lo real es porque el corazón así lo late” (Zona franca); “Sumergido: / encajado a tu boca / por los labios” (Náutica fina). En este sentido, el viaje de la vida tiene un destino (“La vida que fue ya nos pasó. / Ahora la luz. Aquí contigo”, A estas horas) que es un desafío definitivo: “Surge de la vida y de la muerte, / pero la muerte no cuenta” (Cabotaje).

Lírica y liturgia incluye poemas en los que el oficio, ya sea de poete, de profesor (Qué tristeza / las aulas en verano /… / una tristeza /enjaulada hasta septiembre”; “Es el aire la escuela más capaz”, Armario);  de la vida (“Ha pasado el tiempo: / no hay distancia en nuestros cuerpos” (Adagio sangre cuando el crepúsculo; “Así es la vida en lo aparente. / Lo que empuja hacia afuera busca la verdad”, La gestación de los disfraces), es el protagonista. Puede ser entendido como una propuesta poética: “Con el hambre adelantado, / un porvenir, una extinción / de luz en demasía” (Hueso); “Por amor y por desbordamiento, / honra la poesía” (Dulces temblor en los frutales); “La voz ingobernable del poema. / Aproximación al destello / de una luz definitiva” (De una luz definitiva). Una manera de entender la poesía que busca la mirada y luego destila sobriamente las palabras que encierren el misterio: “Al otro lado del mundo / camina un hombre. / Su ruina parece mi zancada, / y en sus ojos, / veo clavada mi astilla” (La nieve del amor). Además de palabra en el tiempo, puede ser un fogonazo (“No es la palabra. / Son sus deslumbramientos / la luz que guía”, Monumental de fe) y es medicina: “Renacer la sanación: / la cura en el centro / en los paisajes de la piel” (Medicina natural). O, dicho de otro modo: “La ceniza es el final de la escritura” (Ritual de los deseos). La escritura es un proceso que culmina en lo que ha sido consumido y destruido.

Nicolás Corraliza nos entrega un poemario sólido, profundo y necesario. En tiempos de velocidad, ruido y banalidad, su palabra se ofrece como una pausa iluminada, una zona franca donde todavía es posible pensar, sentir y, sobre todo, resistir con belleza. El mar que nos salva es un acto de fe en el lenguaje, en su poder para devolvernos a lo esencial: “Palabra por palabra, / una nobleza nueva para construir / otro mar en forma y fondo” (Dulce temblor en los frutales). Una obra para releer, para escuchar en voz baja, para dejar que nos salve, aunque sea por un instante.

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