domingo, 25 de agosto de 2019

El interés de ser facha

La verdad es que me complace que “facha” siga siendo un insulto. Creo que también tiene que ver con la similitud fonética con “facha” en expresiones “¡vaya facha que traes!”. Para ser justos, la verdad es que prefiero insultar con precisión y no es bueno que se vaya confundiendo el fascismo con cualquier tipo de intransigencia. Mi prueba es comparar las ideas con las de Mussolini o las de José Antonio Primo de Rivera. Si coincide en un 80%, por ejemplo, ya me vale. Quizás para algunos ser facha no es un insulto, y llevan a gala la herencia de Primo y seguro que también hay quienes ondean la bandera como un símbolo de una actitud contestataria, en el sentido, valga la comparación, con la que el movimiento queer hace de la descalificación. Son y quieren ser outsiders. 
     ¿Qué es lo que hace que una persona de bien sea de una ideología o de otra? Digo persona de bien para descartar la mala fe y los intereses monetarios de arrimarse a un partido político. Jason Stanley ha conseguido cierta celebridad gracias a la traducción de su libro Facha en Blakie Books. Hace, a mi entender, un diagnóstico bastante acertado de las características que definen al fascismo actualizado. Sus puntos ideológicos principales incluyen la referencia a un pasado mítico, el uso desvergonzado de la propaganda que incluye una actitud básicamente antiintelectual y una percepción de la realidad ciertamente demencial. Proponen, en cambio, un retorno a la jerarquía y el orden público, adoptando una actitud claramente victimista ante las nuevas realidades sexuales y migratorias. La principal diferencia con el fascismo clásico es la actitud ante la intervención del Estado en economía, muy intensa en los años 30 y prácticamente inexistentes para los nuevos. Esta actitud, evidentemente, declina cualquier ambición social, dejando a los trabajadores a su suerte, como nuevos empresarios de sí mismos. Por eso hay quienes les llaman “not even fascists”, “ni siquiera fascistas”.
     Estando completamente con estas características, creo que Jason Stanley queda un poco cojo cuando deja de analizar los intereses (económicos principalmente, pero también sociales y morales) que hacen que alguien se encuentre cómodo con una ideología porque defiende lo que cree justo y le conviene. Queda todo prácticamente reducido a características psicológicas.
     Desde un punto de vista diametralmente opuesto, el neurocientífico canadiense Steven Pinker, también venía a defender en La tabla rasa, que los individuos vienen provistos de unos circuitos neuronales que les hacen ser de derechas o de izquierdas. Dejando aparte que luego, en su disertación Pinker resbala muchísimo, es simplista deducir que uno está más cómodo siendo conservador o revolucionario sin tener en cuenta que se puede ser conservador de una situación socialdemócrata o revolucionario como los carlistas, hacia atrás en la historia. El profesor José Antonio Marina también esquiva la cuestión de clase y de intereses cuando desarrolla la historia de la ética, como si los “descubrimientos” morales crecieran en el vacío dependiendo de la brillantez de un personaje que convenciera a los demás. Así, la Revolución Francesa pierde la narrativa de clase burguesa que asalta el poder legislativo para convertirse en una debate abstracto sobre los derechos humanos. Adorno y su grupo investigaron el factor F de autoritarismo para comprobar la dependencia psicológica personal hacia la autoridad y la obediencia.
     Para conocer bien el funcionamiento de una ideología hay que partir de la concepción que tiene sobre el hombre, sobre si es bueno o malo, egoísta o trabajador. Una vez que se parte de ese diagnóstico, queda poca duda sobre cuáles son las medidas que hay que tomar para conseguir la felicidad, la armonía o cualesquiera que sean los objetivos de esa posición ideológica. Muchas veces sólo atendemos a los valores a los que se aspira olvidando que éstos sólo parecen pertinentes si asumimos la presunción sobre la naturaleza humana.
     Así, en la decisión de integrarse en una ideología política influyen no solo las características y los gustos personales que basculan hacia la derecha o la izquierda, a conservar o a cambiar. Es una decisión mucho más amplia, en la que se cuelan otros gustos “personales” sobre los medios y los fines. Siempre he pensado que más que factores de atracción hacia un polo, son los de rechazo los que nos definen. El asco hacia un grupo, un líder, unas ideas nos posicionan con más claridad que las bondades de sus contrarios.
     Pero, sobre todo, hay que tener en cuenta los intereses que cubren esas ideologías. Olvidando las connotaciones negativas que tiene la palabra interés, porque, en el momento de enunciar que alguien tiene “interés” sobre alguna idea, aparecen las sospechas sobre motivos ocultos, especialmente monetarios. Intereses son los de clase, pero también los que tienen que ver con los morales o religiosos, y otros muchos que se integran en la identidad de grupo. La pertenencia a determinado grupo puede ser motivo suficiente para adoptar unas ideas, con la misma fuerza que el rechazo al extranjero sirve como cemento social y político. El asunto es muy complejo, por eso, en la tradición marxista se habla de traidores de clase y de falsa conciencia.
     Por eso creo que es un grave error y una desconsideración considerar en bloque a los seguidores de cualquier tendencia como ignorantes, tarados o atribuirles malas intenciones, como destruir la civilización occidental o romper España. Quizás, desde nuestro punto de vista, las pretendidas soluciones de nuestros rivales políticos lleven al desastre, pero debemos asumir que o bien obedecen a una buena intención o bien responden a unos intereses.
     Son los intereses los que distinguen, por ejemplo, a regímenes en apariencia similares. Gobiernos que toman medidas parecidas pueden responder a intereses muy diferentes y por eso se diferencian. Por ejemplo, la dictadura nazi y la estalinista utilizaron métodos muy parecidos, por eso Hanna Arendt los incluyó entre los regímenes totalitarios. Sin embargo, mientras que grandes grupos industriales financiaron y salieron beneficiados de las políticas expansionistas de Hitler, en la URSS, no fueron grandes capitalistas, que acabaron represalidados, asesinados o deportados, sino que obedecían al aparato de partido. Puedes defender libertad económica y ser la Dama de Hierro en una democracia consolidada y defender las mismas medidas en la sangrienta dictadura de Pinochet.
     Por eso hay que preguntarse quién sale beneficiado de las políticas en primer grado, porque, teóricamente todos buscan el bien común a la larga.

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