viernes, 14 de enero de 2022

Reseña de Alicia Sánchez Martínez: ‘El dulce líquido’. InLimbo Narrativa. 2021


 

La barcelonesa Alicia Sánchez Martínez cuenta en su haber un par de novelas, Violeta en el Jardín de Fuego (2016) y En carne extraña (2018). También un cuento infantil y numerosos relatos de terror, ciencia ficción y erotismo. En estos seis relatos podemos, claramente, apreciar un nexo de unión, ese líquido, que se va repitiendo de una manera o de otra en cada historia. Pueden ser unos fluidos u otros, pueden aparecer como inicio o como conclusión, como decorado, como detalle trascendente.

El ambiente en el que se sitúan las narraciones tiene muchos visos de realismo, pero de un realismo, no mágico en el sentido que pudieron darle los autores como Rulfo o García Márquez, sino más bien una percepción de que la realidad es mucho más profunda que las meras apariencias. Como bien supo leer el agente Cooper en Twin Peaks. El ambiente es muy cercano, a su manera, al espíritu de David Lynch y quizás esa es la razón para que el protagonista de La viuda negra tenga ese nombre. Los límites humanos de la percepción son los que nos impiden ver la realidad en su conjunto y por eso el Mal, personificado o como una sombra, convive con los personajes. Está mucho más manifiesta la conexión en algunos relatos que en otros, como El fruto de mi vientre, fragmentado y onírico en ocasiones.

Los humanos pueden ser bestias, las madres pueden ser fantasmas, la pesadilla cobra tanta realidad palpable como el trauma cotidiano. Es de reseñar el protagonismo femenino tan perturbador de los relatos. No hablamos de heroínas perseguidas, sino de madres imperfectas, tóxicas, de protagonistas cobardes o caprichosas, de monstruos directamente como en Piel de sapo. Más que buscar una identificación, Alicia Sánchez Martínez consigue un catálogo variado de caracteres que deambulan, con sus defectos, alrededor del Mal.

Era mi madre. Sabía que era ella. A veces se me aparecía desnuda, exhibiendo sin pudor su cuerpo escuálido de costillas prominentes. Me enseñaba la cicatriz de la cesárea, un grueso cordón blanquecino que le partía el vientre en dos, y entonces me venían imágenes, recuerdos imposibles que parecían alucinaciones. Cerraba los ojos y me parecía revivir mi nacimiento: la brusca llegada al mundo, el sabor amargo de las ubres exangües, el olor acre de la enferma que no tiene fuerzas ni para abrazar a su hija. Y lo que vino después: la madre que solo pensaba en cómo iba a conseguir el próximo chute. (Las encantadas)

La narración se transforma según la necesidad del ambiente, y es ágil cuando la autora quiere conducirnos en una dirección, pero también tiene la capacidad de mutar para adentrarnos en laberintos rizomáticos donde el lector se sumerge y en los que el ambiente y las sensaciones son tan determinantes como el curso de los acontecimientos. De ahí que podamos hablar de un ambiente gótico contemporáneo, logrando, en bastantes ocasiones que la historia pueda ser atemporal. Uno de los grandes aciertos de la narrativa de Alicia Sánchez Martínez es el manejo de lo connotativo, de la sugerencia, de la insinuación. Intuimos que hay mucha más vida en cada relato, que hay un antes y un después en los personajes.

Era en esas imágenes crueles donde yo encontraba consuelo. El dolor ajeno me fascinaba y todavía ahora me sigue atrayendo. Siempre estoy pensando en la muerte, en fosas comunes, en cadáveres en descomposición, en niños perdidos que aparecen degollados. Siento una lástima intensa por esas víctimas inocentes (…), pero no puedo evitar deleitarme con los detalles más escabrosos de esos crímenes horribles (El dulce líquido)

Como decíamos, la localización en Barcelona se centra en lugares decadentes, casi de carácter ruinoso, como un protagonista más. Los parajes naturales pertenecen al imaginario romántico de lo amenazante y sombrío.

El barrio de Teresa es una madriguera inmunda cubierta de barro y suciedad. Las aceras son tan estrechas y están en tan mal estado que los transeúntes suelen invadir la carretera, impidiendo muchas veces el paso de los coches. Las calles son ruidosas. Los bocinazos y los gritos de los conductores son constantes, así como los ladridos de los perros callejeros, el traqueteo de las bombonas de gas y las sirenas de las ambulancias. Huele a verdura podrida, a orina de gato, a agua de fregar. No hay un solo rincón de aquellas calles en el que no se amontonen bolsas de basura, esculturas efímeras que le dan a ese paisaje devastado un aire posapocalíptico, como de ciudad arrasada por no se sabe bien qué. (Carne quemada)

Todos estos ingredientes están puestos al servicio de hacer más efectiva la transmisión de un estado de ánimo, de una sensación que se cuela por la espalda en la que asistimos, incómodos, pero casi complacidos, al espectáculo que el Mal encarna en cada historia.

 

 

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