lunes, 3 de abril de 2023

Reseña de Isabel Marina 'Un árbol que tiembla'. El sastre de Apollinaire. 2022

Un árbol que tiembla – El sastre de Apollinaire


“No existe en el mundo un agua tan quieta

que no me traiga su rumor” (La casa)

 

Ángeles Carbajal en el prólogo destaca la sinceridad de la poesía de Isabel Marina, que ya cuenta en su haber con Acero entre los labios (Camelot, 2016) y Un piano en la nieve (BajAmar, 2018 y El sastre de Apollinaire, 2022). Y efectivamente, Un árbol que tiembla, transmite la emoción directa tanto de la melancolía como de la apreciación de la belleza aun con el paso del tiempo: “miro mi mano: / sus huesos son / un árbol iluminado, / un árbol que tiembla” (Un árbol que tiembla). Tiene precisamente el pasado un protagonismo esencial en esta entrega poética, en la que se van sucediendo imágenes y recuerdos:  “Entonces tenía doce años. / Caía la lluvia / frente a mi mesa de estudio, / mientras mi padre, en la suya, / jugaba al ajedrez. / Nadie entendió la fuerza de aquellos primeros versos, / el corazón desbocado / que veía, ante la niebla, / deshacerse la niñez” (Doce años);  “Luis Rosales murió / un año después que mi padre /…/ Mi padre me dejó / algunos libros subrayados / por su ansia de saber / y los poemas de Luis Rosales / que ya habían nacido entonces / muy dentro de mí, / sin que yo lo supiese” (En recuerdo de Luis Rosales). Especial protagonismo para las ausencias:  “Escucho el viento / conversando entre los árboles /…/ Desde el móvil me observa / la foto de mi madre / que ya no está” (Viento); “Solo puedo vivir aquí / porque canto su ausencia, / porque respiro su ausencia, / porque miro / hacia el sillón vacío de mi madre, / hacia la habitación de mi padre, / y aún puedo verla. // Aún están” (Aún están); “Sé que un día volverá a nosotros / el amor de la antigua vida, / todo eso a lo que, por cotidiano, / apenas dimos importancia, / como esta noche de ahora, / esa serie que nos distrajo, / el paseo con nuestros poemas” (Recordaremos). El poderoso afán de volver al momento en el que el mundo está por descubrir: “Esta mañana he vuelto a la playa / que vieron mis ojos de niña. /…/ Brillaba entonces el mismo sol / que ha brillado hoy. / Pero miro al horizonte / y si que todo ha desaparecido / igual que desapareceré yo” (En la playa). La desolación solo encuentra consuelo en la poesía: “Hace treinta años que murió mi padre. / Hace nueve meses que murió mi madre. /…/ Solo queda en pie / la poesía” (Solo ella).

La segunda parte, Fragile, se detiene en todos esos momentos en los que la fugacidad aporta la belleza: los paisajes urbanos (“En los sótanos / de los grandes almacenes / se escribe la historia /…/ Todo es un parque / de silos difuminadas, / en medio del campo. / Edificios altísimos / que nos miran pasar”, Silos), el amor adolescente (“Impresiona el beso de los jóvenes, / ese beso que nos hemos dado, / cuando todo era nuevo, / cuando todo está por llegar, / cuando no conocíamos Venecia / y la melancolía era solo una canción”, El beso).  Como una versión del eterno retorno que vamos cumpliendo por generaciones: “Todo es múltiple y repetida. / Un muchacho de quince años / se asoma a la orilla del lago / y contempla su imagen de ancianos” (Delicias del insomne); “En el circo hay animales tristes / que danzan por obligación, / en el asilo hay ancianos / que cuentan siempre la misma historia” (Travesía); “Llevamos adentro / un mar sin orillas, / melodías sin dueño, / jóvenes amazonas / que cabalgan en el crepúsculo” (Danza del fuego); “Ocurre que soy esa mujer / que habita en el tiempo muerto. / Soy la sombra que no llegó a existir. /…/ Es artificiosamente inexacto / esa que escribe este poema / esa que no soy yo” (No soy yo).

Utiliza Isabel Marina el recurso a los objetos como punto de partida para la reflexión, materia que trasciende el asunto: “Imposible azar / que nos convierte pronto en nada, / en una esquirla invisible, / en objetos que decidimos quedarnos / lo que somos llamados al polvo como ellos” (Lo que queda); “Las habitaciones / que ocuparon las que amamos / arder en nuestra memoria, / son velas encendidas / que no se apagar nunca”. Puede ser una calle (“paseante por la calle de Estocolmo, / que se impresiona al contemplar / la escultura de Orfeo de Carl Miller, / que sale al paso como una metáfora, / demostrando que existe una belleza / capaz de trascenderlo todo”, Un parque en Estocolmo); un perfume (“Cerramos la puerta, / nos sentamos con nuestras cosas, / a repasar las huellas de un verano / que adquiere el perfume de la melancolía”, En el cabo de Peñas); la misma luz (“De repente, comprendimos la belleza / de lo que está a punto de extinguirse, / de la luz que arde por última vez”, Biaritz). pero sobre todo la música: John Field, Chopin, Puccini, Falla. No en vano fue el piano el protagonista de su anterior poemario.

La primera parte está marcada la ausencia de los padres, en la segunda el protagonismo lo toma el tiempo que pasa fugaz: “Se consume la vela / en el altar de la memoria, / la luz hace juegos geométricos / que apenas llega hasta nosotros” (Reverberación). Y va a continuar en este baile de sombras: “Que algo, siquiera polvo entre los dedos, / siquiera una ceniza, / permanezca” (Polvo entre los dedos); “Eres un algo paisaje donde la niebla besa nuestras bocas, donde el mar ruge a lo lejos y es siempre más allá donde nos encontraremos (…) Las ceremonias solo sirven para disimular el vacío” (Nunca seremos los mismos). Por último está la rebeldía, la tenaz lucha por florecer: “Escribo incansable / mi nombre es la arena. / Ejerzo la rebeldía / de las que aún no han muerto” (Rebeldía). Que se complace en la belleza: “Escuchando a Jessye Norman / me figuro que soy libre, / que puedo alcanzar el vuelo, que puedo conocer a Dios” (Canta Jessye Norman); “Bailarinas que observan en el crepúsculo / el haz de esta fuerza indeterminada / donde las melodías de Bach / nos explica, a su manera, / lo mismo que Paul Valéry” (Existir).O que mira al pasado  con madurez: (“Quedará la pereza / es el saber de aquel abrazo”, El poder de la ceniza); “Ofelia ha muerto / y nosotros ya solo somos / el río que la lleva / hacia la eternidad” (Ofelia). Siempre queda el recurso a la escritura, a la poesía que se trasmite, que conecta, que trasciende: “El edificio puede derrumbarse / en cualquier momento. / Colgad de un andamio / solo soy un albañil / ebrio de poesía” (Como un albañil); “Todo eso llegará. / Las verdades, creedme, / son ya muy pocos. / Y todos se llaman poesía” (Poesía). Como titula en un verso, La poesía no es literatura, es vida.

La rebeldía contra la muerte y la pérdida da la lúcida conciencia del día a día: “Da igual lo oscuro / que haya sido la noche; / amanece un día más” (Un día más); “La oscuridad / lleva en sí misma / la semilla reveladora, / la promesa de una esperanza” (Oscuridad). Y si “El sueño es / la alforja infinita, / la sublimación de la melancolía” (La alforja infinita) nos queda la determinación de que: “Este es el comienzo de un día, / de una nueva claridad” (Una nueva claridad).

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