lunes, 13 de enero de 2020

El mejor profesor del mundo. Los imaginarios de la enseñanza en el cine (II)

De una forma análoga al western o a las películas de artes marciales, el profesor suele presentarse como un llanero solitario enfrentado a las inercias del sistema y a unos enemigos declarados que se acaban convirtiendo en sus más importantes aliados. Cuando se ha querido mostrar un mal profesor se ha recurrido a la figura distante, estirada, desconectada, centrada exclusivamente en una enseñanza rutinaria y académica. Dando por supuesto que los contenidos, como la metodología, están, por definición, obsoletos en el mundo real de los alumnos. Es casi un cliché presentar al único profesor que motiva como una extravagante gota en el océano. Se insiste, además, en que el profesor debe sobrepasar su labor didáctica, ir más allá del libro de texto e inmiscuirse en los problemas emocionales, económicos, de salud o drogas, sumergirse en la rebeldía juvenil y en la problemática de bandas y marginación. Una notabilísima excepción es la honestidad con la que Edward James Olmos interpretó a Jaime Escalante en Lecciones inolvidables (Stand and Deliver, 1988), un profesor real que emigró de La Paz a Los Ángeles y preparó en cálculo a una clase de bachillerato de hispanos para la universidad. La novedad de la película no es la implicación de Jaime Escalante en su comunidad, sino que su labor se centrara en enseñar matemáticas por encima de todo, ser consciente de que la educación superior era el único camino para salir del gueto.
     En el extremo opuesto sitúo al profesor Keating, histriónicamente comedido por Robin Williams. Contrariamente a la fama popular, considero que El club de los poetas muertos  (Dead Poets Society, 1989) es probablemente la peor y más nefasta película sobre educación. La acción se sitúa en un colegio de élite, muy tradicional, en una época imprecisa, posterior a la II Guerra Mundial y anterior a los locos años 60. Hijos de familias de estatus se preparan duramente para continuar sus estudios en las prestigiosas universidades de la Ivy League (aunque no existiera el concepto en aquel momento) y así continuar las sagas familiares. A este curso se incorporan algunos alumnos, como el tímido Todd (Ethan Hawke), y un antiguo alumno, ahora profesor, John Keating. Este romperá las normas y las convenciones para transmitir a los alumnos el goce de vivir, el aprovechar el momento, el Carpe Diem. Toda la película parece inspirar la libertad individual de la que hacían gala D. H. Thoreau o Walt Whitman a quienes se cita repetidamente (e intencionadamente se malinterpreta). Tanto es el impulso que recrean un antiguo club de lectura clandestino en el que bajo el amor a la poesía se vive la vida intensamente, se burlan las convenciones y se cometen gamberradas juveniles, algo pueriles como colar en el periódico del colegio un artículo pidiendo que admitan chicas. Cuando Charles hace la petición más que un cambio real, aspira a epatar y por eso cambia su nombre por el de Nuwanda. Neil (Robert Sean Leonard) lucha por ser actor contraviniendo los deseos de su padre y Este será el origen del trágico desenlace de la historia.
     El caso es que Keating es un personaje irritante y tramposo, incoherente y muy pagado de sí mismo. Se cree el redentor de los jóvenes y del mundo entero. Lo demuestra en la arrogancia con la que trata a sus colegas. En lugar de fomentar un pensamiento crítico, que es lo que supuestamente propone, lo que hace es obligar a los alumnos a adoptar un único punto de vista, el suyo. Lo primero que hace es obligar a los alumnos a arrancar una página de su libro de texto. En otra escena, para que no se comporten como borregos los hace caminar y darse cuenta de la presión de grupo, pero eso es justamente lo que hace cuando va forzando a cada uno de ellos a subirse encima de su mesa de profesor y, supuestamente, tener otro punto de vista. En lugar de respetar la personalidad de cada alumno, va obligando a Todd a salir de su zona de confort de una manera que cualquier inspector de educación consideraría acoso escolar. Dejando a un lado la posible responsabilidad en el suicidio de Neil, el profesor Keating muestra una absoluta falta de responsabilidad con la excusa de transmitir la poesía. Aun así ha entusiasmado a toda una generación de docentes más preocupados por enseñar la vida que por su materia. Ayudados, eso sí, por leyes educativas que consideran los contenidos académicos como meras excusas, prescindibles en su mayoría, en aras de alcanzar unas competencias abstractas como castillos en el aire.
     A la sombra de El club de los poetas muertos están muchísimas películas con el mismo espíritu new age, de wishful thinking (no confundir con políticamente correcto), como Diarios de la calle (Freedom Writers, 2007) o la detestable La sonrisa de Mona Lisa (Mona Lisa Smile, 2003). Los chicos del Coro (Les choristes, 2004) abunda en este simplista planteamiento, aunque la banda sonora disculpa el terrible maniqueísmo del guion. En un sentido algo metafórico, Dirty Dancing (1987) sería llevar esta línea al ridículo, un baile absurdamente obsceno es el encargado de descubrir la vida y la sensualidad a la joven Baby. El maestro republicano de La lengua de las mariposas (1999) es, por el contrario, una apología de la libertad de enseñanza y de la tragedia de la Guerra Civil, aunque pase, un poco de soslayo, sobre la educación en sí.

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