miércoles, 15 de enero de 2020

Reseña de Claudio Burguez: ‘Perro de aeropuerto’. Liliputienses. 2019


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Procedente de Santa Lucía, Uruguay, Claudio Burguez es un escritor y artista visual. Desde 1992 funda varias bandas y colectivos artísticos. En el apartado de poesía cuenta con Finlandia (2006), El gran Algo (2010), Perro de Aeropuerto (2011); además de la narrativa (Las cosas que quiero no se quieren entre sí, 2019) y La sangre (2019), donde se entremezclan lo narrativo, el  ensayo y el fotolibro. Curador, y organizado de FILBA (Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires). Edición Montevideo.
                Uno no puede dejar de sintonizar con un libro que está dedicado, entre otros, a The Flaming Lips, Pixies y José María Cumbreño. Una gran pizca de locura maravillosa une a estos referentes en un poemario que parte del caso real de un pastor alemán perdido en el aeropuerto de Málaga. Tampoco se puede negar el recurso a la ironía como gran recurso poético. En el fondo, se trata de poner toda la atención en el lenguaje, en cada requiebro y cada sutileza: “Es que los sentimientos / son invertebrados / y por lo tanto sus órganos / son imprecisos y bastante / babosos, / hay que decirlo”. Y por eso, Claudio Burguez concluye que “Hoy la gente no es fruta, es insecto”.
Las imágenes poéticas tienden en sus versos a ser radicales, mirando de reojo a Oliverio Girondo y sin perder de vista la realidad más actual: “’Para qué flotar si podés volar’. / Sería infortunado agregar más comentarios”; “Una mujer cóncava / metida en un abrigo convexo / esa era mi abuela”. La destilación poética va a apoyarse en estas imágenes con la misma fuerza que con la ironía, con la bilis sanadora.
El aquí y ahora, la conciencia del propio tiempo y de las tensiones que marcan esta posmodernidad líquida: “El vidrio, material de agua / la tarde, material de tiempo. / El tiempo, material de nada / la noche, material de miedo”. Se habla de sujetos zarandeados por las circunstancias y por los especialistas: “Se recomiendan especialistas y canales de cable, hablan de enfermedades como adolescentes hablar de drogas” (Residenciales). Inevitable cuando se está inmerso en el envejecimiento y la pérdida: “La cosa más frágil es ver a tu padre que se va / peleando con todo su esfínter para no perder ese taxi”
Ni el amor, ni las relaciones se libran de esa coraza poética e irónica (“Ella me da sed / y ganas de quebrar mis dientes / contra sus muslos. // Pero supongo que eso es hambre”). Las relaciones tempestuosas, como todas las relaciones, reciben un tratamiento de choque entre estas líneas, “Arriba: una pareja coge a los gritos. / Abajo: una pareja pelea a los gritos. // Así defino yo / un edificio de apartamentos” (203).
Cierta nostalgia y cierta ilusión se escapan entre los hilos de la distancia del yo poético: “Yo jugaba de niño en aquellos parejas / entre personas de sonrisa dura y seca / a veces bella” (Luce); “Me quedo mirando para arriba como perro de aeropuerto mientras la chica robot anuncia, en varios idiomas, tu despegue”. Una añoranza como delirio para sobrevivir: “Nunca me traduzcan esta canción / nunca me despiertes”.
Además del amor, lo cotidiano, sobrellevado con fatigas y sentido del humor (“Son las 3:30 de la mañana / Celsius paga tequilas sin dinero y sin parar / algo hicimos mal porque estamos en agosto / eso es lo que dicen todos los almanaques”). Y, para completar, siempre hay que probar con un poco de ternura
“Mi padre (85) le propone a mi madre (75) deshojar una margarita
luego de una comida familiar
en el jardín de mi casa
(la quiere mucho, poquito y nada)
 /…/
Nada de ironía tiene esta escena
la ironía les queda chica.

Mi padre arranca el último pétalo
la margarita cae

la quiere mucho”
Claudio Burguez sitúa los poemas en un ambiente muy concreto que se va filtrando en las acciones y las anécdotas. Una especie de paisaje urbano, donde la luz y la bruma se alternan y dan consistencia a la vidas que la atraviesan: “La ciudad tiene resaca / está sucia y distentida a mis pies / y eso no la hace más linda / la hace más suave”; “Sí, me acuerdo que hay una ciudad alrededor de mi cama y me acuerdo también que en ella hablan otro idioma. Lo tengo que pensar, que razonar, porque lo único que escucho es el llanto de un bebé y, como se sabe, siempre se llora en el mismo idioma” (Londres). Precisamente este paisaje urbano parece siempre a punto de implosionar, de derrumbarse, lo que no es necesariamente, dice el poeta, una mala noticia: “Si llego a tener hijos me gustaría / que nos agarre una catástrofe natural / que nos obligue a subsistir en un mundo en ruinas”.
Con su querencia hacia los escritores malditos, está quizás más cerca de Carver que de Bukowski  o de Burroughs (“No vale la pena describirla / porque yo, con la borrachera menos elegantes / estoy de cara a un cielo / especialmente cabreado”, Cúeno). De este último se pueden rastrear las imágenes más alucinadas, más chamanescas (“Veo un lugar donde el cuerpo de la señor, la risa de sus hijos y la cerveza de su esposo muestran sus dos únicos componentes: luz y sombras”).
El sarcasmo señala un punto inevitable para acabar de forma tajante las relaciones, para delimitar un contorno frente al mundo, un límite preciso donde se separan el yo y el resto, un rasgo inequívoco de voluntad individual y de supervivencia: “Te mando una hebra de mi pelo / para que compares con los que dejé / sobre la cama, entre la sangre / y te quedes tranquila / que no fuiste vos”. Sin embargo, sin dejar el realismo, deberíamos acabar con el homenaje a Oscar Wilde como forma de vida, como una de las bellas artes:
“Yo no caigo en la tentación, / me tiro”

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