domingo, 16 de agosto de 2020

¿De dónde salen los derechos?

Pensando en voz alta, a partir de la discusión teórica entre las distintas versiones del feminismo me he encontrado con un debate adyacente en relación con los derechos de las personas trans. Sin entrar en lo que puede significar aceptar la autodesignación en los casos de transexualidad, surge una cuestión previa sobre si esta autoafirmación puede ser fuente de derecho.
Hace ya mucho tiempo que abandoné la pretensión de que existiera una especie de “derecho natural”, es decir, que los humanos tengamos derechos por el mero hecho de enunciarlos. Los derechos necesitan de una suerte de colaboración entre los miembros de la sociedad para que sean efectivos. Los hay muy evidentes, como el derecho a la propiedad, la vida o la integridad personal. Estos necesitan, para ser efectivos, del compromiso de todos los miembros de la comunidad para respetarlos. Se podrían enunciar como derechos recíprocos. Yo respeto tu propiedad a cambio de que tú respetes la mía.
¿Qué sucede si este pacto no es efectivo? Normalmente recurrimos a sanciones sociales y, por encima de todas, a la posibilidad de que el Estado, legítimamente, pueda ejercer algún tipo de coacción o castigo. Es decir, necesitamos del Estado como garante del pacto entre los ciudadanos. También como continuador intergeneracional del compromiso . Estos derechos son aceptados casi universalmente y entroncan con la visión liberal del Estado, más preocupada por la intromisión de los gobiernos en los asuntos privados. Por eso hay otro grupo de derechos que buscan la no intervención del Estado en esferas que no le corresponden, como son el derecho a la libre expresión, libertad de culto o de conciencia. Son derechos defensivos, de no injerencia del Estado. Los hay individuales y colectivos, como el derecho a la asociación política y sindical.
Hay otros derechos, sin embargo, que tienen una complicación mayor a la hora de ser defendidos. Son los derechos derivados de un compromiso por mejorar la vida de los ciudadanos. Ejemplos como el derecho al trabajo, a una vivienda digna o a una protección de la salud. Si alguien incumple un derecho como la integridad personal puede ser denunciado, pero, ¿qué sucede si enfermo, a quién denuncio?  No es asunto baladí en estos tiempos de pandemia. Sin embargo, estos derechos no tienen garantía judicial, no se puede denunciar a nadie si no consigo una vivienda digna. Digamos que orientan las políticas públicas y por eso hay muchos pensadores que pretenden eliminarlos de la lista de derechos.
La protección de la infancia, por ejemplo, se corresponde con derechos que requieren de la actuación, no solo de los ciudadanos, sino de los poderes públicos. Y no puede ser tenida como una reciprocidad. Ningún bebé puede comprometerse a cuidar a nadie a cambio de ser cuidado, o a reconocer la identidad, cosa que es fundamental para cualquier Estado.
La cuestión es, ¿qué es lo que nos hace creernos en el derecho a tener derechos? Y más concretamente, ¿en qué se fundan los derechos que tenemos o que podríamos tener?  A un nivel teórico los derechos vienen expresados por la voluntad popular que, a través de los partidos políticos, en una democracia parlamentaria, los reconocen en el Parlamento. Es curiosa la expresión, “reconocer”, que implica que  los derechos pre-existen a la Ley, cuando estamos defendiendo que solo existen los derechos cuando la sociedad y sus instituciones de comprometen a defenderlos y a implementar las medidas necesarias para que esto suceda.
¿Pueden los sentimientos ser origen del derecho? Desde mi punto de vista, ya lo son. Y en dos sentidos, por un lado porque existen derechos que se reconocen como sentimientos, como son los de escarnio o de ofensa a los sentimientos religiosos. El código penal, en sus artículos 524 y 525 lo establece en relación a “quienes, para ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican”. El concepto de “escándalo público” también ha sido fuente de derecho. En la actualidad se considera que son ofensas a la libertad sexual, y se reducen a los casos de exhibicionismo y provocación sexual, especialmente a menores. No soy especialista en derecho, pero estoy seguro que alguno más habrá en esta dirección.
El otro sentido podría ser considerar la necesidad moral de una sociedad como una consecuencia de los sentimientos morales. Adam Smith, padre del liberalismo, desarrolló paralelamente una teoría de los sentimientos morales, en la que la simpatía –o empatía– con las víctimas de injusticia sería el origen de la necesidad de regular el derecho. En este sentido, que se podría discutir ampliamente, todo el ordenamiento jurídico estaría vinculado a los sentimientos morales de una población. Y en cierta manera es así, porque la repugnancia que nos produce el maltrato animal en el siglo XXI no es la misma que en tiempos remotos. Ni incluso con otros seres humanos. Martha Nussbaum advirtió, por otra parte, la peligrosidad de fundar los derechos en la condena moral, en la repugnancia radical de los ciudadanos. Ponía como ejemplo el rechazo visceral a las muestras de cariño entre homosexuales. No se puede tomar como regla jurídica que grupos de individuos promuevan leyes apelando a sus gustos sin contar con un respaldo racional, apelando simplemente a la repugnancia que les provoca una situación.
Sin embargo, creo que el sentimiento de pertenencia a una comunidad es el origen de la necesidad de derechos. Tomando como ejemplo la Asamblea Nacional en los orígenes de la Revolución Francesa, vemos cómo la movilización del Tercer Estado se basaba en un sentimiento de injusticia. El abate Sieyès en su famoso panfleto se preguntaba, ¿qué es el Tercer Estado?  y se respondía que “nada” y que aspiraban a serlo “todo”.  El sentimiento de pertenencia a la Nación fundó la Constitución, al menos de manera simbólica. Y, a partir de ahí, toda el desarrollo legislativo. La mera posibilidad de cambiar de nacionalidad recae sobre el sentimiento de pertenencia, que se demuestra mediante un juramento y la demostración de una integración, por ejemplo, a través del conocimiento de las tradiciones y costumbres de la nación a la que se aspira pertenecer. Evidentemente es un derecho que tiene que ser reconocido por las autoridades del Estado, no basta solamente con la autoproclamación del individuo, pero es indudable que se espera de cada ciudadano una lealtad.
La creación de los Estados, bien por segregación o por unión de territorios se basa en esa autoproclamación, aunque luego desarrollen una lista de derechos básicamente idéntica a la de los Estados de los que provienen.  A los miembros de la administración se les exige "guardar y hacer guardar fielmente la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico, lealtad a la Corona y cumplir los deberes del cargo frente a todos" y se establece una pena para quienes hagan una administración desleal. Afortunadamente no se requiere el patriotismo para acceder a los derechos, como no se exige a los recién nacidos que juren la constitución.

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