jueves, 29 de julio de 2021

Reseña de José Manuel Benítez Ariza: ‘En el corazón del bosque’. Apeadero de aforistas. Cypress. 2021

 EN EL CORAZÓN DEL BOSQUE | JOSÉ MANUEL BENÍTEZ ARIZA | Casa del Libro


José Manuel Benítez Ariza posee un largo recorrido en el mundo de las letras. Poeta, narrador en distancias cortas, novelas y trilogías, traductor y diarista –y acuarelista de no poco mérito como se comprueba en la portada–, ha encontrado hueco para encajar en el aforismo en varias ocasiones, como en Efémera (Takara Editorial, 2016) y en esta nueva ocasión de la mano del Apeadero de Aforistas. El modo en el que Benítez Ariza afronta el género escueto tiene que ver con la poesía en la concepción y con la reflexión en el enunciado. Sigue la línea que podíamos apreciar claramente en Realidad, poesía reflexiva, casi filosófica en el mejor sentido de la palabra. Este volumen se divide en secciones alrededor de diversos núcleos temáticos. Es el bosque el paisaje predominante, tan querido por el autor, aficionado a los paseos y a la apreciación de la naturaleza. Pero tampoco debemos dejar de apreciar que es “el corazón”. No es baladí la expresión, no es una frase hecha, el corazón y el bosque marcan los dos puntos esenciales de las reflexiones aforísticas –y poéticas– de José Manuel Benítez Ariza.

Un fino olfato para poner de manifiesto algunas de las características de la psicología de las personas, y para realzar las regularidades del comportamiento social. En Trazos encontramos rasgos individuales: “La soledad: esa plaza bien soleada a la que otro se asoma y la cree vacía, cuando lo cierto es que es la propia plaza la que se llena a sí misma”; tipos sociales, “El solitario nunca sabe si mantiene su soledad porque los demás la respetan o simplemente porque la rehúyen” y apreciaciones políticas “No hay totalitarismo que no derive en coreografía”. Todo desde la depuración estilística y conceptual.

Brasas rescata lo que de síntoma pueden tener algunos elementos de la naturaleza, “Hacer ruido es siempre un modo indecente de escenificar la propia locura ante los demás”; “Los arroyos no hacen ruido: solo encauzan el silencio por donde pueda fluir”. Mientras que Como quien borra huellas quizás agrupe aforismos más introspectivos: “Cuando todo te resulta confuso y te ves incapaz de alcanzar una sola idea clara, empieza por ordenar tu mesa”. El continuo balanceo entre la primera persona del singular y del plural es otra constante notable del volumen: “Es decir, en castellano, “yo” es siempre una redundancia”. En Sin nosotros leemos: “El insomnio es el reino de los terrores infantiles; solo que, en lugar de brujas o jinetes sin cabeza, lo que se te aparece en ellos es la gestión importante que vas a hacer mañana o el reconcomio de la discusión que has dejado hoy sin terminar. Y todas esas cosas alcanzan, como los trasgos de ayer, dimensiones monstruosas” o, continuando con los miedos:  “Hasta el momento de morir, todos andamos un tanto desdibujados. Solo en la muerte terminamos de perfilarnos”. Ensayando una disculpa contiene sentencias de la relación del yo y el mundo, social especialmente, “No tengo enemigos, pero sí mucho que poner en sus manos, si los tuviera”; “Si la felicidad es algo así como un tejido, su revés, como les ocurre a ciertas tramas, está lleno de nudos y costuras y ofrece al tacto una textura basta y sin pulir. Y a veces pasar la mano por la parte mullida implica necesariamente apercibirse de todas las asperezas que han quedado al otro lado”. Y en Vida portátil se reflexiona sobre el viaje y el cambio, no deberíamos quedarnos con una lectura literal de estos conceptos: “Viajas solo cuando necesitas que tu entorno habitual se revista a tus ojos del prestigio de lo que se añora”; “En el equipaje, por exiguo que sea, siempre llevamos algo de más. Pero es precisamente lo superfluo lo que define qué clase de persona es el viajero”.

 Y si en Ocios forzados se habla de aficiones y ese trabajo que Remedios Zafra describe tan lúcidamente en El entusiasmo: “La jornada laboral está sujeta a horarios; el tiempo libre, a límites”; “Solo durante mi tiempo libre hago esfuerzos que ningún salario podría compensar”; encontramos aforismos más paisajísticos, que repetimos, no debemos quedarnos solo en la superficialidad, en la siguiente sección que da título al volumen: “El mar es siempre una posibilidad”; “Como la polilla: la luz que las atrae es también el fuego en el que se abrasan”. Sin abandonar la visión del paisaje, Estaciones intermedias, ahonda en la perspectiva temporal: “Desde que las tormentas primaverales, por mor de la moderna economía mediática, tienen nombre propio, parece que arrecian con más saña. Y es que lo malo de tener nombre es que ello acarrea de inmediato la necesidad de hacerlo valer”; “El tiempo es siempre impersonal: hace calor. Y es imposible personalizarlo  tengo calor, frío, etcétera– sin incurrir en la queja”; “El viejo mito del paraíso terrenal –la desnudez, la inocencia, etcétera– ha engendrado el turismo de sol y playa. Y, por contraposición, una idea tranquilizadora: la posibilidad de que en el infierno haya aire acondicionado”.  A pesar del aspecto que podríamos emparentarlo con David H. Thoreau, José Manuel Benítez Ariza hace gala, como vemos, de un sentido del humor fino y agudo. Aunque, a veces, se pueda teñir de melancolía y sobriedad: “Para algunos, el pleno día trae siempre consigo un exceso de realidad, que la noche atenúa hasta hacerlo soportable” (Impune).

En una especie de apartado especial se reúnen un conjunto de aforismos sobre el tema de El hambre, que explora en múltiples sentidos y con diferentes intenciones, desde las más fisiológicas –ontogenética y filogenéticamente– (“El hambre te reconcilia con tus ancestros”; “Comer solo por placer es el camino más seguro para que la comida –lo mismo puede decirse de otros goces– deje de proporcionarte placer”) hasta la parte más política (“El capitalismo sabe que el canibalismo es algo más que una cuasi homofonía”).

Primero usted es la última sección, donde el tema de la intimidad  y la lejanía, con su prestigios respectivos. Apuntes casi pictóricos (“La niebla: esa ilusión de lejanía de lo cercano”), tristes (“No hay vertedero que no encierre, además de un tesoro, una biblioteca”), filosóficos (“Nada menos privado que la intimidad, que es lo que todo el mundo sabe qué haces cuando nadie te ve” tiene mucho que ver con la filosofía de José Luis Pardo) para terminar en lo más profundo que tenemos porque es nuestro contacto más físico con el mundo: “Ser adicto a una piel”.

Las distancias cortas, de nuevo, son un territorio en el que luce la escritura de Benítez Ariza, donde la concreción de la poesía se funde con la visión lúcida del observador que reflexiona.

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