domingo, 1 de agosto de 2021

Perder la fe


La pandemia me ha hecho perder la poca fe que me queda. Y eso que, como ateo, tampoco es que anduviera sobrado de ella. Uno de mis primeros recuerdos del confinamiento fue ver pegados en las ventanas folios pintados con un arcoíris y el lema “Todo saldrá bien” que los niños habían realizado, seguramente, en sus clases durante los días previos. No pude evitar la congoja. Sabía que no iba a terminar bien. No tenía entonces ni idea del número de muertos, ni del tiempo que íbamos a estar dominados por las medidas y el miedo. Desgraciadamente todo fue a peor.

Los primeros momentos de pánico los identifico con el acaparamiento del papel higiénico. No me extraña que las autoridades fueran tan cautas en no sembrar más inquietud entre la población. Teníamos a Fernando Simón aclarando los datos todos los días con su temple calmado y sus palabras, unas veces desafortunadas, pero muchas otras malinterpretadas a propósito. El desarrollo de los acontecimientos, como ya todos sabemos, fue incierto, con dudas y mucha escasez de datos fiables y de material médico. Intelectuales como Giorgio Agamben pronosticaban un gobierno totalitario que no dudaría en aprovechar la situación para controlar a la población absolutamente. Me parecía una tesis sugestiva porque adoptarla le daba a uno un prurito de desconfianza y de estar por encima de la mediocridad ingenua de la masa de los mortales. Sin embargo, al menos en España, con un gobierno de coalición tan inestable que necesitaba de un gran número de apoyos para sacar adelante cualquier iniciativa, se me terminó antojando una especulación, la de Agamben, un poco exagerada.

Me da la sensación de que, como dicen de los intelectuales franceses, la gente prefiere ser tachada de cualquier cosa menos de ingenua y no faltaron quienes empezaron a atacar al gobierno con ferocidad, culpando de no haber tomado medidas (los famosos capitanes aposteriori) o de aprovechar la pandemia para colar leyes y decretos, aunque ya estuvieran muchos de ellos convalidados o vinieran de normativas anteriores. El ambiente de las redes se me hizo un poco irrespirable y dejé de seguir a mucha gente por esa violencia gratuita con la que hablaban de Pedro el Sepulturero, el que iba a solucionar el problema de las pensiones a base de muertos por covid. Yo mismo me vi contestando agresivamente, siendo grosero. No me gusté nada y me fui retirando un poco. La sensación de tristeza que me provocó la respuesta insensata de los políticos de la oposición intentando boicotear al gobierno en cualquier detalle se unía a la tristeza de los que luego se llamarían negacionistas, pero sobre todo era la tristeza de verme mala persona.

Los negacionistas seguían y siguen a grupos que se autodenominan “por la verdad”. Y en sus nóminas se encuentran todos los que se apartan de los datos y consideraciones oficiales. Lo que es sorprendente es que se incluyen quienes niegan la pandemia, quienes la aceptan pero niegan su extrema gravedad, y los que sostienen que los gobiernos nos están mintiendo y son muchísimos más los muertos. Médicos antiabortistas, partidarios de locas terapias alternativas, estafadores profesionales seducían a feministas, a ciudadanos muy preocupados por que los gobiernos rindieran cuentas o partidarios acérrimos del método científico. Una amalgama de despropósitos. Lo llamativo es que todos estos negacionistas se ven por encima de los demás. Se ven superiores a los que llevamos mascarilla, nos vacunamos o mantenemos la distancia de seguridad y no salimos mientras no fuera absolutamente necesario. ¡Despertad!, nos dicen. No seáis un rebaño. Ellos, los negacionistas, deciden manifestarse sin mascarilla portando pancartas e insultando a los periodistas que les dan voz. En realidad son tan borregos como los que denuncian, si acaso, lo único es que cambian de rebaño. Un rebaño, desgraciadamente, que se acompaña de banderas de España.

Mucha tristeza también me causa leer artículos de filósofos o sociólogos que siempre han demostrado una lucidez extraordinaria y ahora denuncian lo gregario que somos por llevar mascarilla cuando no es obligatoria en espacios al aire libre. Yo no uso mascarilla, ni utilizo el gel hidroalcólico, ni me vacuno porque sea un borrego, sino porque creo que es la mejor manera de mantenerme a salvo yo, mi familia y el resto de la comunidad donde vivo. Procuro informarme y estar al día, por eso sé que la transmisión por superficies no es tan grave como la que lo es por aerosoles, y que aun estando vacunado, puedo transmitir el virus.

Fue muy bochornoso comprobar cómo la oposición se dedicaba a descalificar al gobierno sabiendo las dificultades para encontrar material sanitario. Los debates en el parlamento causaban enojo y vergüenza ante el cruce de insultos, incluso personales. Mucho más peligrosa me está pareciendo la actitud de los tribunales que, de una manera que da la impresión de aleatoria, conceden unas medidas o tumban otras. El Tribunal Supremo y el estado de alarma, para mí, es la puntilla definitiva. No cabe esperanza ninguna.

Sin embargo, lo peor es la traducción en la gente de a pie. Lo peor es cómo el enfrentamiento se asume por la población que no tiene nada que perder o ganar con ello. Los políticos, dicen, no miran nada más que por su interés, por su bolsillo, no por el de los españoles. Y yo me pregunto, ¿y los jueces no?, ¿y las fuerzas de seguridad tampoco? Porque si aceptamos el marco ideológico de la libertad que pregonan tanto unos, todos debemos mirar única y exclusivamente por nuestro provecho individual, por abrir las terrazas y poder atender a gente en la barra sin mascarilla; nuestra necesidad de comprar en centros abarrotados, nuestro imperioso deseo de reunirnos por las noches para beber y compartir espacio con multitudes.

De esta forma, si la ministra de igualdad tuitea a favor de la docuserie de Rocío Carrasco, los españoles y las españolas de bien se posicionarán a favor de Antonio David Flores y atacarán a los periodistas que defienden a la hija de la más grande. Si Marruecos chantajea a España provocando una crisis migratoria, nos pondremos a favor del gobierno alauita si odiamos a Pedro Sánchez; y si hay protestas en Cuba, solo nos fijaremos en que el gobierno no la ha calificado de dictadura, a pesar de apoyar a la dictadura de Mohamed VI.

Durante el confinamiento pudimos comprobar la solidaridad ciudadana en multitud de ocasiones, redes cívicas que se ocupaban de los más desfavorecidos, vecinos que velaban por el bienestar de personas mayores, incluso las policías locales intentaban hacer más llevadero el encierro a los más pequeños. Sin embargo, esos atisbos de genuina solidaridad se contrarrestaron y se contrarrestan con el miedo a los ocupas, con las palizas callejeras, con multitud de incivismos y de desconfianza tribal. Los que contagian son siempre los de fuera, los que vienen de Madrid a veranear, los que pasan por el coladero de Barajas, los que cruzan el mar en patera para invadir España. Es terrible ver cómo somos el país de occidente que más porcentaje de población está vacunada y sigamos oyendo que todo es un desastre.

Lo peor de esta situación no es que hayamos visto cosas malas de la sociedad, sino que el barro nos está impidiendo ver las buenas. Yo, por mi parte, he terminado de perder la fe. La poca fe que me quedaba.

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