Cuentan que Ícaro Carrillo es un fan de Leiva y que ha puesto sus facultades de investigación en un proyecto sobre un grupo de dudosa reputación que celebra en Rota (Cádiz) la amistad y poesía. Desde Murcia podemos rastrearlo en Musas, blasfemias y trincheras (Zerkalo, 2017), Un espejo para Medusa (En Huida, 2018). La sed y el brindis cuenta el paso de una situación sombría a la celebración.
La sed presenta todo aquello oscuro que ronda al poeta y que dispara el deseo o la nostalgia: “Tener todo lo que no puedo escribir” (Desguace);“Recelo del invierno porque es un asesino / acariciando venenos demasiado lentos / que siempre llega para mostrar a Dios / como un malabarista ciego / con un puñado de vidas en las manos” (Veneno lento). Recurre entonces a una estrategia de contención, casi una hibernación controlada: “Los voluntarios de la luz / refugian velas bajo su paraguas / esperando a que pase la tormenta” (Durante la tormenta); “Quiero pasar mis días / ahogando mapas y resucitando caminos” (Mapas y caminos). Los poemas están impregnados de un tono doliente, casi desgarrado: “y yo sé que mis pies / conocen el fuego pero no el resplandor” (Impostor); “Huyo de la fe impotente de los santos / y del perdón ácido del confesionario. // Dios vomita noches y silencio / sobre el calendario / y yo busco a tientas el interruptor” (Eclipse).
Metáforas religiosas sirven de contrapunto para esa angustia: “Una mano extraña / dibuja en mi pecho / la huella de un ángel ciego” (Dos mitades); “Los párpados de Dios son muros / adornados por manos lejanas” (Párpados y muros). Sin menoscabo de recurrir a otro tipo de imaginario, heredero de la música, y aparecen citados Josele Santiago, Derbi Motoreta Burrito Cachimba, Lichis, Joe Strummer…: “Una herida es flor / sobre el asfalto / al filo de la media noche / y la música embistiendo / a golpe de dentelladas” (Rock & Roll).
Se desgranan los poemas entre pesadumbre, intemperie, negras premoniciones premoniciones y lúcido pesimismo: “primero cae el pájaro, / después el cielo entero” (La aristocracia del barro); “El calor dorado de la música en mitad del invierno / retiene la esperanza en nuestros oídos” (Música); “Quién sabe si el otoño / no es más que un rastro de cristales rotos / entre los pies desnudos del verano” (Cristales rotos). Las frustraciones de los deseos (“Como dos gatos leyendo la noche en braille / caminamos por los mismos versos / y tropezamos en idénticas moquetas”, El mundo, Alicia y yo), las ausencias (“El futuro era esto: / en ocasiones los ojos de mi madre / me devuelven, / por un segundo, / a mi abuela”, Inmortal), el miedo (“Hoy es black friday y las cajas registradoras / se entregan al vendaval del dinero / mientras crece la sombra de mi padre”, Trasplante), la injusticia del mundo (“Escupo en vuestro palacios. / Yo solo quiero mi pequeña parte del mundo. / El resto podéis quedárselo / entero”, Carta abierta para los hijos de puta de siempre) provocan una rebelión en el poeta que, aun así resiste: “Procuro no olvidar que solo un gato / es capaz de esbozar selvas en el asfalto… / que escribo sobre las sombras / para conquistar la luz” (Para no olvidar).
Los poemas en sí mismos son parte de la resistencia siempre que sean auténticos, herederos de una vida que se vive: “Todo apunta a que los cimientos de este fuego / no duermen en ninguna cerilla” (Eso era todo); “Los versos sin vida son solo humo” (Octubre); “pero los poemas que no escribo arañan mis brazos / como pequeñas cuentas pendientes marcadas en la piel. // Casi nunca es domingo dentro de un folio en blanco” (Escultor ciego).
Afortunadamente, el “pesimismo claro”, en palabras de la contraportada, cambia radicalmente en la segunda parte, El brindis, donde “se impone una esperanza derivada del nacimiento de las hijas del autor”: “Tengo por delante ocho meses / para inventar un mundo libre / de fronteras de napalm y cemento” (Alicia está embarazada). Y, aunque nunca se vayan los miedos, se abre la luz, como en el poderoso poema Planta 4, Habitación 420: “Un ángel en llamas / es capaz de arrancar el tiempo de los calendarios. / Lo sé porque mis hijas / llegaron entre una estampida de luz / que hizo huir a las hienas muy lejos”.
A partir de este momento se van a entretejer los tiempos de escritura y los de crianza: “pero sé que en la tinta / hay una forma de golpear / a favor de la belleza” (Veneno dulce); “En el suyo, el tiempo es denso / y gime como un sonajero relleno de metralla” (El puente); “Defendemos el silencio / que refugia al sueño de nuestros hijas / y la ira de las bengalas incendia el cielo” (Noche de fiesta). Y será consciente de la fragilidad irremediable del mundo: “que abandoné la costumbre de rezar / porque aprendí que el tiempo / astilla el dolor en las salas de espera / pero no lo rompe” (Flores de asfalto). Reivindicar la esperanza es casi un deber: “En resumen: / durante un mes / el cielo fue una promesa / escrita en polvo / antes de la lluvia” (Coronavirus); “Quiero despertar cada mañana / porque una voz cabalgue la habitación oscura / diciendo papá” (Una voz).
“Miro a mis hijas
y susurro unas palabras
que todavía no entienden” (Palabras…)
No hay nada mejor que alegrarse con el poeta por el nacimiento de sus hijas, por celebrar esa esperanza y acompañar en la incertidumbre de un mundo al que pertenecemos de manera tan frágil que ni la belleza de los versos defiende del todo.
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