domingo, 21 de abril de 2019

Gardening politics


La jardinería es quizás una de las actividades humanas más fascinantes y significativas de la interrelación entre la naturaleza y la cultura. Por eso es una metáfora muy sugerente para hablar de política. Los jardines son un síntoma muy interesante por el uso que el poder hace de ellos y por cuanto traducen una manera de gobernar muy específica. Así tratamos los jardines, así tratamos a las personas.
Sin la intención de ser exhaustivos, la tradición nos habla de los jardines colgantes de Babilonia. No sólo fueron sitio de recreo de unos gobernantes que apreciaban la naturaleza y el agua en zonas de épocas muy secas, aspiraban a ser la reencarnación del Jardín del Edén, el paraíso perdido. Aunque más tarde se producirá una desacralización, el jardín babilónico mostraba la intrínseca relación entre el poder divino y el humano, el mundo celeste y el terrenal. Y se mostraron como una añoranza de lo perdido, de la inocencia y la abundancia.
Si la villa Adriana reproducía el Imperio en su conjunto para recreo del emperador, el urbanismo medieval descuidó los jardines aprovechando cada rincón del espacio urbano como habitçaculo. El Renacimiento, como en los Jardines del Bóboli, dotó a este uso poco productivo del espacio de un carácter marcadamente teatral, primando el diseño del espectáculo. El redescubrimiento –o la invención– del individuo requería que éste tuviera una representación de sí mismo.
El absolutismo, por mucho que se recuerde lo arbitrario de la voluntad regia no era más que una obra de la inteligencia y la razón, como decían los firmantes del Manifiesto de los Persas allá por 1814 para liquidar la Constitución de Cádiz. Luis XVI consiguió que hasta las plantas le obedecieran. Los jardines de Versalles, con su esplendor geométrico plasman con delicadeza y sorprendente eficacia esta fijación. André Le Nôtre fue el encargado de traducir, primero a papel, y luego de liderar un equipo formidable de jardineros que mantuvieron desde entonces la rigidez lineal, el magnífico espectáculo de la Razón humana sobre la naturaleza. La ingeniería social que pretendía el Absolutismo Ilustrado no deja de ser una continuación de los mismos fines sobre los súbditos, que serán sujetos –de sujetar– a la cartografía geométrica de la sociedad bien ordenada, de la moral explicada por el orden geométrico. La obsesión –y la ilusión– epistémica por el orden del mundo no encuentra mejor expresión que el jardín botánico, que, como los territorios y los pueblos conquistados, son emblema de la grandeza de los imperios de ultramar y de la obsesión por clasificar y ordenar las palabras y las cosas.
El romanticismo de la libertad y las pasiones creó jardines a la inglesa, en los que la naturaleza aparecía como salvaje, sin domesticar, dispuesta a sorprender al paseante con pequeños lagos, puentecillos, quioscos perdidos entre la espesura de la floresta. La ilusión de la libertad sólo al alcance de los grandes propietarios, todo pretendidamente espontáneo, pero delicadamente planificado. El ascenso de la clase burguesa debió sustentarse en la aspiración a emular el prestigio que tenía la antigua nobleza. La pintura, tanto de grupos profesionales, de retratos, como de escenas íntimas no deja de pertenecer a la misma lógica que el paisaje. El jardín sería un escenario y su diseño alterna los puntos de vista, juega con lo escondido y lo visible, con las múltiples perspectivas sin privilegiar ninguna, frente a la dirección única del jardín francés que se orienta hacia el palacio como el hombre se orienta hacia Dios. Su rechazo de la simetría otorgaba la ilusión de falta de normas de manera análoga al individuo que se quiere ver como libre de ataduras, cuya ley fueran la fuerza y el viento, pero que, afortunadamente, siguen las costumbres y los usos sociales, tan rígidos o más que en épocas anteriores. Es la moralidad burguesa. El jardín burgués es también el contexto del ocio y del romance, la naturaleza que se adapta a la necesidad humana, que está a su servicio. Luego, más tarde, todos estos jardines se irán democratizando al permitirse el acceso de la población a Kensington Gardens y que Peter Pan y sus niños perdidos los sobrevuelen.
El jardín se planifica equilibrando la luz y la sombra, los aspectos visuales y los olfativos, el color y las formas, los espacios de plantas y los de las personas. El acto de complacer al usuario que se deleita en pasear, en admirar, en abstraerse, actividades todas ellas ajenas al desarrollo propio de la actividad generativa del jardinero. Un gusto que se torna excéntrico con las vanguardias, como con el jardín cubista, y admite las influencias globales como la moda minimal del zen, asequible a cualquier pequeño recinto y, a la vez, espectacular en grandes espacios abiertos y desolados. No nos sorprende, sin embargo, que se consideren jardines ecológicos a los que carecen de césped y limitan el desperdicio de agua, por mucho que el concepto pueda ser una aporía: los jardines son la forma que tiene el humano para transportar la naturaleza. Los jardines de la Alhambra se regocijan en la presencia del agua precisamente por provenir de la escasez y se regocijan no sólo por la sensación de frescura, también porque sirven de espejo hacia el cielo, y porque otorgan la cualidad auditiva al jardín a través de las fuentes y la corriente. Una contradicción posmoderna. Quizás pueda servir de reflejo de la sociedad del capitalismo tardío, ávida de sensaciones vacías y espectaculares, de segmentación de los gustos y los grupos. Un jardín en suma, símbolo del gasto suntuario, de la distinción frente al precio del ladrillo, consumo conspicuo. Jardines minúsculos tras la moda del bonsái. Un individuo encarcelado en su burbuja domiciliaria o en su bodeguilla.
Espíritus fáusticos arrasan espacios enormes para albergar un pulmón verde dentro de las ciudades. Una tímida compensación ante la enorme cantidad de deshechos y de partículas suspendidas en el aire; un lugar de recreo, también, para las familias, para tener al alcance del metro un rincón donde hacerse la ilusión del espacio natural, un lugar recogido para los amantes clandestinos. No es tan diferente el concepto de Central Park del zoológico que precisamente alberga en su interior. Espacio libre de límites verticales de un skyline tan turístico como aterrador, simulacro de naturaleza encorsetada entre avenidas y surcado por caminos claramente delimitados de pasarelas de madera, de albero, de asfalto. Del jardín pasamos al parque.
En contraposición a ambos, tampoco nos extrañan los movimientos vecinales que aprovechan los solares como jardines para la comunidad. Movimientos ciudadanos que reivindican ciudades habitables, humanas, el derecho de ciudad. Una desafección alternativa hacia los profesionales de la política, anquilosados en los rutinarios enfrentamientos ideológicos pone el mono de trabajo a brigadas de voluntarios que usan la solidaridad como herramienta tan válida como la azada y las tijeras de podar.
Frente a ellos, los urbanistas atacan los árboles con la excusa de la seguridad tras los accidentes. El novísimo urbanismo diseña jardines sin plantas, sin trabajadores que tengan que mantenerlos merced al sagrado límite de gasto, con suelos de caucho reciclado y simulacros de flora mineral. Son espacios pensados para ciudades hostiles a los pobres, muy cercados que ocultan las miserias y privan de refugio a la habitabilidad humana. ¿Cómo no relacionarlos con el capitalismo de consumo que ignora a los seres humanos? Lo que no consume no tiene derecho a existir, mucho menos de ser visible. Uniformados, sin historia, no lugares vistosos que no remiten a ninguna tradición, que sólo pretenden deslumbrar a la mayor gloria del concejal de parques y jardines.
El jardín remite al cuidado, a la paciencia, remite al respeto a los ritmos naturales, pero también es una actividad de planificación y selección, de cánones y gustos, de violentas tijeras y ramas cercenadas. Asusta un poco compararlo a la política, llenos ambos de ingeniería y de subordinación hacia unos objetivos ambiciosos.

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