domingo, 8 de diciembre de 2019

Ingeniería social


De algunos filósofos recordamos, o deberíamos recordar, sus palabras antes que sus actos. Pienso en Rousseau, con todo lo que ha llovido desde entonces. El Rousseau de la voluntad general padre del anarquismo y del totalitarismo estalinista. El Rousseau del contrato social. El Rousseau que paseaba en solitario. En parte porque no lo soportaba apenas nadie. El hipócrita que robó una cinta y acusó a la sirvienta para luego “justificarse” aduciendo que estaba enamorado de ella y por eso su nombre saltó a su boca. Poco le importó que la despidieran como poco le importó que a sus hijos los criaran otros. Juan Jacobo, abanderado de la educación natural que tanto ha inspirado a los pedagogos y tanto bien ha podido hacer. De entre sus párrafos podemos entresacar el consejo de no infringir castigos, sino dejar que las consecuencias naturales sigan su curso. La idea intentaba sustraer a los infantes de los peligros de la sociedad. Porque ya sabemos que el hombre es bueno por naturaleza y es la sociedad y sus normas quien lo corrompe.
                Muchos creen a pie juntillas que la ausencia de acción es una buena manera de educar. Y son muchos los que se creen en la obligación de educar a todos los demás. No ya de discurrir juntos y aprender, o criticar defectos o ensalzar modelos. No, se trata de hacer ver cuán detestables son las consecuencias en crudo. Se creen, además, a salvo de ser buenos o malos. No dejan influencia. No son ellos los que castigan o premian, se limitan a constatar las consecuencias, por muy terribles o crueles que sean.
                Se aplica a los maestros a los que les duele en el alma redondear una nota, a los que preocupa más una injerencia en las calificaciones que una buena educación. Se pueden escudar en medias o en notas de exámenes, en cualquier artilugio evaluador, pero nunca pueden evitar la subjetividad de ser quienes diseñan las pruebas y luego las corrigen. Aquí tacho una pregunta entera, allí no doy puntos porque falta una coma o no hay unidades. Nota final, un cero. Sin paliativos. Así aprenden. Pero no soy yo quien castigo, yo solo pongo lo que hay. Hay que dar un escarmiento, porque si no lo hacemos, se acomodan los alumnos y no estudian.
                Hay un orgullo detrás de estos maestros de ser justos y rigurosos. Y así hay muchos otros que pretenden dar lecciones en el mundo de la vida. Desprecian, como estos maestros rígidos, cualquier programa de ayuda, cualquier consideración hacia los efectos que pueda tener esa “cruda” realidad que tanto se han empeñado en montar. Tienen la imagen del padre severo, no necesariamente autoritario, pero inflexible en las normas. Si se cumplen, no hay alegría. Si se saltan, llega el castigo como un resorte automático.
                De una manera similar se presenta una alergia por parte de ciertas ideologías a lo que ellos llaman “ingeniería social”. Este eufemismo cubre cualquier tipo de política redistributiva o solidaria. Quizás se apoyen en pensadores como Steven Pinker o John Gray que no son capaces de distinguir entre los fascismos y los totalitarismos de izquierda. Da igual las intenciones, todo intento de violentar el normal desarrollo de la sociedad está abocado al infierno más absoluto.  Quizás simplemente sean personas que quieran dar una lección a quienes les importunan.
                Importunan todos aquellos que son necesitados, los inmigrantes que todavía no al conseguido regularizar su situación y tienen que malvivir; importunan los que sí los han logrado y copan los puestos de camareros; importunan los que se ponen enfermos porque hacen subir la factura de sus impuestos. Y también importunamos quienes pensamos que una sociedad tiene una responsabilidad con los más desfavorecidos, quienes creemos inhumano pasar por encima de quienes están sin nada y defendemos que debemos, entre todos, cubrir esa urgencia.
                Ellos, que están por encima del bien y del mal, no hacen las normas, no son los responsables. Y como uno no es directamente responsable de quienes viven en las calles, no tienen obligación de ayudarles. Quizás incluso tengan buen corazón y colaboren con organizaciones caritativas, pero de ningún modo están dispuestos a que institucionalmente el Estado se pueda dedicar a mejorar la vida de quienes no tienen nada. Que aprendan las consecuencias, y si aquí no pueden vivir, que no vengan y retornen a sus países.
                Miran por encima del hombro a todos los que pretendemos hacernos responsables de quienes no tienen culpa de su situación, de quienes no pueden hacer otra cosa que pequeños delitos. Sabemos que un país no puede soportar capas y capas de pobreza, que lleva a la delincuencia, y que la única solución que ha funcionado no pasa por echar los desechos a otra parte, sino por elaborar planes para que tengan cierto acceso a la protección de la sociedad. Y no es fácil, como cuenta magistralmente Sara Mesa en Silencio Administrativo, acceder a esas ayudas que, si hacemos caso a la propaganda de ciertos partidos, se otorgan de forma tan dadivosa y tan irresponsable.
                Como Rousseau, creen que intervenir es solo malcriar. Se malcría si se ofrecen ayudas a la vivienda, si se conceden visados , si se les atiende en los centros de salud, si se les salva de las pateras… Todo es peligroso para nuestra sociedad porque se acostumbran, y, en lugar de aprender que en Europa no se puede sobrevivir, se obstinan, como niños malcriados, en cruzar las fronteras, aun con el riesgo de su vida.
                No vamos a entrar en si las vidas de quienes piensan así han tenido privilegios o no, aunque muchos han tenido una posición porque sus padres les han podido pagar sus estudios, o los han sacado de cualquier problema legal. Son buenos chicos, agente, se han emborrachado y han destrozado mobiliario urbano, pero se portarán bien porque son de buena familia. Este paragua no lo tienen quienes vienen sin familias. Si se emborrachan, o si se drogan, o cometen pequeños hurtos, no tendrán abogados pijos, ni la comprensión de que son jóvenes. Siempre serán vistos como amenazas. Y cualquier ayuda sólo les hace irresponsables de sus actos.
                Ellos, como buenos padres y buenos maestros, se muestran rígidos y ponen el cero en la vida. Este liberalismo de dejar hacer a las fuerzas “naturales” del mercado y la desgracia es un liberalismo que considera el escarmiento como una herramienta pedagógica. Si se mueren de frío, no vendrán a nuestro país. Si no pueden pagar las medicinas, racionarán sus visitas al médico. Si no tienen ayudas al alquiler no subirá la burbuja… El castigo de Dios como método pedagógico insensible. Un método premeditado y cruel.

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