viernes, 13 de diciembre de 2019

Reseña de Laura Villar Gómez: ‘La ciudad’. Ediciones Liliputienses. 2019


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La poeta Laura Villar Gómez, graduada en Lengua y literatura castellanas, coordina eventos culturales, y colabora habitualmente en Oculta lit. Nos presenta su primer poemario con una ambición a la vez poética y, en cierto modo, sociológica, con un vaivén clave entre lo sensorial y personal junto con lo social y analítico. La estructura del poemario de Laura Villar es rígida. Cada poema se compone de dos partes, una dispuesta en renglones seguidos con la división de barras y uno dispuesto convencionalmente. La multitud de lecturas y subtextos de la ciudad. Podemos encontrar entre sus versos toda la gama de percepciones y prácticas urbanas.
Subyace la diferenciación entre los elementos inertes y las personas, porque la ciudad no es sólo un conglomerado más o menos ordenado de calles y edificios, la ciudad es sobre todo la vivencia cotidiana y continua del espacio habitado. Laura Villar Gómez percibe, anota y conjuga cada elemento tomado como objeto y toda la vida que se esconde detrás, el aire de las calles y lo invisible que se oculta tras los visillos: “Los tiempos en los que la ciudad aún respira / están a punto de agotarse”
Un elemento, un objeto, los semáforos hacen sospechar de la continuidad de la vida urbana: “(los semáforos / son despojos de ciudad / eterna luz cambiante de brillo perpetuo / ¿también cambian cuando nadie los ve?”. Los ritmos de la ciudad son superpuestos y cambiantes, como los flujos de personas que se desplazan, una sobreexposición, como diría el sociólogo alemán Georg Simmel, que retrotrae la mente del urbanita y la encapsula ante la multitud de estímulos para, de alguna forma, desdibujar los contornos: “Habíamos olvidado sin embargo / que la realidad en las ciudades / era algo inestable”.
Laura Villar aprovecha con sabiduría la contraposición entre los actantes no humanos (“Los ordenadores / –seres inmortales­­– / se habían adueñado / de todo, / y romper los teclados / solamente significaba / acelerar el proceso de venganza”) y los actores humanos (“La ciudad es inquietante. / Principio de hombre hecho de hierro. / La ciudad aprieta en sus brazos / de carretera infinita, / aplasta a las masas / entre mares de cemento”). Hasta cierto punto es la visión clásica de la ciudad como monstruo, como el Poeta en Nueva York, como Dámaso Alonso…: “Ciudad como objeto terrible”; “La ciudad / también cuenta / con salidas de emergencia / anunciadas con leones”.
No obstante la presencia humana es esencial en la descripción de la ciudad, personas que deambulan, que sienten miedo, personas que fuman: “Ciudad como algo ajeno / que sin embargo consume / – nos fumaba– / a ambos lados de la puerta”. Abunda en el tema de la despersonalización: “Quemar los recuerdos / podía entenderse / como liberación de la tiranía de los pasos de cebra”. Pero no se resigna: “Dijo: «La ciudad somos nosotros»”. La despersonalización de las urbes se absorbe a través de la piel, el extrañamiento ante las multitudes y el hormigón, una visión entre onírica y cinematográfica: “Pienso en las caras de la gente. / En su carne gris apretando las mandíbulas. / Pienso en si tal vez solo sean / los figurantes de mi vida /…/ que tal vez a mis espaldas / la ciudad ya no lo sea, / o que las cosas existan / a través del que la mira”; “A veces me pregunto / si no seré acaso yo también / una proyección de otro. / Entonces me palpo los ovillos, / me observo ciegamente / en los reflejos de los escaparates”
Uno de los grandes valores de este poemario es presentar la dinámica no sólo de sus habitantes, sino de la ciudad tomada como un organismo, más mitológico que biológico, que se retoma cada día: “… Había / un lapso de tiempo en que la ciudad / se desvanecía como nube o cigarrillo / porque a veces, / al encontrarse las miradas / como puente o gaviotas / nos perdíamos del mundo”; “La noche es –donde / el insomnio – un fénix / que renace en la mañana”.
La ciudad es siempre ambivalente, es la tierra de la libertad y del peligro: “(Otro cumpleaños / hostilidad entre puñadas de tarta” vs. “La piel como salvavidas / es ciudad”. Es el territorio de la soledad y de la intimidad entre extraños: “Pero la noche invita a amar los ascensores, / su sutil forma de vientre materno, / a desear las escaleras, los coches, los semáforos / y la luz que indica que el miedo no está / en el lugar de la ciudad donde te encuentras”; “(La sombra de pronto / se torna acogedora / al compararla / a la luz de la ciudad // al menos ella permite imaginar / lo que la luz desprecia)”. Nos confiesa la autora: “Yo lo he escrito: / ciudad como restos de naufragio”.
                Una vida continua que niega los más elementales ciclos naturales: “Nunca hay noche / bajo las farolas”; “(encender una bombilla en la noche / es un principio de mañana / el insomnio anticipa amaneceres / Estar despierto es estar vivo / porque solo en la oscuridad / puede suceder la muerte”. Y, a la vez, una concreción de la metáfora de la vida como  camino: “(Las carreteras son vidas paralelas)”; “(Las farolas dictan el camino)”.
Laura Villar hace un hermosísimo canto a la ciudad, plena de contradicciones, que asesina y que revive, que completa y aliena, que se vive y que respira entre los muros, las plazas, cada una de las farolas y los árboles que la elevan:
“La ciudad me ayuda
regalándome insomnio
y vidas artificiales
de semáforos
o pantallas
o luces. Dadme luces
que me acerquen a la eternidad del día”

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