martes, 17 de diciembre de 2019

Reseña de José María García Nieto: ‘La gran oscuridad’. El Desvelo ediciones. 2017.



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Los buenos poetas a menudo se esconden en su amor a los libros y se retrasan a la hora de dar el salto a los anaqueles. Es el caso de José María García Nieto quien publicó en 2017 gracias al Premio literario Gobierno de Cantabria, 2016. Internacional de Poesía Gerardo Diego, su primer libro de poesía tras 25 años de escribir. Se trata de un libro bien depurado, con poemas contenidos y profundos, demostrando buen hacer y buen ojo a la hora de plantear temas y ritmos.
                Su primera parte, Lágrimas de agua de mar, ahonda en la sensación del poeta de tomar la escritura a la vez como una tabla de náufrago y como una forma de conocimiento, una manera de situarse en el mundo: “Balbuceamos poemas, razonamos / pobremente, pero en esta noche / puede que hallemos consuelo, / bajo estas líneas, sin saber de Dios; / bajo estas líneas esté el sendero / dibujado del camino que acoge / nuestros pies y la dota de perfume / y calma, así como los poemas / hacen que esta nueva respiración / tenga un sentido y un ideal” (Apetito). Consciente de esta metapoesía como una especie de dulce maldición: “Dejo de escribir y no es una táctica / es como si las palabras hubieran / volado, echado raíces /en otro sitio” (Esperando el invierno).
A veces el ritmo de un poema ajeno tiene la misma respiración que uno mismo, y las imágenes acaban pareciendo de nuestros sueños –o de nuestras pesadillas particulares–. Los temas, además de la poesía, abarcan la experiencia humana, la sensación sublime y terrible del paso del tiempo, la casi necesidad de abandonarse: ‘…¿No sería / mejor cesar, declinar el envite / y renunciar a luchar contra aquello / que no podremos controlar jamás?” (Obstinación). Una sensación asfixiante de atropello, de falta de espacio, de necesidad de huida: “… de esta amarga / entrega de la vida  a cambio de unos / escasos versos, y no siempre buenos” (No siempre buenos). El recurso al encabalgamiento continuo insiste en la sensación de angustia y necesidad de espacio.
José María García Nieto sabe que la poesía, además, es comunicación, es el nexo íntimo de conexión con alguien a quien nunca conoceremos por mucho que pudiéramos tenerlo delante: “… que adoro leer cuando hay alguien / al otro lado y que, en el fondo, la parte / bestial gana a la zona racional” (Zona racional). Una reflexión continua sobre la labor de vivir como metáfora de la escritura, del juego, del riesgo y de una impostura vital, un autoengaño necesario para continuar en la brecha: “sé que tal vez suena a falsedad, / pero ¿no somos todos unos maestros / en fingir amar y en simular vida / mientras se sueña, amarga la vida / hasta que se nos brinden cartas nuevas?” (Ciudad del sur).
En cierta forma retoma argumentos y relatos como la poesía de la experiencia, pero sin el ambiente canalla al que se recurría a menudo como tópico: “Me imagino que serán los años / pero me ocurre cada vez con más / frecuencia que los mejores poemas, /…/ … son preguntas al vacío, / ni siquiera enviadas al lector sino / preguntas, preguntas y más preguntas” (Cosas de viejos).
En el camino de la vida, la infancia miró al futuro y la vida decepcionó. La existencia a la que el poeta se refiere, es un mundo inhóspito, casi hostil, en el que hay que construir lentamente, casi sin esperanza los espacios de intimidad y de habitabilidad entre las personas: “sentimientos hostiles en la noche afilada, / tú sabes que no hay nadie, más sabe que existe algo, / algo ocurrido a un ser tímidamente humano / que puede conmoverte, o hacerte pensar / que exista alguien ahí que está leyéndote” (Alguien). Recurre el poeta a la relación íntima con el lector: “A veces pensaría que vosotros sois mis únicos testigos” (Mis únicos testigos).
La confianza en la poesía deviene de un desengaño de la Razón, la advertencia de que la racionalidad del mundo nos sobrepasa: “Cansado, asustado de la luz, / me refugio en la oscuridad” (El vicio de la razón). Como en El sabio, que acabó demente, “pero su mujer me recomendó / que no me preocupara, que era / la primera vez que le veía feliz”.
Una eterna sensación de abandono y de dolor, que sin embargo, no se dibuja en un poemario lastimero, al contrario, una gran vena de fuerza, de élan vital, es la que mantiene en pie al poeta y a los poemas: “Cuando tus penas y mi dolor / significa lo mismo que un dibujo / que un niño hace en los días aburridos” (Semejante pérdida).
El contacto con el Otro se desarrolla especialmente en la segunda parte del poemario, Demasiado a menudo no puedo ver tu corazón. En él se erigen las dos personas del verbo, por un lado el poeta: “… sigo siendo lo que soy / aún después de la gran oscuridad” (La gran oscuridad), por el otro, el mundo y sobre todo lo ajeno. En esa dialéctica se intenta abarcar la experiencia: “que yo era un universo en miniatura” (La sangre de las venas) y, a través de ella, el poema:“La poesía no es un don, es algo más” (La poesía no es un don).
De una manera casi mágica se produce el contacto, que de manera frágil, puede perderse: “Yo, después de un tiempo, maravillado, / caído en amor, honrado por tus labios, / no prestaba atención a tus palabras, / al lenguaje de tu cuerpo: bastaba / para mí la música de tus labios” (Música de tus labios).
Termina el poemario con una constancia, con la evidencia de que debe existir un asidero, una certeza: “la fe, como una brisa invisible / que te llama, / te acuna y te mece” (La fe). Una manera rotunda de no sentirse sobrecogido y desalentado: “¿Quién, sin ser poeta, no se ha apropiado / de la herida, el daño, el dolor / de alguien concreto y ha hecho suyo / los síntomas y también la receta?” (Propietarios de lo ajeno).
“Hay una poesía menor en los recodos
de lo que queda cuando ascendemos
en sabiduría hacia sitios inhóspitos
y llenos de una alegría invadida
de tristeza pues parece que nuestro
tiempo ha pasado y lo que parece
ascensión tal vez no sea sino un bucle
que dicen que hay una poesía menor
en los recodos…” (Poesía menor)


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