viernes, 20 de diciembre de 2019

Reseña de Claudia Campos: ‘Jardín interior’. Liliputienses. 2019


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Claudia Campos (Montevideo. 1971) es escritora y actriz, pertenece al colectivo multdisciplinar Los negros. Su primer poemario fue La carne es Devil (Editorial Yaugurú, 2013). También ha realizado residencias artísticas. Jardín interior se publicó por primera vez en 2017 y se presentó en una puesta en escena en el Centro Cultural de España, en la Feria de Editoriales Independientes y en el espacio Casa Mario.
Encabeza el volumen una cita de Antony & The Johnsons. Consiste en una serie de textos acompañados de fotografías a modo de acompañamiento poético. El fragmento es la unidad básica de este volumen, precisamente segmentada es la memoria sobre la que trabaja Claudia Campos. Roberto Echevarren firma el epílogo y resume la estructura del poemario: “Infancia recuperado, impresiones se superponen sin rima ni razón”.
El inicio es devastador:  “Infancia, el violador que llegaba a la hora de la siesta y entraba al galpón del fondo cuando Daniela y yo jugábamos a ver vidrieras” (I). En principio no sabemos si se trata de un recuerdo real o si se trata de una metáfora. Si la metáfora es la vidriera, o la violación. A medida que avanzan los textos se despliega la terrible verdad: “Infancia, mostrar mi ano fisurado al doctor Artagaveytia y tener que vestirme para la ocasión. (…) Después de ese accidente, me obligaron a cambiar de dieta. Conocer verdura” (II).
La sombra de este suceso va planeando sobre el resto de las páginas, que gracias a la contención supera la crónica negra. Asistimos indefensos a las complicidades que se tejen entre los adultos que traen como consecuencia dejar en el abandono a las víctimas: “Predecir la tragedia, estar entrenada para eso” (III)
Los recuerdos se van acumulando desde la infancia, donde la tragedia está en segundo plano, en el Jardín interior. Este es un proceso de ocultamiento que comienza con el círculo más cercano y se extiende hacia el interior y al exterior. Al final uno termina por guardarse secreto a una misma: “Trataba de concentrarme en un tapiz que estaba colgado en el comedor (…) Me pasaba horas mirándolas hasta que escuchaba los frenos del auto en el porche. Ahí se rompía el hechizo y más tranquila recibía el mal humor de mi padre y el silencio de mi madre. Y un libro, cada viernes. Lo que todavía les agradezco” (VI).
La lectura pudo ser una salvación, al contrario que las actividades que pretenden normalizar, incluir en la sociedad a la protagonista: “Infancia, odiando el club Juventus. Era gordita y me mandaban dos veces por semana a hacer gimnasia y natación (…). El disfrute de mirar a otros. Querer la vida de otros” (VIII).
La protagonista de este terrible relato está pendiente de todo lo que pasa a su alrededor, de los fetos conservados en formol, de mirar hacia afuera comprobar qué hacen los vecinos: “Infancia, la pareja de mongólicos que vivían al lado de casa y lo único que hacían era coger (…). A la vez, mi abuela me obligaba a tender ropa en la azotea. El sacrificio como forma de acercarnos a Dios aunque solo fuera en altura” (VIII). Estas reflexiones son la pista del proceso de recomposición de la personalidad dañada de la cronista.
En ocasiones el estilo recuerda a las narraciones del llamado realismo mágico: “Infancia, mi abuela devorada por una anaconda cuando lavaba ropa en el campamento, a orillas del río Queguay. Su cuerpo dándole forma de mujer a la serpiente (…). Estábamos todos, pero solo lo vi yo. La mayoría de las cosas de cuando era niña sucedían así” (XI). Sin embargo, mucho nos tememos que la realidad que se mantiene tras las palabras es demasiado dolorosa para ser una ficción.  Roberto Echevarren en el epílogo coincide: “aquí no hay metáforas, las impresiones son impresiones (…). Y el mayor secreto, cosas vistas increíbles, vestidos blancos que se elevan de las macetas por las noches, impresiones sin explicación”
Los intentos de la todavía niña por superar todo el mundo mágico que acompaña a la tragedia cuentan el esfuerzo de lo que se ha dado en llamar resiliencia: “Todavía con camisa blanca y pollera azul tableada, escribía en mi diario «todo va a estar bien», «que seamos felices», «que mamá y papá no se preocupen». Esas mismas palabras son las que digo ahora en voz alta cuando estoy en el baño. Ahí es donde converso conmigo” (XII). Es un trabajo muy minucioso y continuo de sanación. La recuperación de la memoria se hace desde el fragmento, a los que asistimos los lectores, pero también está armada de ternura, de una infinita ternura a la hora de afrontar los personajes. Incluso aquellos que causan el daño y lo ocultan. La poesía que se filtra entre estas líneas se compone de esta mirada, y de un preciso uso de las expresiones, de una valentía y honestidad en el proceso de recuperación de la memoria que, mucho nos tememos, durará toda la trayectoria vital.

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