martes, 31 de diciembre de 2019

Reseña de Patricia González López: ‘Doliente’. Ediciones Liliputienses. 2019


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Patricia González López nació en Argentina y es licenciada en Relaciones Públicas. En su haber se cuentan los poemarios: Indecible (Milena Caserola, 2009); Maldad, cantidad necesaria (Milena Caserola, Llanto del mudo, 2013) y Otro caso de inseguridad (Santos Locos, 2018). en cuanto a narrativa, publicó Dos de Azúcar (Milena Caserola, 2010). En cierta forma lo narrativo también forma parte de su manera de entender la poesía. Las intensas relaciones entre vida y escritura estructuran este Doliente. Un caso específico de poesía social muy alejado de los cánones más ortodoxos de denuncia. En primer lugar se interioriza esa relación con el mundo como punto de partida: “Leer los diarios para conversar, / dejar de leerlos para vivir” (Demolición). Después porque la realidad es la que despierta la imaginación a través de la cual somos invitados al interior del yo poético: “Si alguna vez / un crimen sucede cerca de casa / quiere dejar de / ser pobre y fea / … / tiene mucho que perder como / para declararme culpable por unos pesos / tener ahorros y algo de fama / que alcancen para convertirme en héroe” (Los culpables).
El yo poético que se va desplegando en Doliente tiene mucho de malditismo updated, también fuera de las convenciones del género: “No me perdono tener miedo / de alguno un poco más sucio que yo” (Disculpas). El dolor físico y el psicológico, el sufrimiento moral acentúan el sentimiento de desamparo que desprenden estos versos: “La primera vez sentí cosquillas / la segunda rutina / la tercera dolor / la cuarta desdicha”. Patricia González López asume el sufrimiento ajeno: “Todo aquel / el que se suicida / estuvo muerto antes; / a la muerte la hacemos entre todos” y lo hace a través de los objetos cotidianos, los recuerdos, anotaciones.
La conciencia social no se ancla en la queja, sino en la rabia y en la lucha por evitar lo muy trillado: “No me enseñaron a quererme / me enseñaron lo que hay que hacer para ser querida /…/ Me enseñaron a ser deseada /…/ Soy habitante de la falocracia / me enseñaron venderme al mejor postor / que por lo menos me pague el café /…./ que me cele, que no grite, que me parta, que me encierre, me prohíba              me sacuda me mate / siempre por pasión” (Ni muy trillado). Asume, por otra parte, la obligación de compartir y la necesidad de apoyarse en los demás, en los recuerdos, en la infancia: “La seguridad me toma / al sentir el olor a la pata de mi abuela”;  “Los productos de todo nuestro árbol genealógico / los papás que se fueron por las ramas / los papás que nunca quisieron ser / los papás de oficio / los papás de prestado / otros fantasmas”
El resto de relaciones humanas, en especial el amor, debe, por lo tanto tomar este derrotero: “Me estoy enamorando –su lengua sabe rica– / algo no pasa –su aliento sabe extraño–/ esto se termina –el olor a infección del final–“. Pues, como comprobamos si tenemos abiertos los ojos, ni siquiera el cariño puede evitar el sufrimiento: “Dos nenes dan a luz / a otro niño quince años menor, / desde ahí va a saber / que toda tristeza / se topa con más vida” (Los nenes del barrio). El delirio se puede convertir en un refugio (“Me hice amiga de hijos de paraguas / los defendimos en todos los trabajos que pudimos”, Casa de paraguas), en especial contra la angustia de perder la identidad: “Y si por fin / me abandona el miedo ¿qué me queda?”
La lucidez del poeta corre pareja a un joven desengaño: “Quise estudiar para que no me pisen // nadie me avisó, / que era transversal / a la dependencia / la relación de aplastamiento / que la variación / de la libertad / era el traspaso / de un encierro a otro”. Hay un verso terrible que resume este planteamiento:  “La felicidad es inconveniente, / siempre se carga alguna injusticia” (Solitario)
Esta es poesía social como social es la vida. En la segunda parte, No queda bonito quererse, son las relaciones interpersonales, el amor, quien cobra protagonismo: “El problema de la poligamia del otro / es la monogamia de uno”. El tono se vuelve más sensual y carnal: “Tenía sed y ganas de algo dulce / te creí una naranja / te tomé con toda la boca” (Navaja para juego); “Te besé porque dijiste que entendías a los chorros, / pero después fui en camisa de fuerza” (Sube si me sigo bardeando por preferir a quien le importo un rabacito). Sin perder la condición de cuestionamiento social que ha se ha ido desarrollando en el volumen: “Ser un poco de ellas / para fascinarte un poco más / ser otra mujer / y fascinarte más / que te aburras” (Lo poco).
Puede tornarse un poco más irónico: “Supongo que los gusanos también pasan hambre / supongo que las víboras en algún momento lloran”. Y pasar, así, a una segunda fase en la que el sufrimiento y el rechazo aparecen: “Estás confundido con esto de rechazarme / soy ideal para vos / parezco perfecta / no rompo las bolas /…/ Te dejaría que tengas romances afuera / lo que necesites / y mi devoción intacta. /…/ No te muerdo más / no te pido más / que me abandones de vez en cuando”.
De nuevo Patricia González se autoanaliza y se define, como una entidad y como el Otro: “Soy un ser profundo / convertido a la hipocresía. // Me esfuerzo por ser desprolija / cojo como una puta / y soy libre como un varoncilo”. De ahí, en Sobre ejercer el derecho al mal gusto, se plantean las relaciones fantasmas, los recuerdos y la soledad: “Pero una vez más mis palabras favoritas: / Revelación autosuficiencia, soledad”; “Éramos improbables / tan irreales como decir: arrancar la dieta el lunes // ahora juntos un trámite bancario / muchas pareado / esconden muestran transacción / sin celulares o al ring raje // programa de amor peronista / dar y dar y dar”. La interconexión con la escritura puede servir de clave: “(A este texto le falta algo / pero no puedo / deducir qué. / Conmigo me pasa lo mismo)”.
Ternura infantil es la última sección del poemario, y se acerca de nuevo al amor como eje de las relaciones humanas: “–quise escribirte un poema de amor / y tuve que ir a los tuyos–”. Así se tratan las relaciones, el amor y la entrega, la renuncia: “No quiero ser ladrona de lo prohibido / no busco arrebatar lo improbable / pero lo posible me queda incómodo”;  “Tampoco me sentí invencible / cuando desvelé al infierno, / a las intenciones del destino”. Para concluir que “Soy el propio ácido que no quema”. Se trata, en suma, de encontrar-se en el mundo, con toda la mochila de expectativas propias y ajenas:
“Recién entiendo
que pasé mi vida
buscando a quien echarle la culpa
de las faltas de mi cuerpo
yo prendí velas para ser perfecta
a medida que te acercaba
yo aún rellenado la sonrisa
y sin creerlo estábamos
en casa jugando a ser niños
que descubren su cuerpo por primera vez”

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