domingo, 22 de agosto de 2021

Revisionismo histórico


Aunque no lo parezca, mi formación inicial es la de historiador. Me apasiona la historia, aunque no de la forma convencional, no soy aficionado a las fechas, los reyes con sus reinas, las batallas… Prefiero, para comprender bien la historia, la vida de los que no son importantes, la mayoría de las personas parecen irrelevantes pero sus acciones son las que determinan cómo son las sociedades. Es mucho más lucido centrarse en figuras como Coco Channel para reivindicar cómo las mujeres fueron tomando una mayor importancia en la vida cotidiana, por ejemplo, con el uso del pantalón. Da mucho más juego que investigar la manera sorda en que mujeres anónimas de pueblos y ciudades desafiaron las convenciones y se atrevieron a salir a la calle con esa prenda masculina. El Imperio Romano tuvo a auténticos criminales como emperadores, los pueblos germánicos arrasaron al mando de reyes de nombres imposibles las fronteras, pero los campesinos en cualquier rincón del imperio vivían ajenos a todos esos cambios. Hasta que no variaron sus formas de vida, hasta que no se fundieron colonos y esclavos en una nueva manera de cultivar a través de donaciones, de cambios en las técnicas y las relaciones entre unos y otros, no merece la pena cambiar la etiqueta. El bajo imperio, la antigüedad tardía, la alta edad media, los años oscuros son formas intercambiables para definir la época en la que todo quedaba por definir.

Es muy difícil, desde el presente, acercarse a un pasado, especialmente si es remoto y tendemos a simplificarlo y, lo que es más peligroso, a hacer de él un ejemplo, un aviso, una justificación del presente. Los historiadores de verdad no se atreven a simplificar hasta ese extremo, pero las listas de libros más vendidos prefieren explicaciones simples que organicen el mundo de manera comprensible al gran público y justifiquen el viejo adagio que consideraba la historia magister vitae, maestra para la vida.

El juego ideológico actual está ofreciendo un panorama interesante para un sociólogo de las ideas. Hay un movimiento, y digo movimiento porque parece coordinado, de repensar el pasado para justificar posiciones y doblegar odios. Durante gran parte de la Guerra Fría, por ejemplo, la izquierda adoleció de una ceguera irresponsable sobre los crímenes de la órbita soviética. Intelectuales comprometidos con todo tipo de causas, como la guerra de Vietnam, no solo evitaron denunciar los crímenes del estalinismo, también blanquearon la persecución de la disidencia de la URSS. Esa desviación ha sido ampliamente compensada con la equiparación entre comunismo y dictadura totalitaria. Un famoso best seller ha conseguido calcular el número de muertos de cuya responsabilidad puede culpar a los regímenes comunistas. Son cien millones de personas. Ignoro cómo se ha conseguido hacer el cálculo tan exacto y tan redondo, pero ha tenido tanto éxito que lo repiten seguidores y trolls de derecha y ultraderecha en cualquier comentario de redes sociales y periódicos. Más difícil de calcular es el número de muertos responsabilidad, por ejemplo, del nacionalismo. En primer lugar porque nacionalismo es tanto el disgregador de Cataluña, por ejemplo, como el de los Estados como Austria o España. También ha dejado de calcularse las muertes que el sistema de economía de mercado ha sembrado por el mundo. Sin embargo, muchas de ellas son achacadas a gobiernos corruptos, a desastres naturales, a grupos concretos… no se suelen englobar dentro de un sistema de extracción de materias primas, de intercambio desigual o la geopolítica de grandes imperios como los Estados Unidos.

Precisamente son los grandes imperios los que desarrollaron una justificación ideológica para llegar a los lugares más remotos de África, Asia o Iberoamérica y allanar los obstáculos para el aprovechamiento económico. Rudyard Kipling, además del creador de personajes y argumentos inolvidables, escribió algunos de los poemas más celebrados (el inolvidable Si…) y de las justificaciones más explícitas del imperialismo: La carga del hombre blanco. El europeo tenía la misión, la pesada e ingrata misión de evangelizar, civilizar y controlar a otros pueblos que no habían pasado del estado de barbarie. Es la misma argumentación que se está utilizando para justificar la bárbara conquista del imperio azteca por parte de Hernán Cortés. Si Neil Young calificó en una memorable canción a Cortés como The Killer, el asesino, en el imaginario nacionalista español, ese que se encuentra cómodo con Santiago Matamoros, Hernán Cortés es el líder de una especie de coalición que derrotó al sangriento Moctezuma y su reinado de terror y barbarie, de sacrificios humanos y conquistas salvajes. El triunfo de Imperofobia, además de tramposo y tendencioso, pretendía darle la vuelta a la Leyenda Negra. Es cierto la historia de España no es la única en la que se produjeron crímenes, es estadísticamente seguro que otros imperios, como el francés, el inglés o el turco también cometieron atrocidades. Cada nacionalismo puede sacar pecho de sucesos memorables, de un Bartolomé de las Casas que defendió a los indígenas como súbditos de la Corona, pero hay tantas zonas oscuras que deberíamos ser conscientes de que la reina María Cristina fue la mayor traficante de esclavos en la España de la primera mitad del siglo XIX. Cada uno con su conciencia puede sentirse identificado con ese pasado histórico o no, aunque siempre es posible espigar triunfos y miserias.

El fracaso de Occidente en Afganistán es un ejemplo muy evidente de que, a pesar de las buenas palabras y las intenciones declaradas, la intervención militar no responde a una solidaridad ciudadana entre distintas naciones. No es la cuestión de llevar la democracia, de liberar a las mujeres del yugo de una cultura machista hasta el extremo, simplemente se trata de un movimiento interesado, ya sea por cuestiones geoestratégicas, por lucha por las materias primas o como contraprestación a los intereses de los fabricantes de armamentos. Veinte años de intervención militar han dejado al país destrozado y en manos de los talibán. La mitad de la población, que son las mujeres, que ya estaban en una posición más que precaria, abandonarán el estatuto de ser humano para considerarse propiedades de un varón. Muchos de los activistas serán perseguidos, encarcelados o asesinados o algo mucho peor.

La carga de los países occidentales gestionada a partir de la ONU es una fachada para encubrir otro tipo de intereses. Ni siquiera hemos sido capaces de programar la evacuación de nuestros ciudadanos y quienes les ayudaron. Una vergüenza que todos están aprovechando para culpar a sus enemigos políticos, las feministas, el imperialismo, lo woke, la ONU, los relativistas culturales, los intereses de China, Pakistán, Rusia o las mafias del opio… Una manera de revisar la historia en la que lavamos la cara de nuestra civilización occidental. No hay que olvidar que la principal responsabilidad es de los talibán y de quienes toleraron su machismo extremo, su visión retorcida de la religión, dentro y fuera de Afganistán. Es vergonzoso que la comunidad internacional esté más ocupada en culparse o en sobrevivir en los cargos que en ayudar a las mujeres y niñas a tener una vida como seres humanos en su propio país o, al menos, ayudarlas a escapar del infierno. Sin embargo, las intervenciones armadas, por lo que aprendemos de la historia, no van en ese honorable sentido, sino que son utilizadas para objetivos menos justificables. De ahí la negativa de tantos a las guerras. Habría que tener cuidado con repetir los argumentos como el de Kipling para alentar las intervenciones armadas en lugares como Afganistán, porque, al final, solo encubren espurios intereses miserables.

 

 

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