El volumen que presenta primorosamente Newcastle aúna una serie de textos publicados por Hilario Barrero en ABC entre Brooklyn y Toledo y se encuentra con total seguridad entre los más bellos ejercicios poéticos que nos haya ofrecido este poeta, traductor, profesor (ahora jubilado) y artista plástico. Hilario Barrero nos abre su corazón, ese en el que habitan los recuerdos muy marcados (by heart, que suelen decir por allende los mares), llenos de olores y nostalgias. Dicen que la belleza fue capaz de abatir a Stendhal y que la nostalgia es un dolor placentero, “El mismo dolor que siento yo ahora que es invierno y nueva en Nueva York” nos confiesa el autor en uno de los primeros textos (“Dolor de huesos”).
A medio camino entre el diario y el poema en prosa, aprovecha el autor los homenajes al Greco y al genial arquitecto Guastavino para trazar una línea sentimental entre las diócesis de Toledo y Bruklin, como no pierde baza tampoco para saltar del presente al pasado con un sutil y certero apunte. No son únicamente los recuerdos de la infancia toledana, cualquier elemento puede servir para disparar el poema, una carta, un paisaje neoyorkino… (Carta mojada; Niebla). Siempre ha destacado en Hilario Barrero la delicada cualidad de fijar la atención en el detalle revelador, el objeto perdido (“¿Qué hacer con las llaves que ya no tienen dueño?”, “Llave del tiempo”), el instante decisivo:
En las aceras aparece, en sustratos ciudadanos, lo que la vida fue tirando y la nieve apresó avariciosa (…). Un hilillo de agua incolora avanza lenta camino de un desagüe, sin saber qué es el morir (“Que van a dar en el mar”)
Es el yo que añora y redibuja las siluetas familiares, cerca su casa de la infancia describe: “Santo Tomé es como un río. Llega caudaloso, baja por la Trinidad y se remansa en la plaza del Salvador, lamiendo las puertas de la iglesia donde vivió Lázaro de Tormes” (“Ojos de agua y cristal”). La sombra de Toledo tiene forma de Catedral y se alarga como las figuras de El Greco. Por otra parte, hace balance el autor de su relación con la ciudad que lo lleva acogiendo desde hace tanto tiempo:
Por un tiempo me negué a ser parte de la cultura que acababa de abrazarme (…) Después me ocurrió lo opuesto: tuve la urgencia de hablar el idioma (…). Al escribir In tempore belli quise demostrarme a mí mismo que si decía amor quería decir “amor”, que si decía agua quería decir ‘agua’ y que si decía fuego quería decir ‘fuego’ (“La última ventana”)
Hoy me siento más del barro, de este “bruklin” donde he vivido casi cuarenta años a tu lado, porque el “alcalde” del barrio, Eric L. Adams, un afroamericano que sonría dulcemente en una postal que me ha mandado, me felicita por mi cumpleaños, no importa que todavía falte más de un mes (“Ser de barrio”)
Y es el yo quien ama e impregna la pasión de tinta entre estas líneas, quien condensa en ellas la sombra de la muerte: “Era tal el incendio que la necrópolis parecía un lugar para amarse y ser feliz. Como si la muerte, por fin, hubiera muerto abrasada en este día de otoño enamorado” (“Otoño enamorado”); “La muerte tardó en asomar, pero cuando llegó se hizo la dueña de la casa. Era el silencio un pájaro herido y la vida fue de otra manera” (“Casa tomada”).
Resulta difícil, casi imposible, mantener vivos tantos rostros que ya están muertos, tantos colores que aparecen desvaídos, difuminados de tanto sol como han soportado, tantas noches iluminadas con una luz descarnada, como una arpillera seca y arenosa (“El barrio donde vive el mar”)
Podemos adornar y matizar la figura de Hilario Barrero, pero su esencia es la del poeta, que subyace, por supuesto en su labor de traductor y de profesor, pero también cuando toma los lápices o la cámara. Y así promete: “Volveré a la poesía, de la que nunca me aparté, con la esperanza de que vuelva a ser mi amiga. Seguiré escribiendo, es decir, respirando. Hasta el último momento me miraré en tus ojos y esperaré a la alumna final que, sin compasión, me suspenderá y no me dejará repetir curso”. Porque, para Hilario Barrero, como debe ser cabalmente, la vida es poesía, y la poesía es vida, como demuestra en el precioso texto que recoge el famoso poema de Robert Frost, El menos transitado.
Entre estas páginas aparece el paso del tiempo, las estaciones, el melting pot neoyorkino, la vida. Mucho más allá de las viñetas costumbristas de uno y otro lado, de la infancia y de la actualidad como el confinamiento voluntario. Hay dolor y pesadumbre (“Por primera vez no se han hecho fotos uno al otro. Les tiritaban las manos de recuerdos, la mirada les temblaba y la imagen hubiera salido movida. Mejor dejar que el pasado les engañe al llegar a casa”, “Imagen movida”), miradas de minuciosa claridad (“Comienza el acero a deshacerse y deja ver, a lo lejos, la armadura gris de Manhattan”, “Luz de hojalata”). Porque HB es un buen anfitrión, buen conocedor, ‘se sabe los rincones en los que Brooklyn es más Brooklyn” (“Consulado de bruklin”) y acumula los años y la emoción que cada recuerdo atesora: “Central Park es un cementerio de miradas, un zoológico de recuerdos, pabellones donde vive el cristal de la memoria, el eco del amor, los gritos del triunfo, la pérdida de la inocencia” (“Arroz y frijoles de «Caridad»”).
Este es, a la vez un acto de amor a Toledo (“El Tajo se ahoga en su soledad, las tribunas se caen, los políticos pobres quieren vivir como los ríos, se talan árboles, y encima no es el amor quien muere, que somos nosotros mismos”, “Flores, espinas y la Virgen del Sagrario”) y a NYC (“Al conocerla, Manhattan puede ser una navaja de filos oxidados, un campo minado, una vecina impertinente y enredadora que te puede hacer la vida imposible”, “Call me Manhattan”). Tanto se funden que “uno cierra los ojos y el Empire State a las torres de la Primada y la Imperial Ciudad se me aparece, desde el Valle, como una Nueva York renacentista y eterna” (“Águila imperial / buque fantasma”).
No podemos olvidar el agradecimiento a María José Muñoz García, coordinadora del suplemento cultural Artes & Letras Castilla-La Mancha, la iniciativa que enganchó a Hilario Barrero a publicar esta hermosa colección de “recuadritos”, así como su nota final.
“El tiempo del pregonero se termina (…) Me llevaré a Brooklyn el chispazo de la vara del perdiguero, el latigazo burlón de la Tarasca, los relámpagos de los mantones de Manila, el color de las togas y los birretes, el peso místico de las capas pluviales, el olor eucarístico del incienso, las lágrimas de mi familia” (“Adiós, Toledo”)
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