Dicen que la distancia es el olvido. Y distancia histórica
es la que empezamos a tener para valorar la transición y las figuras que
hicieron posible esta gesta épica. No nos hemos dado casi cuenta, pero desde la
muerte de Franco y la coronación del rey ha pasado el mismo tiempo que desde
aquel 18 de julio hasta la muerte del dictador. Ya deberíamos tener distancia,
pero no olvido. Nunca olvido. Esta semana hemos asistido a un buen arsenal de
loas hagiográficas a la figura de Adolfo Suárez.
Otro que no es santo de mi devoción, Gabriel Albiac, definió
acertadamente el paso de la dictadura al régimen actual cuando hablaba
metafóricamente de la “inmaculada transición”, que, como el cristal, pasó del
franquismo a la democracia sin romperlo ni mancharlo. Pero más justicia poética
no puede haber que la figura de Adolfo Suárez enfermo de Alzheimer. Que la
figura central de una transición que quiso olvidar el franquismo, que obvió
rendir cuentas o pedir responsabilidades no podía tener otro fin que el olvido
de sí mismo.
Los testimonios, siempre elogiosos hacia este político
audaz, más que reflejar una época y una gratitud, parecen ocultar un vergonzoso
pasado. Muchos en la UCD lo decían, Alfonso no se merecía lo que le hicimos. El
tahúr del Mississipi, como le llamó una vez Alfonso Guerra, hizo buena la frase
de que “contra la UCD estábamos mejor”. Las filigranas de la legalización de
los partidos, de la Ley para la Reforma Política, la Constitución, los Pactos
de La Moncloa o del resto de pasos que se fueron dando engañando a unos,
prometiendo a otros, temiendo a todos. El olvido es el mejor epitafio para
Suárez.
El problema es que, al comparar los políticos actuales con
aquellos del final de los años 70, nos parecen increíblemente entregados a una
política de Estado, a un interés común, a un servicio a la ciudadanía. Pero no
nos engañemos, esta valoración no se debe a que fueran excepcionales y
bienintencionados, es que los actuales pasan todas las fronteras de la
incompetencia y la desfachatez.
Debería ser evidente que una persona no puede cambiar un
país. Ni la santísima trinidad formada por el rey (padre), Suárez (hijo) y
Fernández Miranda (espíritu santo). Mucha gente, muchos grupos de presión,
muchos intereses nacionales y extranjeros fueron los encargados de llevar a
buen puerto el paso de un régimen a otro sin variar ni un ápice las élites del
poder, sin modificar las más mínimas bases de la riqueza de las grandes familias.
Como sentenció Lampedusa en El gatopardo,
“haz que algo cambie para que todo sigua igual”.
Además del actor olvidado de aquellos años, los millones de
personas que salieron a la calle, unas veces pidiendo amnistía, otras,
libertad, otras, autonomía, otras, derecho al aborto… Huelgas, manifestaciones,
encierros de personas normales y corrientes, nunca mejor dicho, porque acababan
normalmente corriendo delante de la policía. Parece que hay orden de olvidar
que la democracia esencialmente se lucha en la calle, pues si no, los políticos
olvidan cuáles son las prioridades, las necesidades de los ciudadanos que no
van en coche oficial, no acuden a los Congresos de los partidos, no viven en La
Moraleja, ni toman desayunos de trabajo en hoteles lujosos del centro. La
agenda política, no lo olvidemos, se cuece en despachos muy, muy lejos de las
cocinas y los dormitorios, los comedores y los patios. Las mesas de negociación
no son las que sirven para el dominó o para el mus.
Dar clase te ofrece la oportunidad de reflexionar sobre
muchas cosas. Porque tienes que tener muy claras las ideas para poder
explicarlas a alumnos desinteresados de la manera más simple y luego hacerlas
más complejas para aquellos con más curiosidad y conciencia. Reflexionar porque
repasas muchas cosas, muchos acontecimientos, muchas ideas. Circula por la red
una encuesta callejera en la que se pregunta a jóvenes sobre la figura de
Suárez. Por el acento y el lugar parece que ha sido en la fiesta de la
primavera, haciendo botellón y claro, las respuestas son lo que son. Si esta es
la generación más preparada, preparados estamos. Cuando escucho esto me
pregunto por qué contestan cuando no tienen ni idea. Estas son las cosas por
las que creo que mi asignatura tiene una misión y una importancia.
Pero también mi asignatura me hace repasar las ideas de
filósofos como Locke, quien, de una manera que ahora parece sorprendente, decía
la obviedad de que los ciudadanos firman un contrato social para que los
gobernantes y el Estado velen por los derechos de los ciudadanos. Y no al
revés. Las personas no estamos para salvar al Estado, para eso no necesitamos
Estado –ay, mi corazoncito anarco-. Sin embargo nuestro gobierno ha olvidado a
este precursor del liberalismo que tanto dicen defender. Prefieren gastar
millones en pagar las deudas de las autopistas que contratar a familias con ese
mismo dinero.
Los dirigentes del Partido Popular están rivalizando en
idioteces en las últimas semanas. Montoro contradiciendo al informe de Cáritas
sobre la pobreza infantil, como si la pobreza infantil no fuera importante si
su número no supera un cierto umbral. Los bancos salen de la crisis, las
familias más ricas aumentan su capital. De las personas normales, de la gente
de la calle no se acuerdan salvo para pedirles el voto.
El líder de la patronal leonesa pretende que los despedidos
sean los que paguen indemnizaciones a los empresarios porque habían recibido de
ellos un puesto de trabajo y un salario. Olvidan que no son despedidos por su
voluntad, sino que es el empresario el que prescinde de un contrato indefinido.
Olvidan que el que contrata siempre saca más beneficios del trabajo que el propio
trabajador. Lo que parece evidente pero estuvo a punto de costarme una
denuncia.
Los medios de comunicación también olvidan. Olvidan los
cientos de miles de personas que se manifestaron en las Marchas por la Dignidad
y sólo se acuerdan de los enfrentamientos. Olvidan que su función es informar y
no manipular. Mucho olvido, demasiado olvido.
Dice un refrán popular que para ser felices hay que tener
buena salud y mala memoria. Nietzsche también reclamaba las virtudes
salutíferas del olvido. En este sentido, y sólo en este sentido, la democracia
española goza de una salud inmejorable.