Gerardo Venteo nació en Galera (Granada). Sus primeros proyectos datan de 1996 (Los verbos conjugados, Ediciones Adhara) y 2001 (En el corazón dormido del esparto, Proyecto Sur de Ediciones). Sin dejar de estar implicado en asuntos literarios como la organización de Encuentros de Poetas en Peligros (Granada), programas radiofónicos de poesía (La marcha verde) y su colaboración con otros artistas plásticos, como en la edición de la carpeta de serigrafías y poemas Memoria azul., pasó un largo silencio editorial. Me llenó de orgullo que participara en la revista Voladas, de Rota (Cádiz) y que luego publicara El nombre del frío (Editorial Maclein y Parker, 2008). Afortunadamente no ha pasado tanto tiempo en que aparezca Casa de dos plantas, que, de alguna forma continúa la indagación del paisaje emocional de En el corazón dormido del esparto. En ambos se acompaña de fotografías que cobran una importancia no menor en el mensaje. “Una casa puede ser una patria” dice José Gilabert en el prólogo y, el propio autor explica sus intenciones:
“A través de las páginas de este libro he intentado realizar un ejercicio de memoria personal que no tendría sentido sin hacer, al mismo tiempo, un ejercicio de memoria colectiva, entendiendo que somos causa de las circunstancias en las que crecimos” (Antes de comenzar)
Desde el punto de vista formal nos encontramos con un libro que transita entre la narrativa, las reflexiones y los poemas en prosa pero, a diferencia del sentimentalismo que impregnaba, por ejemplo, Platero y yo, este es un proyecto de conciencia poética y social en el que la memoria personal está conectada íntimamente con la colectiva, sin falsas nostalgias ni idealizaciones. “Éramos niños felices y descuidados”, dice en Todavía, la memoria de aquellos días. Casa de dos plantas es el balance de la transformación social y emocional de un país, de un paisaje y paisanaje que ha sufrido, el verbo no es inocente, una enorme metamorfosis histórica. Tampoco pretende ser una emulación de Campos de Níjar, con Goytisolo como espectador extraño y asombrado. Venteo habla desde dentro.
El libro está dividido en capítulos y dentro de cada uno hay distintas voces, con tonos distinguibles, incluso tipográficamente. En Desde el nido, por ejemplo, hay estampas en primera persona: “Me adentro en las calles tranquilas para recorrer los caminos del invierno, miro con desolación la verdad que esconden las puertas cerradas, la verdad del polvo que cubren las maderas y los hierros que franquean las ventanas (…) Ahora parece muda aquella historia” (Pasacalles). El autor presenta la inquietud que le ha hecho volver al lugar de la infancia y a reflexionar sobre la continuidad en el tiempo (“Una inercia sujetaba mi gravedad a aquel lugar que había sido mi lugar, mi casa”, No sabía) y analizar minuciosamente las transformaciones (“Y está en mí, en este nosotros dócil y cobarde, el viento del norte, la sombra oscura del viento del norte, su mano de escarcha sobrevolando los tejados de cada casa”, Liturgia de la historia y sobrevuelo de la nada).
La sección titulada como el volumen, Casa de dos plantas, se va deteniendo, primero en el edificio en su conjunto (“Allí está mi casa, quieta, esperando para devolverme el silencio de sus ojos y cobijarme con sus hebras de pino como brazos y el yeso de la palma de sus manos” , Camino sobre el puente; “Ahora tengo que aprender de nuevo el lugar de mi tiempo porque la casa se ha roto, se ha quebrado y un silencio enorme se cuela por las rendijas de los muros para habitar el vacío de los muros para hablar en el vacío de un hueco tan inmenso”. Ahora; “La casa es también el cimiento blando donde se construyen las palabras desde el primer afecto y donde se ensaya el orden moral que se abre al mundo más allá de la dulzura íntima que se cultiva en secreto” (Cimientos). Después irá recorriendo cada una de las estancias, cada una de las cuales remite a un momento en el tiempo, a una actividad (“Dicen que el hambre no se puede contar”, La cocina), como la vendimia. Gerardo Venteo no esconde que el proceso de volver la vista atrás puede ser doloroso (“A veces, como uña que escarba, es un aroma una luz o el retrato de una escena y, lo dormido despierta y duele o abriga”, En algún rincón), pero no es su intención recrearse en un tiempo supuestamente idealizado:
“Ahora no voy a sujetarme a lo que hemos perdido porque aún quedan muchas cosas por hacer en este tiempo rápido que se escapa sin más razón que la misma razón del tiempo intangible; pero no puedo, no quiero olvidar quién soy ni esta casa donde aprendí el abecedario de los afectos” (Porque a veces la emoción)
Esta es una plasmación concreta de la poética del espacio que defendía Gaston Bachelard. Uno de los referentes espirituales de este volumen.
La dimensión social se encuentra en los personajes que habitaron y habitn este espacio, El oficio de sus manos, donde podemos recrearnos en preciosas descripciones: “Y van callando poco a poco y dimitiendo sin oficio ni voluntad de renuncia” (El oficio de sus manos). En cierta forma es una antropología poética, porque es el poema una de las más sabias formas de conocimiento, que se puede comprobar en fragmentos como Mujeres, Abuelas, así como en el siguiente capítulo, Los ecos de la calle: “La calle y sus modos compartidos hacen pueblo, rituales, identidades que el paso del tiempo y su nuevo lenguaje borra” (La puerta de la calle); “Las casas, con sus nidos de cáñamo enfermo, son huecos que ya no sueñan, huecos que no esperan a nadie, mientras las hiedras detenidas y las hierbas ahogan los patios donde crece el número de palomas muertas” (Los ecos de la calle); “Todos los actos se ordenan en una secuencia regular, una mecánica dócil que se aprende por costumbre” (Las horas del día).
Las rutinas recordadas son un muestrario de pequeños actos y recias actitudes que forjaron una cohesión social que sabe muy bien evidenciar el poeta: “Era la vida práctica que resolvía sus asuntos sin permitirse el lujo de conceder tiempo al delirio de lo imposible” (Lo que había); “En la pobreza, una inteligencia práctica a la fuerza y, en lo sencillo, una sobriedad elemental, los rudimentos necesarios para vivir” (Pobreza); “Nacimos con una deuda, la de crecer con nuestro futuro a cuestas para saldar las cuentas de un pasado dócil y sumiso” (El porvenir);“La desidia es una paciencia triste y abandonada a una suerte incierta que, como una gangrena ociosa, se instala sibilina y sorda en el silencio de las casas” (Desidia).
Los apuntes dedicados a los vecinos nos acercan a los mecanismos de socialización y de conciencia moral y social: “Nos niños aprenden el valor del plural cuando aprenden el valor complementario y útil de los oficios” (El oficio del plural). Un valor del plural que se demuestra en las fiestas, la iglesia como lugar de reunión, las costumbres. También la emigración. Algunos poseen nombres propios, como los retratos de Isidoro, el hortelano, María, Vilma (Un diálogo de soledades), Manuel… Todos ellos formaron Galera, pueblo de Granada, que es más allá del manido concepto de España vaciada.
En realidad, Gerardo Venteo está más cerca de La lluvia amarilla, en su percepción poética de un drama, que del periodismo de denuncia de Sergio del Molino. Así, nos encontramos descripciones donde lo pictórico, lo sensual más bien, adquiere el protagonismo merced a las cualidades plásticas del lenguaje:
“Afligido, el sol de noviembre se derrama sobre la paz fría de los mármoles. El sol manso de noviembre se cumple en los vivos a los que devuelve el orden y la paz, el ejercicio cotidiano de su oficio. El sol huidizo de noviembre que devuelve al tiempo su asignatura de tiempo veloz y transitivo” (Día de los Santos)
“En este mar de luz y sal,
viejos cantos de sirenas, ecos del pasado, repiten una y otra vez en cada calle, una letanía que empapa el corazón. No, no las escuchéis, no, porque el tiempo no se detiene ni tampoco los vivos. No, no, no las escuchéis. Pero tampoco escuchéis estas voces fantasmas del futuro que vienen reclamando su cuota de peaje que es el olvido absoluto. Esas voces tampoco, no, esas tampoco”
Hay algo de la atmósfera de Pedro Páramo en la sección dedicada a Los que vuelven, con la sensación de lo familiar y lo extraño que se solapan:
“Pasas sobre los pasos en el tiempo y estos ojos de ahora que miran el mismo paisaje milenario que otros han mirado antes. Este paisaje fue parte de ellos. Tiro la vista al fondo y lo inmenso entra en mí, me empapa, y siento que en el latido de todo esto hay un punto de encuentro a través de los años, una común unión”.
Los juegos de los niños se mantienen sobre el escenario casi como una imagen fantasmagórica, presente y ausente a la vez. Admite el poeta que “No quiero otro lugar ni otro tiempo. Solamente, sí, la conciencia de esta pertenencia al lugar y al pronombre”, mientras que se recrea en los objetos, que, como la fotografía sirven de cordón umbilical con el pasado: “La fotografía, hace mucho tiempo, era un acontecimiento solemne que estudiaba la posición sabia del gesto que posaba rígido ante la cámara, una ilusión disciplinada que buscaba la ocasión propicia. (…) Entonces, la vida no se retrataba, sucedía y bastaba, se ordenaba rudimentaria y sin testigos” (Viejas fotografías). El paso del tiempo que tanto ha moldeado las fachadas y que ha escrito en el yeso que las cubría se adhiere a cada objeto, “Esos objetos han construido su nido de olvido entre el polvo, se han convertido en fríos testigos de otro tiempo y han vaciado mis oídos de su voz” (El alma de las cosas). Todos, paredes, estancias, la casa y lo que contiene, “Todo nos pertenece en la vida y nada es nuestro. La vida solamente; tiempo en el cauce de nuestro tiempo, voluntad esmerada en hacer del tiempo nuestra casa, un hogar donde se teje el bálsamo y la alegría” (Madura el silencio).
La Postdata hace una conexión entre las figuras del pasado y el propio presente del poeta, “De vosotros y vuestro calor vengo, de vuestro orden y de vuestro afecto. De vosotros vengo y en mí, aquí dentro, os oigo en días como hoy que, al recordaros, os beso” (Vengo). Se resume así toda la evocación que se ha iniciado con el elemento físico de la Casa de dos plantas: “Ese color de mi casa es una esencia antigua, el corazón de un aroma madre que cuando vuelve me recibe y me toca” (El olor a yeso).