domingo, 24 de abril de 2016

Guiones y personajes



Imaginemos a un personaje con un pasado intenso, que ha pasado por la cárcel por delitos de terrorismo y por hacer apología de él. Este personaje niega su implicación y denuncia que la apología del terrorismo es una manera que tiene el Estado de callar a los que opinan como él. Supongamos que ahora decidiera comenzar por la vía política. Debido a su pasado puede ser una figura clave en la desarticulación de la banda terrorista, pero tiene que nadar entre dos aguas. Si reniega de su pasado y condena sus muertes, automáticamente se descalifica ante los suyos. Si se encastilla en los postulados de los suyos pueden volver los asesinatos y la violencia. ¿Qué es lo que debe hacer?
Evidentemente tiene que cultivar su imagen de peligroso para el Estado, así se garantiza –piensa él– su autoridad con los terroristas. Tiene que seguir acusando al gobierno de todas las tropelías, como si él hubiera sido inocente. Pero además tiene que encabezar una cruzada por la vía política para dejar sin sentido la lucha armada. No puede dejar de utilizar su lenguaje, pero debe introducir términos nuevos.
El gobierno no puede de ninguna manera tratarlo bien, no puede valorar positivamente nada de lo que diga o haga. Pero no es porque el gobierno prefiera el terrorismo como adversario que les dignifique. En parte es por una animadversión lógica: ha sido terrorista. Pero en parte es porque si lo halagaran perdería credibilidad entre los sectores que apoyaban el terrorismo. Carrillo y Suárez, al principio de la Transición, quedaron en casa de José Mario Armero que iban a criticarse duramente en público para seguir siendo creíbles a los suyos.
Conozco pocos casos en los que la negociación no haya sido importante en el fin de un conflicto con el terrorismo. Forma parte de los bajos fondos del Estado. Ante unos delincuentes sanguinarios se utilizan todo tipo de estrategias. No sirve calificarlos a todos de locos, desgraciadamente no son locos. Tienen unos objetivos e intentan parecer cuerdos a todos esos miles que les han apoyado. La monstruosidad de matar gente para conseguir tus objetivos tiene que disfrazarse de racionalidad para conseguir una aceptación, acaso como mal menor.
El Estado lo sabe y por eso intenta varias estrategias. La crisis económica ha ayudado a dejar sin fondos la parte logística, la persecución policial los ha rodeado, la sociedad que antes los miraba con simpatía ahora se revuelve. La ley, rayando a veces la legitimidad, les ha cortado todas las opciones. Pero queda la escenificación.
Unos juegan a demonizar todo. Otros actúan como cercanos, sirven de normalización. Los protagonistas principales parecen no moverse del sitio. En el fondo parece todo muy orquestado. Pero no estoy seguro que todo el público esté enterado de lo que tiene de farsa, de infame farsa, este juego.
Imaginamos que al personaje del que hablamos al principio se le hace una entrevista. Nada complaciente, poniéndole sobre la mesa alguna de las acusaciones más graves. Él tendrá que ir por la cuerda floja para no desagradar a los suyos y también para ir rebajando la antipatía en algunos otros. Tampoco puede defraudar a sus contrarios. ¿Cabría esperar algo más? Llamarse, como Godoy, príncipe de la paz cuando te has llevado tantos años detrás de las armas es, cuando menos, una broma macabra.
Pero, por otro lado, las penas de cárcel están para cerrar la carpeta tras su cumplimiento. Empezar de cero no es olvidar, es dar la oportunidad. Al menos eso es lo que aparece en la constitución. Sospecho que no todo está pactado, pero que sí hay mucho hablado de antemano. Que unos y otros saben límites que no deben sobrepasar en sus discursos, aunque teman que se les escape de su control.
No tiene sentido, desde mi punto de vista, calificar al rival de estúpido, ni de loco. Ni pensar que los que tienen una determinada ideología política lo hacen para medrar, ni porque tienen instintos asesinos de serie. Cualquier ideología ha sido defendida usando los métodos más crueles, el liberalismo de Pinochet, el comunismo de Stalin, el anarquismo de la acción directa, el cristianismo de las Cruzadas… Crear naciones o dividirlas ha dado excusa para las mayores atrocidades. No sólo las pequeñas, también las grandes han impuesto su imperio. No es el objetivo el que cuenta, son los métodos.
Identificar la ideología del contrario por los métodos que algunos de sus adeptos han seguido en el pasado es una forma estupenda –y estúpida– de perpetuar los conflictos. Y si el conflicto adquiere dimensiones de sangre, entonces hay que andar con pies de plomo. Con el terrorismo no se juega. No se pueden dar argumentos al enemigo. Hay que mantenerse firme y no confundir el culo con las témporas.
Quizás recurrir a personajes como el que decíamos al principio no es un buen plan, pero, por ahora, a un servidor al menos, le parece un guion digno de las grandes series de la nueva televisión norteamericanas.


lunes, 18 de abril de 2016

Otro ladrillo en el muro



Miré los muros de la patria mía, gemía Quevedo. Se lamentaba de la decadencia de España. Una decadencia que no ha parado desde entonces. Grandes muros han señalado puntos importantes en la historia de los seres humanos. Se podría decir, en un alarde de pretenciosidad, que la historia se ha formado a partir de muros. Muros los que cierran las casas cuando se hizo sedentario, que rodean las ciudades, que delimitan los imperios. El muro de Adriano separaba Roma, la civilización, de la barbarie.
Cayeron, sin embargo otros muros. El de Berlín separaba dos concepciones del mundo distintas, dos regímenes enfrentados en una guerra que los alimentaba en su megalomanía. Se necesitaban uno a otro para justificar los esfuerzos bélicos y estratégicos, para no perder un objetivo. Fue muy doloroso para las personas que acabaron viendo sus familias divididas, sus paisajes cercenados. Yo no soy muy dado a amar los terruños, pero comprendo a quienes sufrieron al ver su país dividido.
Cuando derribaron el muro no fue por una decisión meditada, no fue un cálculo de las altas esferas. Se rumorea que fue un gran malentendido. No creo que sucediera del todo así, pero los servicios secretos estaban completamente al margen, quedaron en evidencia. Supongo que todo estaba más o menos sobreentendido. Se sabía que tenía que llegar, pero aun así, fue emocionante ver cómo se acercaban las gentes a derribarlo por sus propios medios, a romperlo. Al final, el muro se ha convertido en un destino turístico, se organizan tours en bicicleta para conocer su extensión y se venden minúsculos trozos del muro en pequeñas cajitas con postales para los visitantes. Tanto dolor trivializado.
Muros más altos han caído, como cayeron los de Jericó ante las trompetas de Yahvé para luego acabar rezando ante el Muro de las Lamentaciones. El pueblo judío, que esperaba encontrar una tierra de promisión, donde los ríos manaran leche y miel, acabó asentándose en una tierra hostil y diseminándose por el resto del mundo. Ahora, sin embargo, se parapetan en un muro de vergüenza, separando Cisjordania. Pretenden alejar el peligro terrorista y acaban construyendo un gueto donde se aíslan de la humanidad.
Hay muchos otros muros que intentan mantener aislados los mundos. Como el que divide la frontera de Estados Unidos con México y que el fantoche de Donald Trump quiere ampliar. Parece como si una gran pantalla pudiera eliminar el contraste brutal de renta, la diferencia de riqueza entre el primer mundo y todo lo demás, cada vez más pobre y desesperado. Una barrera que no puede nunca ser completa, que siempre tendrá maneras de saltarse, pero que sirve de tranquilizador, como los niños que se tapan los ojos para que no los vean. No hay muros suficientes para evitar una injusticia tan aterradora. Ni los que hay en el campamento de Idomeni, ni el que separa Sudáfrica de Zimbawe, la India de Bangladesh, el muro que Marruecos tiene con el Sáhara. Y por supuesto las vallas de Ceuta y Melilla, por muchas concertinas que nos obstinemos en superponer. Sobre estos muros, precisamente, Pablo Iraburu y Migueltxo Molina han estrenado un documental más que interesante.
Los muros sirven para aislarnos. Como civilización, como imperio, como nación y como personas. Preferimos levantar gruesos muros para evitar que nadie nos ataque, para no ser vulnerables, para sentirnos seguros en nuestra estrecha cueva. Decían hace ya muchísimos años REM en World Leader Pretend que los muros que nosotros construimos son los muros que nosotros mismos debemos derribar. Y son los más difíciles.
Los muros personales se solapan con los muros de las naciones. Y nos obstinamos en ver al Otro como un enemigo, como una amenaza a nuestro modo de vida. Nos invaden y tenemos que evitarlo. Los castillos tienen fosos y almenas y nosotros hacemos nuestras estas defensas. Las interiorizamos en nuestros discursos. No queremos sentirnos indefensos ante los demás, como persona y como país. Y actuamos como si fuéramos el país amenazado.
El muro era el símbolo de lo establecido, del mundo burgués y conservador que se perpetuaba inútilmente en la ópera magna de Pink Floyd. We no need no education! Hey, teacher, leave the kids alone! Tarareamos y gritamos cuando los conocimientos inútiles de la escuela eran el enemigo, cuando la educación era el arma del sometimiento de los mayores a los rebeldes del sistema. Un canto de libertad para quienes veían en la educación una pieza más del engranaje del capitalismo, del sistema opresor del individuo, que trataba como máquinas a los seres humanos. Romper el muro era la consigna.
Ahora, tristemente, se añora ese mundo, en el que uno podía estar tranquilo en su puesto de trabajo, maquinal pero estable, con perspectivas de futuro. Hemos perdido tanto que se puede añorar. Nos dicen, ya se acabó el trabajo para toda la vida. Pero no es un grito de emancipación, es la condena a la precariedad y a la incertidumbre. Los muros y las cadenas se han hecho invisibles, pero nos aprietan cada vez más, como las paredes del triturador de basuras de Star Wars. Y denunciamos que los niños no tienen educación, y que los profesores tienen que volcarse con los niños, no dejarlos solos, acompañarlos en su crecimiento. Y añoramos los tiempos en los que podíamos ser another brick in the Wall, otro ladrillo en el muro, y respirar aliviados de tener el futuro resuelto.
Ahora, sin embargo sí que nos convertimos en un muro. Un muro que llenamos gustosamente día a día. Lo llenamos de pensamientos, de anuncios, de canciones, de gustos personales, de conversaciones. El único muro que queremos es el que nos ofrece Facebook. ¡Qué curioso que hayan decidido llamarlo muro! Un muro de lamentaciones y de alegrías, en este caso. Un muro que nos abre a los demás, al menos en teoría. No queríamos “mind control” y agradecemos que nos ofrezcan sugerencias, que nos digan lo que nos puede gustar y en qué podemos estar interesados. La red social nos sugiere incluso amigos. Y estamos orgullosos de permanecer en ese muro. La ironía es que estos pensamientos acabarán en Facebook.

domingo, 10 de abril de 2016

Armas al enemigo



Incluso en estos tiempos inciertos las palabras tienen un sentido y ejercen una influencia en los demás. A veces sólo somos capaces de ver la cerrazón de quienes mantienen sus ideas contra viento y marea, a pesar de que todas las pruebas y las evidencias lo desmienten. Pero incluso en esos casos, los sujetos se aferran a nuevos argumentos para dar más peso a sus opiniones, por muy absurdas que sean.
Hay otros casos en los que los opinadores, profesionales y aficionados, cuñados y compañeros de barra, quieren ser tan exquisitos en sus matices que se pasan al bando contrario. Son tantas las excepciones, las salvedades, los peros que cobran más fuerza las opiniones del adversario. Y por último están los que en el pasado han mostrado una solvencia intelectual, un prestigio incluso académico que dilapidan con opiniones prestadas, con lugares comunes y lo peor, inventan argumentarios para el enemigo. Así tenemos personajes tan del PSOE que le hacen el juego al PP, cristianos que alientan las más bajas venganzas, expertos en educación que procuran por todos los medios destrozarla. No son mejores los bárbaros que las defienden, al contrario, pero sorprende verlos luchar en el mismo bando.
No acierto a comprender si es un proceso individual en el que convergen muchos, o si es una característica que se adquiere con la edad, o es el signo de estos tiempos. Hay un refrán bastante cínico que establecía la juventud como el momento para ser revolucionario y la madurez como símbolo de la sensatez y el interés por el dinero. Revolucionarios como semillas de futuros conservadores. Con razón recomendaba don Juan de Mairena que los revolucionarios no renegaran de aquellos polvos porque de ahí llegaron estos lodos, y que los conservadores no protestaran tanto de las novedades, que son hijas de aquellos añorados polvos.
No sé si, como señala con acidez en La desfachatez intelectual, es cuestión del poso de la Transición y el establecimiento de una serie de figurones que tienen en su armario los uniformes del ejército rojo y ahora proclaman su adhesión al credo liberal.
También imagino que es cuestión personal de muchos que no tienen apego a ningún cargo ni prebenda porque no la tienen, ni son tan mayores como para añorar los tiempos mozos. A veces son imaginativos en sus explicaciones, pero, mucho me temo, son simples ecos de lo que las tertulias, los artículos de opinión, el zeitgeist les dicta. Pero el caso es que les llega al corazón y les parece razonable.
Pongamos por ejemplo la conversión a la OTAN que sufrieron muchos socialistas cuando el PSOE llegó al poder, con la cantidad de antimilitaristas que poblaban sus filas. Una transformación parecida les hizo mudar la piel de la socialdemocracia, que consagraba al Estado el papel de regulador de la economía, de reductor de desigualdades, al orgulloso púlpito de la recompensa al trabajo y al esfuerzo digna del Weber más estoicamente protestante. Cada uno tiene lo que se merece y los que no quieren acaban en los poblados de chabolas, no progresan, se condenan a sí mismos, se aprovechan del Estado, de las ayudas y de las ONGs. No podemos permitirnos tales parásitos, mientras justificamos la contabilidad creativa, la evasión de impuestos y el aprovechamiento general de quienes tienen mucho de los recursos del Estado.
Un campo también muy peligroso es el que, a menudo para hacerse los graciosos, o los rebeldes, los librepensantes, los gamberros, acaban dando argumentos al machismo más rancio. Series de televisión que provocadoramente degradan a la mujer, chistes en los que se perpetúan los roles y la violencia hacia ella se acompañan de académicos que se preocupan más de la redundancia del lenguaje inclusivo que de los peligros de la violencia machista. Muy rápidos andan ellos para recriminar el uso de modismos como “ciudadanos y ciudadanas”, y muy lentos para excomulgar términos como feminazi (concepto contradictorio donde los haya, porque los acólitos de Hitler recluían a la mujer al cuidado de los hijos –kínder–, la cocina –küche– y la iglesia –kirche–).
Gloriosos demócratas imponen sus ideas a través de leyes mordaza y se ven respaldados por muchos filósofos de taberna de acuerdo con que a los policías hay que respaldarlos y las leyes están para cumplirlas. Salvadores de la libertad individual que reclaman sacrificios a todos en aras del bien supremo del país, “a la realización de esa tarea habrán de plegarse inexorablemente los intereses de los individuos, de los grupos y de las clases”[1]. Llegan también los revolucionarios que añoran el pasado y a los que cualquier innovación les parece poco menos que un sacrilegio.
¿Y por qué no hablar de los defensores de la educación pública que no hacen más que denigrarla? Con sus palabras, con su dejadez, llevando a sus niños a centros privados, echando sólo tierra encima sin valorar el trabajo que se hace en las circunstancias en las que se hace. Estoy en contra del corporativismo, pero tan cierto es una cosa censurable como la otra encomiable.
Todos ellos discuten con pasión, repiten las instrucciones que no creen haber recibido. ¿En qué se nota? En que, a veces, utilizan unas deducciones en el lugar que no les corresponde. Denuncian las causas de unos males que pertenecen a otros.
El problema es que gracias a la fuerza de ciertos intransigentes, apoyados por estos numerosos seres contradictorios, se convierte en hegemonía lo que no debería ser más que la pataleta propia de minorías radicalizadas, desplazando el término medio hacia posiciones absurdas de partida. Absurdos como judíos nazis, afroamericanos del Ku-Kux-Klan, miembros de la clase trabajadora que justifican la política de las multinacionales, emigrantes que votan a Donald Trump, demócratas radicales que convierten el partido en un aparato de guerra para ganar las elecciones, católicos a favor de la pena de muerte.
Si creemos en la bondad de las personas y la belleza del mundo, no nos empeñemos en resaltar lo horrendo de los psicópatas. Es normal tener algo de contradictorio uno mismo, ser incoherente entra dentro de lo sano. Temibles son aquellos justos que se creen con una misión de la que no cuestionan ni el fin ni los medios. No digo tampoco que silenciemos las críticas internas para dar una imagen de homogeneidad frente al rival, sobre todo si abanderamos el derecho a la diferencia y a disentir de la mayoría, pero habrá que saber con quién se habla y de qué manera para que no acabemos ayudando a justificar asesinatos, deportaciones, pobreza y nos pongamos nosotros mismos la soga al cuello.


[1] Aunque no lo parezca, es el punto primero de los 24 puntos de Falange Española, la de José Antonio Primo de Rivera