Como he repetido en alguna ocasión, me gano la vida ocupando
la mesa grande y el sillón más cómodo de un aula en un instituto. Después de
los resultados de la evaluación creo que sería muy pretencioso decir que “enseño”.
Estoy allí, lo hago lo mejor que puedo y capeo el temporal, aunque, todo hay
que decirlo, este año no me puedo quejar en absoluto.
Lo que sí me llena de perplejidad son las reacciones que
curso tras curso observo en los chavales cuando se habla de política. Y no
porque haya debates partidistas, ahí no me meto, mejor dicho, ahí suelo meterme
con todos; lo digo cuando se habla de Política con mayúsculas, cuando se plantean
los grandes dilemas, las grandes propuestas ideológicas.
No voy a entrar a contar batallitas de cuando me llegaron al
instituto dos padres dispuestos a ponerme una denuncia por explicar el concepto
marxista de plusvalía. Creo que este desdichado incidente tuvo más que ver con
las circunstancias especiales de aquel momento que por imprudencia propia,
estupidez ajena o malinterpretación mutua. El caso es que, al explicar la
historia de los siglos XIX y XX tiene uno que hacer referencia a materias
sensibles, las ideologías liberales, las del movimiento obrero, el nacionalismo…
Explicar el mundo antiguo o medieval, igual que explicar a
Platón, no supone un desafío al equilibrio ideológico de los alumnos (y sus
padres). Nadie se siente amenazado cuando se explica el sistema esclavista, o
la mentalidad teocentrista del medievo. Harina de otro costal es cuando
entramos a explicar el liberalismo, el económico de Adam Smith o el político a
partir de la Revolución Francesa.
Yo intento transmitirles el sentido global de estas
ideologías. Y planteo cómo el liberal entiende al hombre como un ser que busca
la felicidad, egoísta pero no malvado, a diferencia de ese lobo para otro
hombre que sostenía Hobbes. Para buscar la felicidad, todos los hombres se
afanan en conseguir riqueza (y aquí vienen una sarta de citas desde Mae West,
Groucho Marx o Manolito el amigo de Mafalda). Sin ponernos materialistas hay
que conceder que para la mayor parte de las necesidades humanas es necesaria
cierta cantidad de dinero. La cuestión es que en condiciones de igualdad y
libertad, alcanzarían la riqueza aquellos con más capacidad (inteligencia,
talento o dedicación), mientras que los demás seguirán anclados en la pobreza.
Yo doy clase en un instituto que, sin ser marginal, tampoco
podemos decir que sea de la élite financiera del pueblo, pero nadie se da por
aludido. Nadie piensa que si su familia no es rica es porque son tontos. Nadie
se ve insultado. Nadie se indigna de que los ricos acaben considerándose a sí
mismos como los mejores, más inteligentes y más guapos (son la beautiful people).
Un tiempecillo más tarde le toca el turno al marxismo y al
anarquismo dentro del movimiento obrero. Les doy una tabarra importante con la
versión heavy del marxismo
filosófico, que si modos de producción, que si superestructura, que si las
condiciones materiales determinan la conciencia… Luego toca plantear el ideal
del comunismo, la dictadura del proletariado y llegar a que cada uno según su
capacidad y a cada uno según su necesidad. Aquí sí que comienzan los murmullos,
que si cómo va a ser eso que si yo soy más inteligente voy a rendir más y voy a
cobrar lo mismo que otro que sea un flojo y un inútil, que si eso no puede ser,
que nadie trabajaría…
Yo les pongo ejemplos, lo comparo con el funcionamiento de
una clase. El liberal piensa que si todos están con su libro y libremente
estudian el tiempo que quieran, los más inteligentes sacarán mejores notas. Y
los otros hablarían de adaptaciones curriculares que pondrían facilidades a los
que no pueden para que alcancen los mismos objetivos. Yo aquí ni entro ni
salgo.
Pero lo más sorprendente es cuando se me ocurre preguntar
qué pasaría si no hubiera leyes, ni policía, ni ejército, ni cárceles. Un
sonido unánime en todas las ocasiones: ufffffff. ¡Esto sería un descontrol!
Entonces hay dos tipos de clases, las que advierten horrorizados que todos
robarían y las que aseguran con rotundidad que matarían. Yo, por precaución,
recojo mis bártulos y doy el resto de la explicación pegado a la puerta. Por si
las moscas.
Da igual que yo razone que el ser humano es bueno por
naturaleza, que la sociedad nos hace competitivos o mil peripecias para que
entiendan el pensamiento anarquista. Hay un rechazo total y absoluto. Me quedo
perplejo, son jóvenes, no tienen responsabilidad dicen, pero están ya
aprisionados por un pensamiento que les hace temer la libertad. No la suya, por
supuesto, ellos querrían poder salir y entrar cuando les diera la gana; lo que
pasa es que tienen miedo de la libertad de los otros.
Erich Fromm ya nos advirtió del miedo a la libertad que
facilitó el camino a los fascismos. Preferimos, prefieren el uniforme en el
colegio porque así no tienen que pensar lo que se van a poner cada día.
Prefieren que se les mande, para saltarse la norma a la torera si hace falta. Y
esto se encadena a otras ideas como la de legitimar las herencias. Ellos, que
probablemente sólo podrán heredar un piso antiguo y con muchos gastos, se ponen
de parte de los que heredarán Inditex y el Santander.
Hay un texto de Cánovas en el que batalla contra el sufragio
universal porque los pobres, que son mayoría, acabarían con los ricos y les
planteo por qué ahora, que existe el sufragio universal, no se han eliminado
sino que todavía les beneficia el sistema jurídico y social. Un alumno ha
tenido la clarividencia este año: porque esperan convertirse en ricos.
Todo esto me apena, realmente me apena esa vehemencia ante una
libertad que consideran imposible, que jóvenes protesten con fuerza ante la posibilidad
de que no haya leyes mientras que asimilan con comprensión la desigualdad de
las fortunas, que nos puedan asustar con el caos cuando un pueblo
democráticamente decide que sus ciudadanos son lo primero y que los grandes
capitales y el mercado son secundarios. ¡Y si no, que pregunten a Syriza!