Los
caminos del deseo son inescrutables. Y las valoraciones al respecto, también: desde
el nirvana que aspira a la negación total del deseo hasta el capitalismo
furibundo del Black Friday que
promete el nirvana a mitad de precio. Como diría Deleuze, no importa qué
deseas, lo importante es desear.
Me inquieta la cuestión del deseo
por cuanto presenta una docilidad escurridiza. En español decimos que te entran las ganas, como si éstas
estuvieran flotando en el espacio y te poseyeran. En cierta forma no le falta
razón a la expresión lingüística, nos contagiamos de los demás, respiramos su
deseo. El deseo, decía Lacan, es el deseo del Otro. Nunca comprendí si se
refería a que deseamos al Otro o si deseamos lo mismo que el Otro desea. De
todas formas parece como si conectáramos con una corriente que nos dirige hacia
una diana concreta. Una diana que quizás no nos hubiéramos percatado que
existiera.
Pero, por otro lado, nada más
íntimo que nuestro deseo. Aquel que nos motiva cada mañana, aquel que
utilizamos como bandera o aquel que guardamos en nuestro interior y nadie
conoce. Incluso el deseo que ni nosotros mismos conocemos guía nuestros pasos. Puede
que, como sospechaba Freud, todos los seres humanos compartamos los mismos
deseos, que, de una manera o de la contraria, seamos esclavos de esos impulsos
hacia la creación o la destrucción.
El deseo es la base de nuestra libertad. Al
final, podemos buscar definiciones muy altisonantes, podemos sospechar, como
hizo Skinner, que no existía, podemos perdernos en mares de citas, pero nos
basta saber que libertad es hacer lo que uno quiere. Y ahí tenemos el deseo.
Comprendemos con facilidad la obligación de hacer lo que uno no quiere. Más aún
cuando nos obligan hacia algo que queremos no
hacer. Ese mandato imperativo, explícito, brutalmente sincero puede tener
la sanción de todo un ejército. Puede estar investido con la sacralidad, puede
imponerse con la ley. Violencia expeditiva propia del Antiguo Régimen, cuando
el rey absoluto te obligaba bajo pena de muerte a someterte a su regia
voluntad. Contra ese imperativo es relativamente fácil oponer la negativa, al
menos en el plano de la voluntad, quizás no lo sea tanto en la práctica, pero
somos capaces de tener conciencia de que somos obligados y que ése,
concretamente ése, no es nuestro deseo. El imperativo categórico kantiano nos
ofreció la autonomía para oponernos basándonos en nuestra propia Razón. Los
teóricos de la desobediencia civil nos explicaron cómo llevarlo a la práctica
porque la ley, por muy justificada que pudiera estar, nunca puede estar por
encima de nuestra conciencia individual.
Las dictaduras están acostumbradas a mandar y
nos acostumbran a estar acostumbrados. Van un paso más allá que en el Antiguo
Régimen, no sólo nos obligan a hacer o no hacer, también nos obligan a pensar
de una determinada manera. La violencia es un recurso que siempre está
presente, intimidando, pero que no puede ser el único para doblegar a una
población entera. Se necesita un cambio en las mentalidades, una aceptación de
esa dictadura. Normalmente se apoyan en cierta funcionalidad, en que han sido
efectivas para un objetivo concreto: parar las hordas comunistas, salvar al
pueblo del imperialismo, controlar la indisciplina social y la pérdida de
valores… En un manual de 1931 para el profesorado de historia se justificaba la
dictadura de Primo de Rivera como recurso momentáneo en circunstancias muy
complicadas. Ese era también el caso de la magistratura romana denominada,
precisamente, dictador.
Cuando son efectivas las dictaduras, sus
propagandas y sus cambios ideológicos acaban por calar entre las personas que
ven como normal la realidad tal como es descrita por la oficialidad. Viajar,
leer, ver películas, estudiar historia… se convierten en actividades subversivas
porque dan una alternativa, una utopía realizable a la que los regímenes
dictatoriales temen. Sus pies pueden ser de barro, pero gracias a años de
control ideológico, se acaban endureciendo y perviviendo años más tarde de la
desaparición física del caudillo.
En el mundo que nos ha tocado vivir la
situación de resistencia es mucho más difícil. Por un lado porque el control
del pensamiento se hace mucho más refinado. Decía Baudelaire que el mayor
acierto del demonio es convencernos de que no existe. Y parece que en las
democracias occidentales no hay ningún tipo de censura y que cada uno puede
pensar lo que quiera. Los sociólogos comprobamos que no es así, que
curiosamente se imponen modos de aceptar la realidad muy convenientes a los
sistemas políticos y económicos, que santifican unas estructuras sociales que
son contrarias a los intereses de gran parte de los individuos que, aun así,
son capaces de defenderlos con su vida. La conciencia individual que Kant había
situado como juez supremo está comprada, al menos hasta cierto punto.
El cuerpo, de todas formas, es capaz de
sentir que algo no funciona: el estrés, las migrañas, el sentimiento de
tristeza son formas de resistencia contra ese férreo imperativo. El deseo que
se revuelve en nuestro interior nos avisa de que somos partes de un mecanismo.
Y nos negamos. El problema es que ahora también nos obligan a sentir. Hay
sentimientos que debemos tener, otros que debemos reprimir. Todos con una
actitud positiva ante la vida, con emprendimiento, con el deseo sexual encaminado
en unas direcciones (¡viva el poliamor!) y restringido en otras (la pareja
tradicional es una imposición machista), iniciativa empresarial… Este es el
pensamiento único que nos intenta programar las células de la piel para que se
nos ericen de placer ante el chocolate y se pongan como escarpias frente al
terrorismo. Una vez establecido el patrón de sentimiento, basta con nombrar la
libertad y se derriten los corazones; basta nombrar el terrorismo para que
estemos todos en contra; basta apelar a la dignidad de la muerte para que todos
debamos sentirla…
No nos paramos a pensar si los discursos son
coherentes, si no nos estarán imponiendo unos estilos afectivos, una manera de
manejar los sentimientos como quien dirige una empresa, gestionando
eficientemente nuestros placeres y desengaños. No podemos negarnos porque no
nos obligan a hacer. No les hace
falta, ya nos han convencido en el pensamiento y han doblegado a sentir la
repulsa y la atracción…
Un asco.