Todavía estudiante de periodismo, el
portuense Francisco Raposo se dio a conocer en la revista El Ático de los Gatos,
dirigida por Rosario Troncoso y de la que forma parte del equipo de redacción. Grietas
Vitales es su primer poemario. La solapa del volumen nos informa de que el
autor se ha mudado a Madrid, “sumergiéndose de lleno en el mundo literario de
la capital”. Esa es la impresión básica que transmiten sus versos, la inmersión
en las primeras experiencias de la vida y la poesía. Una inmersión lúcida, en
la que a la par que el mundo comienza a aparecer, ya se advierten sus grietas.
Cerca
de medio centenar de poemas, la mayor parte escuetos, con la seguridad del que
no necesita demostrar pericia, sin ornamentos, saltos sin red ni excusas
temáticas que agrupen por bloques los poemas, gemas únicas. La tutela de
Rosario Troncoso se advierte en la influencia de poemas como el que da título
al libro[1].
Otra de las conexiones más fuertes es la de Pedro Salinas, con ese estilo tan
peculiar (por ejemplo, Desbórdame). El terreno en el que se mueve
Francisco Raposo es el de los poemas y títulos cortos, como píldoras, como
dardos que describen una realidad incierta, que se dibuja y se desdibuja: el
amor, el sexo, los nuevos paisajes, el dolor y el paso del tiempo juegan a
mostrar sus caras más amables y más agrias.
“Y
qué hago si vienes, pasas
y
dejas todo como un tornado,
desabotonando
las camisas del armario” (¿Qué…?)
Empiezan
a grabarse los primeros recuerdos: el amor y la distancia, la fe ocupan los
versos que interrogan a la realidad y al poeta mismo:
“Es
difícil parar de escribir
cuando
percibes el hilo argumental
de tu
propia conciencia” (Trazos)
Participa
Francisco Raposo de cierto cripticismo que acerca ciertos poemas a
procedimientos del surrealismo y traducen una anécdota vital que sustenta el
código de interpretación del poema. Más allá de la correspondencia posible con
la experiencia concreta, la escritura funciona como quien comparte una
intimidad -imposible- con el lector, al que no hay que darle todo explicitado y
que comprende, con un guiño de complicidad, todos los sobreentendidos. Juega,
de vez en cuando, con la experimentación de ritmos y rimas, con sensaciones:
“Me
suda el poema en tus pies descalzos,
la
mirada prohibida al escribirte
mientras
duermes, un metapoema
que
se excita al escuchar el bostezar de las sábanas
cuando
suena la mañana y desapareces” (Del cigarro y poema)
Es
innegable rastrear un notable grado de romanticismo en los versos, el poeta aún
cree en la luna (Plenilunio), aunque demuestra que las personas son más
que la idealización romántica de la estatua (Tu pelo rizado). Tampoco
cae, afortunadamente, en el malditismo, esa aura que muchos persiguen como
santo grial de la modernidad:
“No
hay paso, ni camino,
ni
droga suficiente
que
oprima el ruido
de
los cuchillos cabalgantes
en la
piel de mis muñecas.
…
Ya no
hay pasos,
ni
existen los poetas malditos (Malditos)
Dos
paisajes marcan el marco de la poética de Francisco Raposo. Paisaje de Madrid,
a medio conocer, apabullante, sugerente, del que se empieza ya a hacer
historia:
“En
Madrid el aire es otro,
se me
agrietan los labios
y una
parada de metro me sale del vientre” (Otros vientos)
El
otro es el del mar, territorio de la infancia, de la identidad “Hundido el
barco / ¿para qué el mar?” (Tocado y hundido).
Al
yo poético se le aparecen experiencias de todo tipo que sirven de reflexión más
que de excusa para los poemas: la memoria (por ejemplo, a su abuelo en La
soledad seca), el silencio propio y ajeno, la denuncia ante la tragedia de
los refugiados encarnada en el pequeño Aylan (Redención), el balance de
los momentos que se suceden en la vida.
“Recoger
los vasos y tirar los hielos
de
rutina derretida en el salón.
Un
golpe de cojín y la culpa
sale
fragmentada por la habitación.
…
Los
muebles han dejado surcos
entre
los poros de la madera y los ojos,
han
rasgado la piel secando los labios
y
empujando la autoestima al olvido” (Resaca)
Francisco
Raposo domina el arte de esconderse tras los versos, de permitir enterrar las
anécdotas tras los sentimientos y la belleza, explicitando, negro sobre blanco,
las imágenes no siempre las más cuerdas o usuales, pero siembre las más
certeras, para transmitir la desorientación, el deseo, la distancia, la pena o
el paso del tiempo. Por eso bulle la vida, se escapa y se derrama, se pierde
entre las rocas y sale a la superficie. Esa dualidad de la grieta, poro,
debilidad en lo que es duro y firme, esa herida sin cicatrizar en la que intuye
el poema, lo que ya sabe el poeta: la vida, que no es uniforme, se agrieta, envejece,
se infiltra y supura. Podemos leer, a modo de poética, Reflejo conceptual:
“No
veo reflejos
en
los cristales tintados,
espejos
fugaces, que clavan hondo
del
olvido, y el movimiento
ajeno
de la marea,
como
un refrán de cuervos
en
unos ojos inexistentes,
como
el acto propio de mirarlos
con
una lengua extranjera
y un
equipaje que evoca la marcha
por
unas vías tímidas
oculta
tras los vasos de las cuencas”
Es
importante para un poeta joven demostrar su madurez y que tiene tras su espalda
la vida, ser capaz de tratar como materia poética lo que son cicatrices sin
caer en la queja o la autoayuda, mientras que esa asunción se la presupone a
poetas con más años. Al poema se le pide verdad y vida, emoción y conocimiento,
y Francisco Raposo, empieza a demostrarlo, lo demuestra ya en estas Grietas
vitales.
“Escribir,
escribir duela
y
andar, y pensar
en el
nacimiento propio,
en la
distancia ajena.” (Escribir)