Decía Winston Churchill que la política hace extraños compañeros de cama. Y es cierto, es habitual que la acción política se base menos en la coherencia ideológica que en la máxima de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo. De eso se quejaban los dirigentes del PSOE en los tiempos de la pinza entre IU y PP. Alianzas estratégicas en las que se instrumentalizan las posiciones. Si entre las ideologías, por ejemplo, se distinguen entre nacionalistas y no nacionalistas, por un lado, y entre izquierdas y derechas por otro, se produce una enorme confusión cuando en el juego de apoyos de mezclan ambas fracturas. Así podemos ver que partidos de izquierda se alían con la derecha más rancia unidos por la defensa del nacionalismo. Y esto vale tanto para los que son nacionalistas españoles como catalanes o vascos. De manera análoga, PNV y PP pueden saltarse las suspicacias independentistas que tanto juego dieron en la crítica a Zapatero, para alcanzar una estabilidad en las políticas de derechas. Creo que de estos casos estamos escarmentados.
Intento, con poco éxito a veces, darles un sentido a estas prácticas más allá del puro maquiavelismo y del cinismo estratégico cicatero, porque no solo se dan en los parlamentos y las urnas. Esta especie de hipocresía política alcanza más asuntos que los puramente electorales. Por ejemplo, recuerdo cómo en una de las numerosas ocasiones en las que Turquía solicitaba integrarse en la Unión Europea, se le contestaba desde la derecha, concretamente Aznar, que Europa no es un club cristiano, sino un club laico y así, rechazar la propuesta. Y, a la vez, en el parlamento europeo el grupo popular pugnaba duramente por incluir los orígenes cristianos de Europa en la non-nata Constitución Europea.
Bajando un poco a ras del llamado hombre de a pie, podemos encontrar este tipo de incoherencias. Escuchamos furibundos ataques a la costumbre islámica del hiyab, o velo, que llevan las musulmanas en defensa de los derechos de la mujer de boca de reconocidos antifeministas, de severos machistas. No tienen ningún problema en alabar la labor de las monjitas en los hospitales o sus santas manos en los dulces, aunque siempre vayan tocadas, cubiertas con un atuendo similar al velo. No estoy hablando del burka, que poco tiene que ver con el islam y sí con la bárbara costumbre de anular a la mujer con la excusa de protegerla. Lo llamativo es que en la lucha contra el hiyab y el burka coinciden los sectores más conservadores y xenófobos con los más progresistas y feministas. Por un lado y por otro se critica que la mujer no es libre de elegir ir tapada o no. Lo que, por otra parte, asume el hecho de que la mujer musulmana que se cubre la cabeza necesita una tutela porque no es capaz de decidir por sí misma. Evidentemente que habrá muchísimos casos en los que sea la presión social la que imponga el uso de esta prenda, pero, igual que las monjas deciden libremente consagrarse al matrimonio con el Altísimo, llevar anillo de casada y vestir con hábitos, debemos considerar la posibilidad de que alguna mujer quiera llevar libremente el pañuelo en la cabeza por motivos culturales, como seña de identidad o como reivindicación social o religiosa.
En el otro extremo, pero siempre tutelando la vestimenta de las mujeres, tenemos la extraña alianza del feminismo con la mojigatería. Las críticas a los escotes, las minifaldas, los bikinis, las actitudes provocativas, enseñar los pechos en una discoteca, el perreo… son símbolos de la opresión machista, de la utilización y mercantilización del cuerpo de la mujer por parte de la sociedad patriarcal. Sin embargo, desde otro punto de vista, la reivindicación del propio cuerpo y de la propia sexualidad han marcado un objetivo claro de las posiciones feministas. El derecho al goce, el rechazo al control externo del cuerpo femenino, la reivindicación del amor libre y el rechazo al papel pasivo de la mujer en las relaciones son tradicionales metas en la liberación de la mujer del patriarcado.
Las críticas hacia las actitudes libertinas de las mujeres son un tópico popular, son ellas las que van provocando, y para demostrar ser una verdadera señorita o una señora hay que ser recatadas, huir de cualquier signo de sexualidad en las conductas o en el vestir. ¡Es una vergüenza! Suelen decir, criticando cualquier atisbo de promiscuidad femenina. Para este sector de la población, cualquier disfrute del cuerpo es signo de pecado, de perversión y de caos social. Niegan que el cuerpo de la mujer deba ser regido por la propia mujer, aceptan cierta tendencia masculina hacia el sexo, pero contraponen la continencia para lo carnal en todas sus ramificaciones (comida, sexo…). Y es muy significativo que coincidan con colectivos feministas en muchas ocasiones.
El caso del reguetón es también muy ilustrativo de lo que decíamos al principio, porque se mezclan los prejuicios xenófobos y contra la pobreza con los gritos asustados del sexo más o menos explícito y dominador. El caballo de batalla biempensante son las letras tremendamente machistas de gran parte de las canciones del estilo, a las que hay que sumar la tipología de los videoclips con los que se ilustran los temas. Es un modelo heredado del rap, en el que se mostraba el macho triunfante, lleno de joyas, cochazos y mujeres con poca ropa deseosas de tener sexo con el protagonista. Y es cierto que bastantes de las canciones incidan en el papel subordinado de la mujer hacia el varón y que cosifican a las mujeres como objetos sexuales. Pero también es cierto que otros estilos tradicionales no quedan tampoco indemnes de un análisis semejante: la copla refleja, a menudo, un modelo muy patriarcal lleno de celos y crímenes pasionales; Laura Viñuela ha criticado al mismo Joaquín Sabina por mantener en el imaginario la maldad de las mujeres, culpables de todos los padecimientos del cantante. Es realmente difícil encontrar canciones de amor en las que se aprecien relaciones de igualdad entre los amantes, la mayoría oscila entre la propiedad y la dependencia y la instrumentalización del otro. Habría que preguntarse, como lo hizo Victor Lenore, si el rechazo al reguetón está más relacionado con ser un estilo de clases subalternas, de minorías étnicas, de países del tercer mundo –como en su momento, la rumba gitana–, a las que en los manuales psiquiátricos del siglo XIX calificaban de más proclives al sexo por estar más cerca de la naturaleza y la animalidad.
Es, desde luego, un debate abierto en que habría que replantearse muchas decisiones y actitudes. En especial cuando se convierten en un lugar común y las aceptamos casi como dogmas. Podríamos ir reivindicando, con Foucault, el cuerpo y los placeres o recuperar el viejo lema de “ni putas ni sumisas”, ni aceptando el tradicional rol de esposa y madre, ni objetos para el placer sexual y de dominación del varón. Ni María ni Magdalena. Mirar a nuestros compañeros de viaje nos debe hacer reflexionar si de tanto escorar hacia una dirección acabamos dándole la razón a la opuesta.