Hoy se celebra el día de Andalucía.
Como en otras Comunidades Autónomas, hemos señalado en el calendario una fecha que recuerda un fracaso, una traición. Supongo que habrá muchos que recuerden que el Referéndum del 28 de febrero de 1980 tuvo lugar para decidir si los andaluces nos sumábamos a la autonomía según el artículo 151 de la Constitución, el que estaba pensado para las Autonomías Históricas, Cataluña y el País Vasco. Las dificultades para conseguir la autonomía plena, como se decía en aquellos días, estaban dictadas por la UCD y contra ella se sumaron todos los demás partidos de aquella izquierda que oscilaba entre el internacionalismo tradicional y la defensa de las particularidades regionales. Que el referéndum implicaba mucho más que una autonomía estaba claro. Sin embargo fue muy difícil conseguir el 51% del censo en cada provincia y el proceso se encalló. De todas formas empezamos a considerar ese día como nuestra representación como comunidad autónoma, nuestro día nacional olvidando el mítico 4 de diciembre. Un poco como si una pareja de novios celebrase los aniversarios el día de las primeras calabazas, en lugar del primer beso o el día de bodas.
No somos los únicos. la Diada para los catalanes es el recuerdo de la derrota de las tropas austracistas frente a los borbones que luego impondrían los Decretos de Nueva Planta unificando legislativamente el territorio. Los castellano-manchegos rememoran la derrota de los comuneros en Villlalar en 1521 ante las tropas de un recién llegado Carlos I. Los intentos por crear una identidad regional o nacional, en este caso tanto da, se asientan bien en la herida, en la voluntad de desquite, de resarcimiento. Lo cantamos en nuestro himno, “los andaluces queremos / volver a ser lo que fuimos”.
A pesar de que me resultan ya extraños los orgullos y las reivindicaciones territoriales, no soy ajeno a las dinámicas de identidades grupales. Me resulta complicado, después de tantos años, decidir que hay una única Andalucía, con un patrimonio o con una manera de ser propia. Ni siquiera son comunes las hablas de Andalucía la Baja de las del antiguo reino de Granada. Sin embargo me son llamativas las declaraciones que traducen un cierto desprecio hacia los andaluces o las andaluzas.
Existe, no podemos negarla, una intención denigratoria del acento andaluz. Las declaraciones burlándose del acento de alguna ministra –con más ahínco si es de izquierdas– no son meras apreciaciones pintorescas, en cierto modo, invalidan la valía de la política. Un acento andaluz marcado lleva, invariablemente, a la incapacidad. En parte por la tradicional asociación de lo andaluz con lo folclórico, y en parte por una verdad asumida sin crítica, de que el habla de Madrid, del centro de la península, en general, no tiene acento. Ellos hablan “normal”. Es el mismo razonamiento que asume que los blancos son “normales” y el resto están “racializados”.
Son muchos los artistas o los presentadores que tienen que diluir su acento para “ser entendidos”. En todo caso, habría problemas de vocalización, independientemente del acento que se muestre. A mí mismo, por ejemplo, me han hecho notar en los Congresos científicos a los que he asistido, que tengo “mucho acento”. Ese desprecio es el que ha propiciado el relativo éxito de las campañas publicitarias en las que se reivindica el acento andaluz, como una conocida marca de cerveza sevillana que ha montado un deep fake con la imagen de una más conocida artista jerezana ya fallecida. O una cadena de supermercados con nombre de manjar que monta su argumentación a través del vocabulario propio del habla andaluza.
Uno habla tomando la musicalidad, el ritmillo y el vocabulario de donde se cría. No es ni un mérito ni un defecto. En todo caso sería una imprudencia no aumentar el vocabulario y quedarse con las únicas palabras de la niñez. También es una tontería abandonar todo ese acervo.
De los libros que he leído en los últimos años me ha resultado muy interesante el Manifiesto Redneck, de Jim Goad. Se publicó en España con retraso y a remolque del triunfo de Donald Trump. Es un libro visceral, panfletario, escrito para denunciar más que para reflexionar. Es el grito de queja de un representante de la llamada “basura blanca”, la clase pobre blanca, que comparte con las minorías una posición muy comprometida económicamente y comparte con ellos el desprecio hacia el pobre. Además no cuenta, nos dice Jim Goad, con el wishful thinking, la condescendencia del progre blanco hacia las minorías. Al contrario, se convierte en el chivo expiatorio, por pobres y paletos. Su orgullo es reivindicar su personalidad y sus defectos como medallas. En un sentido muy tangencial, sentí que comprendía esa reivindicación.
A los andaluces se nos ha tachado de flojos, de vivir de la paguita, de tener que ser educados, enseñados a pescar. Somos irresponsables, siempre pensando en la fiesta, a pesar de tener uno de los más bajos niveles de absentismo laboral. Tenemos un nivel educativo que no acorta distancias en rendimiento con los niveles de otras regiones desde la Restauración hace siglo y medio. Ignoro si tiene que ver con la inversión o con las infraestructuras heredadas, pero me niego a pensar que es herencia genética la que imposibilita hacer exámenes más eficientes.
Veo completamente fuera de lugar el orgullo por nacer en la misma tierra que Lorca, Alberti o Romero de Torres. Ni siquiera copiando descaradamente a Felipe Benítez Reyes he conseguido ni una milésima parte de su talento, y eso que vivimos en el mismo pueblo. No me siento en absoluto cómodo con ese orgullo absurdo de compartir terruño con Abderramán III, pero igualmente me parece absurdo renegar de una cultura como si solo fueran ancestros de los que pudiéramos estar orgullosos los que llegaron en las huestes de reyes católicos y los musulmanes hubieran sido los únicos okupas del territorio patrio.
El orgullo nacional es el más cómodo de los orgullos, porque te otorga valor simplemente por compartir tierra de nacimiento de muchos otros a los que ni siquiera tienes que conocer. No tienes que haber escuchado a Falla, leído a Cernuda, ni siquiera haber atendido a las maravillas de la Alhambra o el Torcal de Antequera para sentirte orgulloso de ser andaluz.
Pero el más estúpido de los orgullos es el que se dedica a denigrar a los del sur como vagos. Lo sentimos los andaluces frente a los castellanos o catalanes, los hispanos frente a los anglosajones. Puede un primer ministro holandés o un alto burócrata escandinavo cuestionar el uso que se le da en España a los fondos europeos y despertar el orgullo nacional tanto o más que el logro de una copa del mundo en un deporte de masas.
Estaría bien
no darles la razón y disfrutar de lo que tiene cada tierra de bueno, cada
tradición de memorable y no anclarnos en folclorismos rancios y en la necesidad
chabacana de hacernos los graciosos cada vez que nos entrevistan por la tele. O seguiremos celebrando derrotas.