Es una traducción un poco libre del disco que Frank Zappa
sacó como respuesta al Sargent Pepper de los Beatles parodiando las
supuestas ínfulas buenrrollistas de las que los de Liverpool hacían gala. Esa
parece ser también la moraleja de muchos sobre la sociedad en su conjunto. Lo
hacemos por dinero, o, dicho de una manera más canalla, todos tenemos un
precio.
Es indudable que hay mucha, muchísima gente que tiene una
afición desmedida hacia el dinero, superando incluso la avaricia en el sentido
instrumental. No quieren billetes para comprar cosas, para vivir mejor, lo
quieren por sí mismo. Es confundir el medio y los fines. Georg Simmel ya lo
dejó claro en su Filosofía del Dinero.
El parné tiene efectos perversos, puesto que no sólo es un utilísimo medio de
pago, es también una malvada vara de medir. Lo que tiene el mismo precio tiene
el mismo valor. De esto nos advertía el siempre sabio Juan de Mairena. El necio
confunde valor con precio. En palabras del viejo Marx, confundir el valor de
uso con el valor de cambio. En fin, que es el dinero el que acaba dando valor a
las cosas y valor a las personas que lo tienen o que pueden conseguirlo. Tanto
tienes, tanto vales.
La experiencia palmaria nos recuerda constantemente que eso
no es así, que realizamos multitud de actividades sin buscar la remuneración
monetaria directa. Somos capaces de hacer favores desinteresadamente, dedicamos
esfuerzos titánicos en hobbies carísimos, practicamos ejercicios físicos dignos
de torturas refinadas y sin refinar sin más ambición que pasarlo bien, ser
buenas personas o estar en forma. Alguno podrá decir que la recompensa no será
monetaria, pero que existe. Lo hacemos buscando algún fin. Evidentemente. Claro
que sí. Lo que me irrita sobremanera es la identificación de ese fin con un
interés avaricioso.
Ayudar a los demás nos hace sentir bien -a veces, otras nos
sentimos estafados-, nos recompensa el reconocimiento de los otros, es
agradable sentirse bien con uno mismo. Pero esas satisfacciones entran en
contradicción con el dinero, con el parné, con la pasta gansa.
Hay muchísimos experimentos sociológicos que lo demuestran.
Supongamos una persona en apuros, se le ha pinchado una rueda y requiere
nuestra ayuda. Sin dudarlo, nos arremangamos y manos a la obra nos tiznamos de
grasa, sudamos como pollos y terminamos por echar la mañana removiendo
tornillos. Un simple gracias, la cara de agradecimiento de esa persona nos
llena de orgullo. Somos buenas personas, no nos hemos defraudado a nosotros
mismos. Sin embargo, si en el experimento el menesteroso conductor nos ofrece
una cantidad de dinero por ayudarle a cambiar una rueda, la cosa cambia.
Entonces nos mostramos más reticentes al principio, y por mucho que nos pague
siempre acabamos con una sensación de que se han aprovechado de nosotros. Nos
sentimos más serviles. Y la culpa es del dinero.
El dinero envilece.
Gracias al dinero podemos hacer muchas cosas, podemos
trabajar en una actividad y conseguir satisfacer todas nuestras necesidades
intercambiando nuestro salario por bienes y servicios, que sería harto difícil
mediante el trueque. Pero a cambio firmamos un pacto fáustico con la moneda,
porque ésta, a diferencia del trueque, se puede acumular. Y comenzamos una
carrera frenética por almacenar y almacenar, por si acaso, por si vienen las
vacas flacas, para un imprevisto, para nuestros hijos...
El dinero acumulado se convierte en un descriptor social, un
clasificador. El dinero es la nota con la que nos graduamos en la vida. Tanto
alcanzas, tanto esfuerzo o talento has dedicado. Con la enorme diferencia de
que en la escuela las calificaciones no se heredan, y las fortunas sí lo hacen.
Supongo que es normal que los que gozan de cuentas saneadas
pretendan imbuirnos de esa filosofía dineraria, que asuman como natural el
gusto por la acumulación de plata. De una manera insensata se va filtrando esta
idea en nuestra mente y olvidamos la multitud de cosas que hacemos
gratuitamente por los demás y para la sociedad.
Todo ciudadano bien educado procura no dar trabajo, no
ensuciar las calles, no propiciar la intervención de la policía o los bomberos
con sus imprudencias. Sin embargo, cada vez que se quema una casa, el dinero
fluye, de los seguros a los constructores, de los impuestos a los bomberos, de
los tribunales a los bolsillos. Una desgracia se traduce en un aumento del PIB.
Así de locos estamos.
La gente, en cambio, testarudamente sale en procesión pagando
una cuota, se deja una pasta en acudir a animar y apoyar a un equipo de
tercera, compone poemas que luego cuelga gratuitamente en internet. Incluso
muchos procuran dedicar sus esfuerzos directamente al bien común, colaboran en
organizaciones para hacer un mundo más justo, dedican su tiempo, su esfuerzo y
su dinero a paliar necesidades. Estos fenómenos tienen desconcertados a los
partidarios del egoísmo dinerario. No pueden comprenderlo. Lo intentan
catalogar en egoísmo disfrazado, dedican ingente número de páginas de estudios
para demostrar que el altruismo es una paradójica manera que tiene la evolución
para ser egoísta. Es un cortocircuito. Mi no comprender. Mi no comprender.
Dentro de este selecto grupo de personas que deciden hacer algo
sin cobrar hay muchos que no pensamos que sean desinteresadamente. Una cosa es
no recibir dinero a cambio y otra muy distinta el desinterés. Por supuesto que
estamos interesados en crear un mundo mejor, en un mundo más civilizado, más
bello, más justo. Es un interés radical y básico. No estamos en el mejor de los
mundos posibles, al contrario, estamos justo en el nivel del peor de los mundos
posibles en el que podemos vivir. Y lo peor es que nuestro margen de tolerancia
va aumentando.
Se acaban de celebrar elecciones, y especialmente en las
locales, encontramos muchas de estas personas que buscan conseguir un mundo
mejor, que se dejan horas de trabajo y de sueño luchando por un ideal, dando a
conocer sus ideas, sus candidatos, sus propuestas. Y luego, con suerte, podrán
seguir dedicando su tiempo al bien común. No desinteresadamente, es su interés
y el nuestro.
Lo que sí debemos evitar a toda costa es que los que estén al
servicio público se muevan sólo por la pasta. Dinero traducido en influencias,
en decisiones, en manipulación, en sobornos, en cohechos. Ese es el punto
clave.
No todos hacemos las cosas por dinero, aunque realicemos
todos los días tareas por la recompensa al final de mes, transformamos la
materia, ayudamos a los demás, disfrutamos llevando a cabo empresas que no
cotizan ni están dadas de alta. Lo hacemos por placer, por el orgullo del
reconocimiento o por necesidad, pero no por dinero. No permitamos que nos
gobiernen quienes sí tienen un precio y consideran a los demás esclavos del dinero.