Primer poemario
del extremeño José Antonio Verdasco, bajo la admonición de Miguel Hernández. Un libro intensamente doliente,
autorreflexivo, con guiños filosóficos tanto a Machado (“Hoy es siempre
todavía”) como a Heidegger (“Ser y tiempo”). Subyace sobre la temática el paso
del tiempo (“Prefiero el instante”, XX; “sigo acodado en la esquina de / un
pasado que no termina”, XXIII), que trascurre en el azar, la añoranza, el
remordimiento y la incertidumbre sobre qué nos deparará el futuro: “Mientras
nos aferramos / al inútil ejercicio / de domar el fantasma de lo que vendrá
“(II).
José Antonio Verdasco hace gala
de un contenido barroquismo en la expresión en unos poemas de estructura
aparentemente sencilla, a veces apenas en una oración. Un ejercicio de
concisión conceptual en el que explora los matices en los hábitos, las
sensaciones y los acontecimientos. La búsqueda de la palabra precisa, del
sintagma adecuado es quizás uno de los rasgos más reseñables de la obra. Tiene
afición José Antonio Verdasco a una versificación particular y personalísima.
Muchos de los poemas podrían funcionar perfectamente como aforismos: “Sólo los
ojos que / han observado abismos / conocen la esencia / de lo verdadero”
(XVIII), “Grita la obscena liturgia / de la
indiferencia / en la pupila del / maniquí” (XXVII); “Llorando frente a las
ruinas / de lo que fuimos” (XL); “La eternidad es una falacia / salvo cuando me
abrazas” (XLVII); “Yacen los escombros de los días pretéritos / en el panteón
eterno del fue” (XLVI); “Qué disparate elucubra sobre / mi destino en el
abismo” (XLVIII); “La soledad es un veneno que no mata / pero oxida” (LI).
El núcleo temático se articula
en cuanto a la figura del yo. Un yo en perpetuo conflicto (“Obstinada herida /
sentirme / mi peor enemigo”, IX) y sobre la que circula el tiempo sin sentir
sus ataduras, en un desarraigo existencial (“Tengo vocación de / exiliado del
presente, / de fantasma arrastrando / las cadenas de lo vivido. / De reo del yo
/ extinguido en el hábito / del tiempo”, VI) contra el que se lucha (“Forjar
sobre el agua / mi mañana”, VIII) y en la necesidad de un refugio ante la
intemperie “En el caos habita / mi orden, / ecosistema de raíces /
inescrutables. / Patria donde me / refugio de lo / cotidiano” (XXI).
La vinculación del poeta con el
tiempo anuda las relaciones que se intuyen a través de los poemas, bien por sus
secuelas, bien por sus anhelos: “Sombras, solo sombras / donde dejamos el
intento / de la vida” (XII); “Desangrándome, delirando / busco con frenesí /
los abrasados días / del paraíso extinguido” (XIII).
El apasionamiento de los poemas
admite una variedad de matices, y se señalan sentimientos negativos de desgana,
de angustia (“Desolado, lloré / al idilio crucificado / por tu olvido”, XI), de
ausencias. Son precisamente las heridas el recordatorio perpetuo de haber
vivido y la advertencia del sufrimiento futuro: “Me redimo en un pacto / en una
tregua efímera / del que teme lo sufrido” (XIV). Verdasco tiene una
sensibilidad muy barroca, que se maneja bien entre espejismos y desengaños, entre
fantasmas, en la que el peso del pasado anuncia pocas esperanzas para el futuro:
“Negros presagios / vuelan en las alas / del cuervo” (XVI). La utilización de
imágenes como soporte del pensamiento más certero que la propia razón es otra
de las características de este poemario.
Sospechamos el sentimiento
amoroso tras los versos, un amor apasionado, quizás visto en la distancia: “Desato
la jauría de la / tristeza, / en los amaneceres fríos de mi cama”, XIX); “La
piel de tu olvido / se viste de soledad” (XXVI). Se recrea el amor intensamente
carnal: “Entre tus labios y los míos, / fustiga con su húmedo látigo, / el
diluvio universal de lo que fuimos” (XXXIII) y el sufrimiento del amor que se
termina: “Recordar por donde anduve / os
resucita el espectro del / yo doliente, animal inconsolable / de la duda
errante” (XXXI). Quizás sea este amor doliente quien otorga personalidad a
estos versos descarnados: “Deambulando entre los escombros de mi paraíso, /
siento el golpe certero / de lo perdido” (LVI)). La figura del artista
atormentado y del desasosiego vital lo emparenta con Pessoa y el romanticismo (“Se
suicida la aurora”, XXXVI), y también con el Borges que alababa al poeta menor:
“Morir es volver al olvido” (LII).
“Cuando paseo por lo que fui
aún
sangro” (LXI)
Un debut poético cargado de
sentimiento que se abre al tiempo que reflexiona sobre la tragedia y la
eternidad desde la valentía de quien se defiende con las armas de los versos.