Las ideas tienen su hábitat natural y cuando
cambian suelen tener una reacción adversa. Hay ecosistemas más propicios y
otros más inhóspitos. Suele suceder, sin embargo, que hay especies más
adaptadas, o quizás es que haya paisajes naturales más habituales para las
ideas. Y las que no abundan se sienten como extrañas, aunque puedan alimentarse
de lo mismo y tengan referencias parecidas.
Hablamos
de ideología cuando consideramos a las ideas de los demás como especies
invasoras, como si no fueran las propias del lugar. Siempre se han hecho las cosas así, esto es como dios manda, y todo lo demás son especulaciones
utópicas, tonterías sin sentido, estrafalarios caprichos de gente ociosa que no
entiende de la vida. Es tan grande la presión que se disfraza de sentido común,
de razón a secas, sin aditivos. Todo lo demás es demagogia e influencias
extrañas.
Se
pone uno a discutir sobre Fidel Castro, por ejemplo, y salta el problema del
comunismo o el capitalismo. Podemos dejar aparte que lo de Cuba o la URSS sea
el comunismo tal como lo propuso Marx, pero lo que siempre saldrá a la palestra
es que el sistema socialista fracasó. Y lo dicen como si el capitalismo
estuviera funcionando. Como si los millones de personas del Tercer Mundo
estuvieran así por ignorancia o por pereza, como si nuestro supuesto bienestar
no tuviera que ver con su miseria.
Por
supuesto que cada uno puede pensar lo que quiera, y seguramente encontraremos
datos y razones para argumentar nuestra postura. La cuestión es el tono que se
utiliza. Los defensores del status quo
siempre hablan como si su opinión fuera la verdad, y la crítica siempre fuera
una preferencia arbitraria. Eso es ideología.
Defender en foros públicos un ataque al sistema no es una opinión respetable,
es adoctrinar.
Sin
embargo, todas estas personas que defienden libremente sus ideas no suelen
argumentar de manera original, suelen repetir, en el mejor de los casos, la
frase de moda y en la mayoría, una serie de prejuicios que se van extendiendo y
perdurando a lo largo del tiempo. Cualquiera que haya leído o atendido a una
tertulia televisiva va a encontrar argumentos con los que defender su postura y
seguramente tenderá a utilizarlos en debates domésticos, olvidando incluso que
no se le ocurrieron a él (o ella). De eso no nos libramos nadie. Por eso yo
procuro ir asignando las ideas a quienes se las escuché, aun a riesgo de quedar
como un pedante. En cambio, los que defienden el status, la “realidad tal cual es”, tienen a su disposición miles de
tópicos que han ido “comprobando” a lo largo de su vida, con un evidente sesgo
cognitivo que les hace almacenar en la memoria sólo aquellas ocasiones en las
que se corrobora su prejuicio. Esto no es nuevo.
Pongamos
un ejemplo en el que dependiendo de sobre quién lo diga tenemos una concepción
distinta. Imaginemos a alguien que se dirige a la administración, al Estado o a
los ayuntamientos pidiendo que se le concedan ayudas, se le perdonen deudas o
se les adjudique un local. No sé en qué tipo de persona habrán pensado, pero si
lo han hecho en alguien procedente de un poblado de chabolas probablemente se
hayan sentido indignados. Pero qué desvergonzados, cómo tienen la desfachatez
de pedir por la cara, cuando uno ha tenido que trabajar tan duramente para
pagar una hipoteca gigantesca.
Pero,
¿y si el solicitante es uno de esos llamados “empresarios”? Ellos también piden
ayudas, locales, rebajas de impuestos… Y lo hacen con la misma desfachatez. Lo
mismo piden que se les concedan unos terrenos, que cambien leyes antitabaco,
que les dejen invadir las aceras para sus negocios… Y todo con la excusa de que
van a dar puestos de trabajo.
Para ser justos, ambos sujetos
ayudan a crear puestos a través de sus solicitudes. Los primeros dejan renta
disponibles para sus gastos suntuarios, los segundos aprovechan el trabajo de
los demás para enriquecerse. Pero a estos últimos, encima tenemos que
agradecerles su esfuerzo porque dan empleo en un país con mucha necesidad.
¡Anda que no he escuchado veces
que a los empresarios hay que cuidarlos! Como si fueran una especie en
extinción. Más cuidado hay que tener, porque con las especies naturales no se
tienen tantos miramientos. No nos equivoquemos, si contratan a gente es porque
los necesitan para hacer más dinero. Si pueden evitar contratar, evidentemente
no lo hacen. Podemos imaginar un mundo sin empresarios, pero difícilmente sin
trabajadores. Ahora, como hay obreros a patadas y pocos empresarios, hay que
mimarlos.
Los extranjeros, esos que nos
quitan los puestos de trabajo, son los mismos que abusan de los servicios
públicos y no quieren trabajar de pura vagancia. Porque primero hay que ayudar
a los de aquí, como si el hambre y la necesidad tuvieran bandera. Como si no
hubiera españoles por el mundo ocupando puestos de trabajo.
También escuchamos que las leyes
castigan al que roba una gallina y que dejan libre al que desfalca. Porque nos
sentimos más amenazados por un chorizo callejero que por un político que
utiliza dinero público. Nuestros impuestos, esos que queremos que nos bajen,
sirven para que se despilfarren. Pero no nos indigna de la misma manera. Exigimos
justa coherencia al perroflauta que
viste de marca o tiene un iphone,
pero se nos olvida pedirla al cristiano que no va a misa, que no vende lo que
tiene para dárselo a los pobres como pidió el Hijo de Dios. Se supone que el
cristianismo defiende unos valores y por eso no deben desaparecer de nuestras
aulas, pero nadie reclama coherencia para que los políticos católicos no
mientan.
Defendemos la patria cuando
alguien no se siente español, pero no exigimos defenderla fuera de los colores,
cuando se defraudan impuestos o se establecen cuentas en paraísos fiscales. Yo
no me siento español, no sé por qué tengo que tenerle afecto a una tierra o a
gente con la que no trato –incluso con la que trato–. Creo que mis deberes
ciudadanos consisten en cumplir mis obligaciones, ser profesional en el
trabajo, educado en el trato y puntual en mis pagos. Lo mismo que si viviera en
Bélgica o en Etiopía, independientemente de dónde hubiera nacido. Y, de la
misma manera que pago, puedo exigir las ayudas, las subvenciones, los servicios
de la comunidad en la que vivo. No creo que nadie me pueda exigir la obligación
de tener un sentimiento.
Sí, ya lo sé, me estoy poniendo panfletario. Es
lo que pasa cuando soltamos algo en contra del sentido común, de lo que estamos
acostumbrados a escuchar. Y seguramente porque soy un populista, que estoy en
la postverdad y todo eso, y que estoy
desnaturalizado porque no me siento español. Lo dicho, un extranjero con ideas
extrañas.